La romantización de la maternidad es eso que te hace creer en un camino idílico y perfecto que lleva, inevitablemente, hacia la felicidad. Nos pasamos la vida escuchando que ser madres es lo mejor que nos puede suceder y, cuando finalmente lo somos, la distancia entre lo ideal y lo cotidiano nos sorprende.

En esa idea romántica que nos inculcan desde la infancia está el modelo de familia nuclear, en la que madre y padre conviven bajo el mismo techo y todo es maravilloso. A pesar de que en la Cuba de hoy existen muchos otros modelos de familia que rompen con la «idílica» y a veces impuesta heteronormatividad, la tradicional sigue siendo la meta por alcanzar en muchos hogares. El problema está en que, al no cumplirse ciertas expectativas, cuando llegan los hijos e hijas el proyecto de maternidad se nos hace más difícil de asumir.

Yo siempre he hablado de mi proceso. Jamás me he atrevido a contar el de otras que, como yo, han tenido que resignificar la maternidad. Sin embargo, una persona que admiro mucho me ha dado luz verde para contar su historia.

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«Yes, you can», me dice cada vez que creo no poder más. «No sé cómo lo haces», le respondo casi siempre. Me recuerda mucho a mi madre, por lo valiente y lo resiliente, aunque mi opinión sobre lo que es la resiliencia —sin más opciones— diste mucho de la suya.

Ella se casó, yo no. Tenía todo planificado. La vida, digo. Su esposo es marino mercante, y parecía que por ello tendrían la vida resuelta.

«Comenzar una relación con un marino u hombre de mar para mí significaba viajes, solvencia económica garantizada, perspectivas internacionales que van desde la política, la gastronomía, el cuidado del medioambiente hasta el respeto al mar. Según me lo imaginaba, sería un amor que renovaríamos con cada encuentro. Las temporadas separados servirían para, al volver a vernos, aprovechar cada minuto. Todo sería amor y felicidad.

«Quienes me rodeaban también influyeron en aquel sueño, que resultó ser puro cliché. Las personas —y me incluyo— que creen que ser la esposa de un marino te hace la vida más fácil y feliz no conocen la otra cara de la luna… el sacrificio físico y emocional que recae en la familia que se crea.

«Compartir tu vida sentimental con una persona que trabaja tres meses en el mar y tres en la tierra es muy duro. Estás sola seis meses al año. Ciento ochenta y tres días en soledad».

Se casó en 2017 y pronto compraron un apartamento. Al principio, mientras su esposo navegaba, aprovechaba los días para trabajar, leer, pintar la casa, decorar, hacer ejercicios, sembrar plantas. Se hacían videollamadas donde el romanticismo era protagonista, y ella le escribía poemas. Cuando él volvía, hacían vida de novios: salidas a comer, bailar, al teatro o a conciertos.

Luego de un tiempo, proyectaron la llegada de su hija. Hasta el último detalle previeron para que ella, sola, llevara el embarazo en Cuba.

«Como lo habíamos planeado de acuerdo a su régimen de trabajo, yo estaría sola en las consultas. Sola en casa, leyendo sobre el cambio que venía, con mis esperanzas y mis miedos. Informándome sobre el parto, el posparto y planificando detalladamente cómo sería desde el alumbramiento hasta el primer año de vida de mi bebé, con y sin mi esposo. Pero nada sucedió como pensé.

«Di a luz en febrero de 2020, sin imaginar que estábamos a las puertas de una pandemia. Mi esposo quedó varado en tierra, afortunadamente para mí. Desolados, primerizos. Solo uno de los dos se había informado sobre lo que venía y, aunque hubiéramos sido ambos, la información nunca es suficiente cuando hablamos de un hijo».

Contó con la dicha de tenerlo en tierra al momento del parto, pero esto no pasa siempre. Muchas veces quienes hacen la mitad de su vida en el mar están ausentes en momentos tan importantes como el nacimiento de un hijo, y solo lo verán seis meses después. Incluso, en casos muy especiales, si cuentan con un contrato anual, ese encuentro no sucede hasta pasado el primer cumpleaños.

«Tuve un posparto crítico. El luto por mi yo de antes llegó a ser asfixiante. La maternidad es un luto constante. Por otro lado, la convivencia todos los días del año con mi esposo era algo a lo que no estaba adaptada. No poder salir a dar un paseo con mi bebé, tomar el sol, respirar aire puro; todo me afectó y supuso cambios radicales en mí.

«Con el tiempo y mucha resiliencia nos convertimos en un equipo. Aunque seguimos descifrando el cómo, aprendimos a recorrer todas las novedades de ser padres juntos: las  fiebres de las vacunas, las noches en vela, el aislamiento social, el miedo a que le pasara algo a nuestra bebé. Como estábamos en plena pandemia, cumplíamos estrictamente las medidas sanitarias en casa; nadie entraba y nadie salía si no era necesario».

Durante este período, el cien por ciento de los marinos cubanos que se encontraban laborando, una vez que se cerraron las fronteras de los países por la Covid-19 tuvieron que permanecer navegando sin relevo garantizado. Los aeropuertos solo brindaban vuelos humanitarios y de abastecimiento para materiales de salud. Seis meses después comenzaron relevos muy específicos porque los pasajes en las pocas aerolíneas autorizadas a volar eran sumamente costosos. Hubo esposas, madres, que pasaron toda la pandemia solas con sus bebés, con sus niños.

«Mi esposo estuvo en tierra un período ininterrumpido de trece meses. Yo me sentía afortunada. Sabía que no era igual para otras como yo. Sabía que ningún beneficio económico que pudieran tener pagaría el tiempo solas, ni la salud física, emocional y mental que se tambalea con la llegada de un bebé a casa. Yo me había imaginado como ellas, pero que no se cumplieran esas expectativas también supuso un desafío para mí. Tuve que resignificar mi maternidad.

«Me vi en la posición de tener que rechazar la posibilidad de los tres meses de licencia de maternidad no remunerada que se les ofrece a las madres cubanas, porque necesitábamos el ingreso económico devengado de mi salario. Mi esposo se quedó por un mes con la niña de un año, mientras yo cumplía con mi horario laboral. Aquello nos ayudó a sobrevivir. Pero, luego de ese mes, salió otra vez a navegar».

El vivir cerca —o junto— a la familia directa o política es recurrente en casos como este. Las redes de apoyo para una madre reciente son indispensables. Muchas son las que toman la decisión de convivir en «casas ajenas» para sobrevivir a esta etapa.

«Yo decidí maternar a más de ochenta kilómetros de mis padres y suegros. Las tareas domésticas y de cuidado dependían de mí, por supuesto. Además, tenía mi trabajo remunerado, que me encanta. Pero mi remuneración, como licenciada, nunca fue mayor que la de mi esposo, trabajador asalariado en el extranjero como marino. Yo sentía que eso me posicionaba, económicamente hablando, un peldaño por debajo.

«Pero, ¿qué iba a hacer? Una maternidad monoparental te limita a encontrar un trabajo con mayor remuneración. Para nadie es un secreto que la conciliación laboral y familiar es una utopía y que, si encuentras un trabajo mejor pagado, teniendo una niña pequeña, te ponen un montón de límites. Casi nadie entiende lo que significa maternar sola.

«Entonces, si hubiera cambiado mi trabajo para tener mejor salario, habría perdido mi horario flexible, por ejemplo. Si a veces no tengo ni tiempo para bañarme con calma, ¿cómo iba a tener tiempo para crecer profesionalmente? La monoparentalidad seis meses al año, sin redes de apoyo, me limita para participar en eventos y talleres. Me limita para la socialización profesional que —dicen— tantas puertas abre. Significa ver cómo otras madres y padres que sí tienen su tribu asisten, en mi nombre, a los fórum o celebraciones de trabajo que me corresponden. Trabajo que con tanto esfuerzo realizo y cumplo mes a mes. En ocasiones, dentro de la aceptación del rol que llevo, me alegra que algún colega asista y luego me ponga al tanto, aun cuando no es lo ideal para mí».

Mi amiga y yo somos «tribu» a distancia, porque vivimos en diferentes provincias, y de esta manera nos acompañamos. Los momentos de terapia con ella vía WhatsApp, debo decir, han sido fundamentales en mi maternidad y, creo, en la suya también. Tenemos muchos puntos en los que nos encontramos, muchas experiencias que coinciden y otras tantas en las que no nos sentimos igual. Pero, aunque nos escuchemos nuestras «miserias», no es suficiente para ninguna de las dos.

Resignificar la maternidad es doloroso. En ese sentido, si bien aún estamos buscando la manera de conciliar, de no perder nuestros sueños por el camino, más allá del de ser madres, siento que lo hemos hecho lo mejor que hemos podido.

«El éxito para mí ha sido replantearme un concepto, cambiarlo y reestructurarlo. La monoparentalidad me ha hecho conocer límites emocionales, profesionales y físicos que jamás imaginé. Me ha permitido entender que no lo puedo todo y aceptar que está bien no poderlo todo. Mirarla como una etapa que, como todas, no es para siempre. Me ha ayudado a seguir buscando herramientas para continuar. No es fácil, no. A veces quieres salir corriendo. Pero, yes, I can».

 

A petición de la testimoniante, su nombre se mantiene en el anonimato.

Sobre el autor

Lien Real Jaén

Madre de dos. Graduada de Licenciatura en Ciencias de la Información en la Universidad de La Habana. Community Manager. Ha colaborado en Tremenda Nota, Magazine AM:PM y con el proyecto El Código Sí Suena. Escribe sobre temas de crianza, maternidad, música y corresponsabilidad en los cuidados.

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