Si en el fondo de este ritmo algo extraño te pudieras encontrar.
Oscar Valdés, “La verdad”.
Un ponche se sirvió después. Antes, Natalia Aróstegui de Suárez cantó con Maurice Labarre al piano la “Invocación” de Jules Massenet: “Oh dulce primavera de ayer, verde estación, / ¡Te has ido para siempre! / No veré más el cielo azul. / ¡No oiré más el canto alegre de las aves!” —traduzco del francés los versos de Leconte de Lisle—.
A las cuatro y media de la tarde monseñor Ruiz, arzobispo de La Habana, se hallaba en San Diego de los Baños, por lo que no pudo bendecir el acto. El 21 de noviembre de 1928 el Diario de la Marina había anunciado su presencia en la vía más antigua y populosa del quartier de El Vedado. Pero al sitio en Calzada, frente al parque Villalón, llegaba solo minutos antes monseñor Arteaga, listo para rociar el agua bendita y hacer la señal de la cruz.
Por la mañana, mientras repasaba los grandes lienzos de las paredes laterales —que imitaban la piedra, y en los que se abrían tres huecos monumentales, rematados por un delicado entablamento italiano—, la hermosa cornisa que corre por encima de la boca del escenario, las lunetas de caoba, las lámparas de bronce, la decoración, las proporciones de las arcadas en la planta baja, las cinco escalinatas, María Teresa García Montes de Giberga pensó que diez años eran una bagatela.
Ya sabe que esa acústica —aunque el Diario de la Marina no lo ha dicho todavía— no la posee ningún coliseo de La Habana. María Teresa recuerda la del Tacón, en el buen tiempo viejo. Ese será el encanto mayor del Auditorium: que ningún ruido exterior, por pequeño que sea, molestará la atención del oyente. Por primera vez en un teatro habanero se hará, previo al acto, un maravilloso silencio.
Pero esa será la mayor desgracia del Amadeo Roldán. Hoy, por enésima vez en un teatro nuestro, se hace un sepulcral silencio. Solo dos vagones junto a una de las entradas podrían comprobar la acústica. Las escalinatas quedaron ocultas tras la valla. Las lunetas de caoba y los grandes lienzos se carbonizaron en la medianoche del 30 de junio al primero de julio de 1977.
En la mañana del 10 de abril de 1999, cuando el teatro estaba otra vez listo para los delegados del VI Congreso de la UNEAC y el VII de la UPEC, Fidel Castro pensó que veintidós años eran una bagatela. No se persignó, pero allí en Calzada, a las seis de la tarde, se hallaban él y su hermano Raúl para “bendecir” la reinauguración tal como anunciara Granma. Fidel mandó a repetir tres veces el final de los “cañoncitos” de la Obertura 1812 de Piotr Ilich Chaikovski. No querría que después Natalia Aróstegui de Suárez cantara, con Maurice Labarre al piano, la “Invocación” de Jules Massenet: “Oh dulce primavera de ayer, verde estación, / Te has ido para siempre!”.
Hacia el 17 de mayo de 2010 ya los baños estaban tupidos; pero, más que la mierda, se olía el derrumbe apenas se entraba al Amadeo. Ese día Chucho Valdés dio un concierto. El gran pianista había sido una de las personas que, treintaitrés años antes, acudieran a salvar el valioso archivo musical en medio de las llamas que cegaron la reverberación del Auditorium. Al menos eso cuenta la leyenda popular.
Cinco días después ya el anunciado dueto entre José María Vitier y la cantante española Martirio no pudo presentar El aire que te rodea en la sala de conciertos del coliseo de Calzada. Se trasladaron a la Sala Covarrubias del Teatro Nacional. Pasados trece años Vitier no recordará este suceso.
A la semilla del asunto pretendía llegar Alpidio Alonso Grau en mayo de 2020 cuando dio un recorrido por el Amadeo y fue entrevistado por el Portal CubaSí. El ministro de Cultura apuntó que la inversión anterior había sido deficiente, lo cual se demostraba con la ejecución de un proyecto que excedía los 20 millones de pesos y en el cual se trabajaba desde hacía varios años.
“Fuera de peligro” y “una estructura con mejor imagen” fueron las palabras que utilizó para referirse al estado del inmueble en ese momento. Una obra de “prioridad para la cultura cubana” a la que todavía le faltaba mucho por hacer en materia de restauración de fachada, acondicionamiento interno e instalación de tecnología y mobiliario. “Si tenemos que cerrar otra inversión la cerramos, el Amadeo es un símbolo, una institución de prioridad para impulsar el desarrollo de la música y ampliar la programación artística en los circuitos de instituciones, casas de cultura y teatros”, señalaba Alpidio.
Mientras tanto, Madelaine Masses, directora del Centro Nacional de Música de Concierto y del propio teatro, explicaba que en el edificio se había trabajado durante años en la sustitución y restauración de losas, paredes, escaleras y demás elementos de infraestructura interna para detener el deterioro. Querían contar de nuevo con las dos salas principales, camerinos, oficinas y el archivo musical.
La nota concluía precisando que todo se ejecutaba con el apoyo de un grupo de empresas nacionales, como la de Servicios y Ejecución de Obras, la de Proyectos y Servicios de Ingeniería Atrios, Tecnoescena, el Centro Inversionista de Obras Priorizadas (CIOP), el Instituto Cubano de la Música (ICM) y el Ministerio de Cultura.
Un papel pegado a una puerta de cristal por Calzada dice hoy, a lápiz: “Obra: Teatro Amadeo Roldán / Reparación capital / Inversionista – MINCULT – ICM – CIOP / Autorizo DPPF ME 112/2015 AU 209/2016 / Renovación 15-28/9/2018”.
Siete años han pasado y las condiciones no parecen mejorar. Mientras vegeta, es circundado por más y más hoteles que se erigen sobre el “lago de los chismes” de nuestra realidad. El edificio gigante de K y 23 y el de la cadena Aston en Malecón observan desde su altura ciclópea los restos del antiguo Auditorium. ¿Será con ese ojo que el Ministerio de Cultura y todo el Gobierno cubano miran al Amadeo, casi Odiseo Roldán?
Pro-Arte Musical
En su número de diciembre de 1928 la revista Musicalia destaca el magnífico Teatro Auditorium que esta sociedad acababa de inaugurar con tres festivales netamente cubanos, poniendo una vez más de relieve su gran prestigio social y artístico. En enero de 1929 la publicación reconoce que Pro-Arte estaba entre los más elocuentes ejemplos de “feminismo positivo”, “valioso como germinador de ideas o como creador de formas”.
La Sociedad Pro-Arte Musical: Testimonio de su tiempo, obra de la investigadora Irina Pacheco, refiere que las mujeres de Pro-Arte tomaban las decisiones en las temporadas de ópera, ballet, arte dramático y lírico, y convirtieron a La Habana en una plaza artística de primer nivel en América. “Erigiendo el teatro Auditorium como símbolo de la ciudad, rectoraron en buena medida la vida cultural de la República”.
Esta sociedad logró crear un espacio en el que, por un promedio de 3,50 pesos mensuales, se podía vibrar con Stravinsky, llorar con Renata Tebaldi, bailar con la Giselle de Alicia Alonso o gozar con la tiradera entre Virgilio y Lezama. Sobre este suceso cuenta Ciro Bianchi:
“Así las cosas, ambos poetas coinciden una noche en el teatro Auditorium […] y Lezama desafía a Virgilio, lo insta a «rectificar» la diferencia en la calle. El pintor Mariano Rodríguez, que de lejos observa la escena, los sigue con intenciones de mediar en el asunto, pero cuando logra salir ya los dos poetas se lían a puñetazos en el parque.
“—¡La Policía, que viene la Policía! —grita el pintor, y Lezama corre por Calzada mientras Virgilio se interna en el parque en busca de la calle Quinta”.
La idea de construir el teatro no tomó curso definitivo hasta 1925, cuando aumentaron las cuotas de los asociados, lo que permitió adquirir un terreno en la esquina de Calzada y D. La superficie era de 2221,82 metros cuadrados y el costo de 80.000 pesos de la época, de los cuales se pagaron 40.000 al contado con una hipoteca por el resto con interés anual del 6 por ciento.
En el interior del Auditorium radicó la casa social de Pro-Arte, conocida por su exquisito y cómodo salón para conferencias, sala de conciertos, recibidor, etc., que podían alquilarse a otras instituciones. El primero sería bautizado como Salón de María Teresa tras la muerte de la fundadora.
“El proyecto arquitectónico ganó el premio del Club Rotario. Se reconocía el tratamiento hermoso dado a su fachada principal, con énfasis en los detalles decorativos y en las organizadas proporciones de las arcadas en la planta baja, así como la delicadeza observada en el tratamiento del ático. Un amplio portal exterior facilitaba diversas entradas al Auditorium y un vestíbulo espacioso en su fachada principal le servía de gran facilidad al público cuando se reuniera en la entrada de la platea. La capacidad del teatro era para 2660 personas, distribuidas en 1204 localidades en la platea, 606 en el primer balcón y 805 en la tertulia”, refiere Pacheco en su libro.
En la revista Pro-Arte Musical, de la propia Sociedad, puede leerse un artículo del ingeniero Alberto Camacho sobre las características acústicas del Auditorium. Según su criterio, hay tres factores principales que determinan las condiciones acústicas de un teatro: 1. Su tamaño, según el uso al que se destine; 2. Su forma general y de las paredes; 3. El tiempo de reverberación del sonido, que no debe sobrepasar los cuatro segundos.
“En cuanto al primer factor, el Auditorium […] tiene el volumen necesario para el uso mixto a que se va a dedicar. Es un promedio entre el Teatro Eastman y el Edificio de Música Smith, de la Universidad de Illinois. Ambos en condiciones acústicas perfectas”.
El edificio contaba con tres plantas erigidas sobre un pequeño pódium que lo elevaba respecto al terreno circundante. Exteriormente se visualizaban los tres niveles por la diferenciación de los elementos arquitectónicos, con un evidente predominio de la horizontalidad subrayada por balcones, cornisas y otros detalles decorativos. La decoración servía para dar singularidad a cada planta.
En el friso, bajo la poderosa cornisa que da paso a la tercera planta, podían leerse, grabados y en rítmica sucesión, los nombres de grandes figuras de la música. Como remate del edificio, una cornisa más sencilla y un pretil que llevaba inscrito el nombre de la Sociedad y el año de la construcción.
Durante la presidencia de María Teresa Velasco (1948-1952) en la Sociedad Pro-Arte Musical, una de las realizaciones más importantes fue la remodelación del Auditorium, al que se dotó de un lunetario nuevo y moderno proveniente de los Estados Unidos. También se finalizó la instalación del aire acondicionado.
Pero la Revolución cubana es hija de las ideas siempre y cuando pueda controlar a la madre. En febrero de 1961, por decreto revolucionario, el teatro pasó al Estado para ser centro de múltiples actividades musicales promovidas por el nuevo poder, entre ellas, ser sede de la Orquesta Sinfónica Nacional y del Centro Nacional de Música de Concierto. La revista de la Sociedad se publicó hasta el número de enero-febrero de 1961, donde apareció este mensaje de la directiva:
“Estimado socio: Le suponemos enterado de que por decreto del Sr. Presidente de la República, no. 2905 de fecha 31 de diciembre [1960], se ha dispuesto la adquisición por el Estado, por el procedimiento de expropiación forzosa, de nuestro Teatro Auditorium y del edificio contiguo, Calzada 510, con todas sus instalaciones […] y aunque esta medida representa un serio quebranto para los intereses materiales de esta sociedad, esta no altera su personalidad jurídica, hemos acordado dirigirnos a los señores asociados para comunicarles que es nuestra intención continuar las actividades y conciertos de la Sociedad. Le exhortamos muy cordialmente a mantenerse en nuestras listas en la seguridad de que de ser atendido nuestro ruego podremos continuar con todo éxito la labor que tanto prestigio ha dado a nuestro país en todos los centros artísticos del mundo”.
Funcionaba Pro-Arte Musical, miles de personas se beneficiaban, pero el beneficiador absoluto debía ser el Estado. Pro-Arte era una sombra larga en sus intereses, así como el sistema de patronatos que representaba. En 1967 deja de existir la histórica Sociedad y por muchos años su nombre será un susurro en salones diminutos.
Todos los fuegos del fuego
En 1973, la niña María Gabriela Díaz Gronlier fue con su prima a ver a Joan Manuel Serrat y a Pi de la Serra en el Amadeo Roldán. Andaban derretidas por Serrat y de piedra por Pi. Luego cruzarían al restaurante El Carmelo o a El Jardín, que estaba en la esquina de Línea. En El Carmelo servían ancas de rana y en El Jardín unos sandwichitos de queso con pavo a los que untaban mantequilla y mermelada. Después una bola de helado y a soñar con Joan Manuel.
“Duerme mi pueblo blanco”, cantan los nostálgicos de hoy y sueñan con El Carmelo de ayer al ver frente al clausurado Amadeo Roldán una “unidad gastronómica” que ha corrido la misma suerte de su vecino inmóvil, “colgado de un barranco”. Designio tan cruel como los versos de Heberto Padilla, que un domingo de 1977, antes de quemarse el Auditorium, lo visitó con Belkis Cuza Malé —así lo recuerda el escritor Vicente Echerri—. Con precisión sabemos que fue antes del 30 de junio, porque en la noche de ese día la estudiante de Estomatología Eloísa Suárez veía desde el balcón de su beca en Calzada y A toda la candela que salía del Amadeo Roldán. No lo sabe aún, pero el calor de la madrugada sofocará sus salidas de domingo a ver el Ballet Nacional en las salas del antiguo Auditorium.
A tocar (con) las llamas fue un grupo de destacados artistas, así como algunos miembros de la compañía de ballet; a salvar lo posible de un fuego que duraría veintidós años. El teatro donde el vuelo de la Giselle de Alicia Alonso inspiró a preguntarse al poeta Manuel Díaz Martínez: “¿no es lo que en las mañanas amanece, / lo que en cada ramaje se estremece, / lo que, siendo mortal, nunca es ceniza?”.
El Amadeo no tuvo la suerte de la bailarina en su ejecución, y fue mortal el fuego y lo hizo cenizas en una madrugada. El 8 de julio, Miguel Ángel Masjuán hacía en Bohemia un reporte de lo sucedido una semana antes:
“Incendio de grandes proporciones destruyó en gran parte el Teatro Amadeo Roldán […] Alrededor de las once y treinta de la noche del pasado jueves se declaró el siniestro, que en pocas horas se extendió por toda la cubierta superior del edificio.
“Según las informaciones ofrecidas por personas que se hallaban cerca del lugar, las primeras llamas aparecieron en la parte norte hacia la parte alta. Rápidamente el fuego se propagó por el resto de la edificación ocasionando costosas pérdidas materiales, aunque es conveniente detallar que no hubo desgracias personales”.
La actuación del Departamento de Prevención y Extinción de Incendios permitió que se salvara la estructura arquitectónica exterior y se pusieran a buen recaudo las partituras originales y documentos de la Orquesta Sinfónica Nacional. Relata Masjuán que desde el primer momento acudieron centenares de personas para prestar ayuda y sacar del teatro equipos, materiales e instrumentos que fueron reubicados en locales seguros. Asimismo, los integrantes del Ballet Nacional asistieron a los compañeros del Ministerio del Interior en la protección de su sede contigua; transportaron las mangueras de los carros extintores y retiraron los enseres y objetos de valor ante la posibilidad de que el fuego los alcanzara. Otro tanto se hizo con el local de la Industria Artística al fondo del teatro, donde existía gran cantidad de materiales inflamables y numerosos almacenes de vestuario.
También se encontraban allí desde el inicio —concluía Bohemia— miembros del Comité Central del Partido Comunista de Cuba como el ministro de Cultura, Armando Hart; Raúl García Peláez, Jaime Crombet, Osmany Cienfuegos, Haydée Santamaría y Celia Sánchez; los viceministros de Cultura, Quintín Pino y Alfredo Guevara; el miembro del Comité Ejecutivo del Poder Popular en la provincia Ciudad de La Habana, Jorge Hart; y destacadas figuras del arte nacional como Alicia Alonso, Frank Fernández y Rafael Somavilla.
Una nota al cierre de Granma el primero de julio informaba del incendio. No hubo más repercusión en la prensa ni más detalles sobre lo sucedido.
En la citada obra La Sociedad Pro-Arte Musical: Testimonio de su tiempo, Nara Araújo refiere que por seguridad el telón de boca del teatro era de material no inflamable y tenía salidas de agua en caso de incendio, al igual que el resto del edificio. Sin embargo, no hubo manera de controlar el fuego. Si se revisan las referencias publicadas por la prensa estatal cubana en los últimos veinticinco años sobre el Amadeo Roldán, en la mayoría aparece la “agresión imperialista” como causa.
Hay muchas leyendas en torno a quién o quiénes provocaron el siniestro y los móviles. En todas se señala a un custodio del teatro como ejecutante o cómplice del hecho. Como en las óperas más trágicas, una versión alude a un asunto amoroso que llevó a un trabajador del teatro a darle candela; otra habla de inconformidades con la administración; otra asegura que solo fue una provocación que se salió de control. Lo único cierto es que el Ministerio del Interior apresó a Ernesto Arragoitía Rubio, portero del teatro, quien desde ese momento fue otro preso político en la larga lista de la Revolución cubana y en la larga lista de informes sobre violaciones de los derechos humanos.
Nunca se supo si ejecutaron a Arragoitía. Pero sí, que lo condenaron a muerte. Nunca se supo el día fijado para ello. Pero sí, dónde pasaba las horas. Totalmente culpable, medianamente culpable o simplemente inocente, su nombre ardió más rápido que el teatro. Según Ramos Yañiz, preso político que logró exiliarse, para finales de 1978 el exportero todavía renqueaba en el llamado “pabellón de los derechos humanos”. El informe de la Comisión de Derechos Humanos (CDH) donde aparece su testimonio el 12 de diciembre de ese año revela:
“Lo acusaron de sabotaje y lo condujeron detenido para los siniestros calabozos de la Seguridad… Allí fue interrogado, golpeado y torturado.
“Al principio alegó inocencia. Después de un tiempo de brutal tratamiento dicen que confesó su culpabilidad. Pero su confesión no convenció a nadie. Era el producto de los crueles maltratos, una forma de detener el terrible castigo. Y ni siquiera convenció a sus torturadores.
“Fue conducido después a celdas de castigo en el Combinado del Este. Allí continuaron los maltratos. Arragoitía Rubio era sólo un guiñapo. Según noticias sigue siéndolo. Muchos compañeros creían que había muerto, bien a golpes o fusilado”.
Desde 1978 no hay información sobre el destino de este hombre ni una investigación pública sobre los pormenores del incendio.
Reconstrucción
Esa es la historia del teatro, surreal, absurda. Lo que se dirá a continuación no lo escribieron Beckett ni Virgilio Piñera. Lo recuerda Alfonso Peña, el ingeniero de sonido del Amadeo Roldán luego de la restauración que sufrió en 1999.
“Cuando se sentaron los inspectores delante de la fila de la presidencia se dieron cuenta de que el muro les quedaba por encima de los ojos, o sea no veían nada. Allá en el primer balcón. Entonces tuvieron que derrumbar el muro, lo cementaron y cuando volvieron a sentarse se dieron cuenta de que el muro les llegaba por menos de la rodilla y que cualquiera se caía por ahí. Y tuvieron que ponerse a inventar una reja, una baranda para ponerle a todo aquello”.
En la sala principal las manos de Leo Brouwer guiaban los chelos que ensayaban Canción de Gesta, al tiempo que en la de pequeño formato no había manera de instalar el piano. Un peldaño de la escalera fuera de medida impedía la entrada del instrumento. Los constructores tuvieron que romper, cuando se suponía que ya todo era retocar. Faltaba poco para la reinauguración y aún los restauradores quitaban el hongo y la suciedad de las jardineras de mármol. Afuera se mezclaba la limpieza de los ventanales con la siembra de plantas ornamentales.
Así de agitadas fueron las últimas jornadas antes de la reapertura del Amadeo Roldán. Lo que no se había hecho en veintiún años se decidió ejecutarlo a la carrera. Las notas nada musicales del Granma el 10 de abril de 1999 dan pistas al respecto. El concierto especial ofrecido a los delegados del VI Congreso de la UNEAC y VII de la UPEC marcaría el fin de una restauración que no llegó a la pubertad: moriría a los once años.
El contratista Nelson Morales, integrante del contingente José Antonio Echeverría cuyas brigadas se encargaron de las obras del teatro y de la demolición de El Carmelo para luego reconstruirlo, relataba al principal diario del país que los últimos dieciocho meses habían sido decisivos, pues “durante ese lapso se hizo el 30 por ciento de toda la ejecución civil, llegando a tener en los momentos picos a poco más de 300 constructores en la obra”.
“Las piezas que formaban la concha acústica de la sala mayor de conciertos —apta para formatos sinfónicos corales— fueron realizadas por técnicos de la industria sideromecánica, con montaje de la escenotecnia, de unas 160 toneladas de estructuras metálicas y mecanismos electromecánicos armados en el fondo y el techo del escenario”, continúa el texto firmado por María Julia Mayoral.
Asimismo hubo momentos tensos: “Ahí se inscriben las 36 horas ininterrumpidas fundiendo toda la estructura de hormigón para dar vida al primer balcón del recinto y la colocación del falso techo a alturas superiores a 20 metros, hechos considerados proezas laborales por parte del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Construcción. Algo semejante podría decirse del montaje de la carpintería acústica, el de la consola de grabación o el sistema de iluminación”, concluye la nota.
La EMPROY-2 y los inversionistas del Ministerio de Cultura llevaron adelante la obra. El arquitecto Universo García Lorenzo conocía de ella, pero estaba inmerso en otros trabajos de la misma empresa. Rememora que en la etapa de concepción todo fue proyectado con mucho esmero, pero luego —por lo que le contaron— fue ejecutado con apuro, como suele ocurrir aquí por presiones políticas. “Yo no tengo vivencia de un edificio rehabilitado que se haya deteriorado tan drásticamente en tan corto tiempo. Quiero decir —porque siempre me conduce el sentido de lo justo—, que requiere una investigación a fondo, con fuentes fidedignas”.
¿Se podría llamar restauración a lo que ocurrió con el inmueble en 1999? ¿Cuántos procedimientos se violaron o no se hicieron correctamente para que la reapertura tardara poco más de diez años?
Desde la estructura principal hasta simples detalles se descuidaron durante el proceso. Aunque todos los días pasaban inspección, restando solo siete para la tan esperada inauguración, a la alfombra, guardada por más de dos décadas, le faltaban más de 20 centímetros. “Hubo que comprar una alfombra nueva, mandar a buscarla —recuerda Peña—, entonces despegaron la anterior y pegaron la nueva”.
En opinión de Nara Araújo recogida en el libro de Irina Pacheco, el teatro tal cual no volverá. El incendio lo desfiguró, y luego se le cambió el carácter de teatro de música, ópera y ballet, a teatro de música solamente. “No quedé conforme con esa transformación ni con el estilo que se le dio en la restauración. Recuerdo del antiguo teatro las cortinas de pana rojo vino y los palcos de madera lustrosa”.
Por su parte, Salvador Arias García, también en el mencionado texto, comenta: “Aquel Teatro Auditorium tenía una atmósfera y un entorno especial, cálido, musical, casi completamente perdido en su reconstrucción. Cuánto recordamos aquellas antiguas funciones de Pro-Arte, así como otros eventos ocurridos en la Sala de Calzada y D (un recuerdo para Carpentier y El acoso) cuando nos sentamos en la aséptica y fría sala que ocupa actualmente ese lugar”.
Cuenta Alfonso Peña que cuando el Amadeo se quemó en 1977, inmediatamente se trató de restaurar y se empezó a comprar todo en la República Democrática Alemana. “Después el campo socialista se desmerengó y nosotros nos quedamos con las cosas de la RDA, entre ellas un equipo de aire acondicionado que veinticinco años después de montado era una maravilla, pero cuando se empezó a romper se acabó el aire acondicionado en el teatro. A mí se me congelaba la mano en la consola, no podía moverla del frío, y después se me quemaba del calor que había en las cabinas esas”.
Si la década de los ochenta fue la de mayor bonanza económica para Cuba después del triunfo de la Revolución, ¿por qué no se aprovechó el contexto para reparar una de las principales salas del país y quizá de toda América Latina? ¿Qué frenó el impulso inicial por recuperar lo perdido bajo las llamas? ¿Por qué retomar todo cuando apenas se salía de la etapa más dura del Periodo Especial?
Para convertir la sala principal en dos —la Caturla y la Amadeo Roldán— hubo que cambiar la estructura del teatro y modificar columnas y vigas de hierro: “En el momento en que se cortaron se sintió que el teatro se estremecía. Imagínate, una estructura quemada más las vigas originales de la estructura cortadas, eso fue más que suficiente para que todo se empezara a derrumbar después. Además de lo que tú sabes: todas las casas de los alrededores se arreglaron con la reconstrucción del teatro. Con eso te lo digo todo”, prosigue Peña.
Versiones de la misma pieza por los mismos autores. O al menos de la misma escuela. Un solo de piano o piasolo o mejor sopiano que se estira hasta quedar solo una silla de escuela y un buró, elementos decorativos para quien pasa y mira desde Calzada el Amadeo.
¿Cuál será la reverberación —tercero de los factores del ingeniero Camacho— para el que hoy se sienta en esa silla a tocar el mejor sopiano posible? En 1999 regresó a la sala con 1,8 segundos. Sonaba muy bien aun cuando cambió respecto al diseño original. El escenario también fue otro. Su restructuración permitía la ejecución de orquestas sinfónicas pero imposibilitaba las puestas de ballet, tradicionales en el Auditorium. Estaba compuesto por varios niveles de concreto, rígidos, imposibles de modificar. Todo eso lo decidió el jefe de la inversión: Roberto Sánchez Lagarza, que había sido profesor de sonido y por lo tanto “emitió muchas opiniones, muchas de ellas indebidas, y por eso se hicieron tantos disparates”, concluye Peña.
Hubo otros despropósitos, como la cabina cerrada totalmente porque se quiso concebir como estudio de grabación. Lagarza decidió que no se iba a amplificar nunca nada, por lo que no previó un sistema de sonido, aunque Carlos Hevia (ingeniero de sonido del teatro en ese momento) había diseñado junto con la compañía canadiense Gamma Export y Commex un buen sistema para esa sala. Lagarza mandó a eliminar todas las tomas de corriente del escenario. Se encaprichó en que la sala de música sinfónica tenía que poseer un órgano, por lo que se adquirió uno de la RDA: tras caerse el campo socialista nunca llegó a Cuba. El inversor quiso hacer su teatro sin consultar con los demás. Los locales para el órgano, al menos, servirían como almacenes de luces y sonido.
El teatro pasó a ser sede de la Sinfónica Nacional y después también del Centro Nacional de Música de Concierto. Demasiada gente. Como local no estaba en condiciones de albergar tanto personal con diferentes intereses y funciones. Eso, junto a los fallos de la inversión, condujo al descalabro total.
Buscando la sala de conciertos ideal para el sonido de una orquesta sinfónica, se compró la microfonía más cara que había: “una consola analógica pero con amplificadores Rupert Neve, que costaban cualquier cantidad de dinero. Monitores Genelec, unas máquinas grabadoras Tascam DA88 para grabar a 24 pistas. Equipamiento que no había necesidad de comprar: un tocadiscos Technics y un Numark, mandado a fabricar, para reproducir discos que en aquel momento ya no existían”, declara Peña.
Pero no había equipamiento ni condiciones para hacer un simple trío de jazz, para amplificarlo. No había microfonía para eso. El ingeniero se encerraba en la cabina, no oía lo que estaba pasando afuera y el sistema de amplificación constaba de un simple cluster central monofónico. Si alguien llegaba con un bajo eléctrico no lo podía conectar porque no había cómo. Los tomacorrientes permanecían escondidos bajo tapas del propio escenario, y no por estética.
“La sala Caturla no estaba inicialmente en el proyecto. Fue construida después y tenía tiempo de reverberación de un segundo: ideal para el jazz. Se podía grabar un trío, un cuarteto de jazz y el sonido era único”. Peña comenta que ha estado en pocos lugares con una acústica tan buena para ese formato como la Caturla.
“Claro, ahí trabajar sí era complicado: una cabina de lado, bajar una escalera para escuchar lo que pasaba en la sala… A nadie se le ocurrió que el ingeniero debía oír lo que pasaba en la sala. Esas eran las condiciones. No obstante, los dos espacios eran muy buenos para lo que fueron concebidos: el de arriba para formato pequeño, de cámara, y el de abajo para música sinfónica, aunque se hicieron otras cosas y funcionó muy bien”.
Si algo permanece de ese “arriba” son los cristales, que reflejan el azul oscuro, el azul tornasol, el gris y un marrón apagado, opaco. Una paleta distópica que el sol se chupa a la una de la tarde. Los componentes del vidrio descompuestos, oxidados cada uno a su ritmo, perdida la capa que polariza, dibujados por la punta de un rayo.
“El Amadeo Roldán —continúa Peña— poseía una de las pocas salas en un país del tercer mundo con tres pianos Steinway: dos de gran cola y uno de media cola. Increíble. Dos de ellos nuevos, que se compraron cuando la inversión para la reinauguración, y el otro, que era el mejor, más antiguo, que estaba en el Teatro Nacional y se llevó para allá. Cuando el teatro volvió a cerrar cogieron toda la humedad de que fueron capaces. Ah, esa consola Amek Recall… Cuando el ingeniero de Michel Camilo entró a la cabina y la vio le dio un beso. Es que esto en pocos lugares se encuentra. En toda mi carrera, en todos los viajes que he hecho, solo la he tenido en el Amadeo Roldán y en un teatro de Italia. Los preamplificadores de esa Amek Recall sabrá Dios lo que cuesten y no se sabe a dónde fueron a parar. Pero antes de que fueran a parar a alguna parte, yo vi sacos de cemento puestos encima de la consola”.
Alfonso Peña dejó el Amadeo Roldán alrededor del año 2007. “Ya en ese momento todo estaba muy mal en el teatro, todo empezó a romperse. Empezó el relajito de que cada vez que había un espectáculo había que traer audio de fuera. En la cabina no funcionaba nada. Se habían robado la mitad de las cosas. El aire acondicionado no funcionaba, había un calor tremendo”.
Cuando Peña se fue, habían acabado de instalar un nuevo equipamiento para suplir un poco el que había. Aunque resultaba insignificante, se adquirió una grabadora HD24 en lugar de la A88 cuyas cabezas se habían deteriorado, una nueva consola de sonido para la sala Caturla porque la otra ya no servía, cables. “Lo dejé todo perfectamente instalado”, asegura. “En la cabina pusieron un split porque el aire acondicionado central no llegaba hasta allá arriba. Era 2010 y ya el teatro se estaba derrumbando. Por la escalera que subía hasta las cabinas técnicas veías los pedazos que se habían caído. Los baños tupidos, la mayoría no funcionaba. En la sala Caturla ni siquiera había baño, teniendo un bar [el Opus Bar] al lado. Un desastre, sencillamente un desastre”.
Esto último pudiera dar título a una obra que quién sabe si comenzó en 1977, en 1997 o en 2016. El elenco lo renuevan casi cada veinte años, pero la interpretación es la misma. La misma sombra larga sobre la restauración del Auditorium, sin muchas luces sobre las decisiones tomadas en el pasado, el presente y seguramente en el futuro. ¿Qué ensayan ahora en el teatro, quién responde por esto? ¿Alguna vez lo sabremos?
Mientras, del ventanal que hace escuadra con Calzada y D sale una lengua larga de madera y aluminio, seca de polvo y sol. Más que materiales, por ahí se deslizan cada noche Berlioz, Cervantes, Espadero, Schubert. Rematados y (re)condenados a permanecer cuando el tiempo se ha ido, se divierten cuanto pueden con los aburridos querubines del friso. Jussi Björling, Victoria de los Ángeles, Elisabeth Schwarzkopf, Giulietta Simionato, Zinka Milanov, Fedora Barbieri, Mario del Monaco, Leonard Warren, Renata Tebaldi, Ernesto Lecuona, Leo Brouwer, Chucho Valdés, Paquito de Rivera, Loipa Araújo, Fernando Alonso, Aurora Bosch, María Teresa García Montes de Giberga solo son parte del aire. Nombres sepultados, tapiados. Letra torpe que reverbera menos de tres segundos en la cabeza de los nostálgicos que pasan por la calle, en los que se sientan en el parque Villalón si el sol los deja, en algún vecino. Nombres y letras en la sinfonía sorda del pasado para quien no tiene oídos.
Sin oídos no hubiera sonido. Algo así creen los físicos. Y los nostálgicos saben que hubo un domingo a las cinco de la tarde y un jueves a las nueve de la noche y la alfombra, y el día de Santa Cecilia, y el balcón y la platea, y la palabra filarmónica con un ritmo distinto y dos o tres bailarinas clásicas liberadas al aire. Habrá cenizas de ese antes en alguna palabra. El ponche sigue servido, pero noventa y cinco años después, ¿a qué sabe?
* Este texto se realizó en colaboración con Magazine AM:PM.
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