Pasé mi infancia en La Habana de los 70, cuando todavía la ciudad refulgía escasos destellos de lo que una vez fue: una metrópoli moderna y pujante. Durante su vida republicana La Habana llegó a contener en ella la calidad y la fibra de una gran urbe; y la calidez y la proximidad humanas que muchas veces se echa en falta en las ciudades ultramodernas. De jovencita, caminar por mi barrio, El Vedado, me provocaba un goce especial. Era salir por el simple placer de andar. Pararme frente al mar y sentir en mi rostro el escozor del salitre. Perderme en sus recodos y dejarme llevar por sus calles, aceras y parques, que parecían guiar meticulosamente los pasos de los caminantes. ¿Cómo puede un simple paseo suscitar tanto bienestar y familiaridad?

Pero ya para entonces La Habana se había amurallado para emprender un viaje asíncrono hacia la negación de su esencia, de su historia y de sus tradiciones; que inevitablemente conduciría a la implosión de la que hoy somos testigos. Pasando los años y desde el otro lado del Atlántico, he visto envejecer a La Habana con la intensidad de una diva que ha vivido muy de prisa hasta morir prematuramente. A 503 años de su fundación, La Habana es una doncella desgastada, desfigurada, mutilada por el desdén y la corrupción de quienes la administran; y por la ignorancia y la impasibilidad de quienes la habitan.

Hoy hablo con pesar de La Habana en pretérito irrecuperable. Aquellos lugares tan entrañables para mí, que eran parte inseparable de mi realidad, como el Parque Deportivo José Martí, han dejado de ser, para convertirse en sombra de lo que fueron. Los habaneros consumen su existencia entre colas y escombros; circundados por sombras de hormigón, que no les protegen ni de la lluvia, ni del viento, ni del sol, sino que se alzan como monumentos a la inacción, a la irracionalidad y al desafecto hacia ellos mismos.

La Habana se deshace, se va desvaneciendo como un castillo de arena expuesto a un vendaval. Harta de la indiferencia y agotada de sí misma, se desprende de sus edificios, de sus avenidas; y también de sus habitantes, que cada vez más huyen despavoridamente de ella, como polizones en un navío que pronto tocará fondo.

Para entonces solo quedarán sombras de hormigón, erectas, como vestigios de una hermosa ciudad que se ha perdido.

Parque Deportivo José Martí, Vedado. Fue construido en 1940, durante el mandato de Fulgencio Batista, y luego remodelado y completado en el año 1960 por el arquitecto Octavio Buigas (Foto: Damaris Betancourt).

Microbrigada en el municipio Playa (Foto: Damaris Betancourt).

Restos de una casa en la calle 1ra. en Miramar (Foto: Damaris Betancourt).

Cancha de squash al aire libre en Miramar (Foto: Damaris Betancourt).

Playa de los rusos en Alamar (Foto: Damaris Betancourt).

Cancha de squash al aire libre en Miramar (Foto: Damaris Betancourt).

Piscina gigante de Alamar (Foto: Damaris Betancourt).

Parque Deportivo José Martí en El Vedado (Foto: Damaris Betancourt).

Tanque de clavados del Parque José Martí en El Vedado. Actualmente del trampolín solo quedan escombros (Foto: Damaris Betancourt).

Estadio Panamericano en Habana del Este, construido en 1991 (Foto: Damaris Betancourt).

Instalaciones de la Escuela de Natación Marcelo Salado (Foto: Damaris Betancourt).

A un costado de la Playita 16 en Miramar (Foto: Damaris Betancourt).

Sobre el autor

Damaris Betancourt

La Habana (1970). Fotógrafa cubano-suiza de formación autodidacta. Luego de dos años de educación superior en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, decidió dedicarse a la fotografía, profesión que mantiene hasta hoy. En 1993 se asienta en Zúrich, donde continúa su formación visual mediante la colaboración en proyectos cinematográficos y periodísticos, la mayoría de ellos relacionados con Cuba. Sus trabajos se publican en diversos medios de comunicación suizos desde hace más de veinte años. Cerca de una decena de exposiciones y cuatro libros tiene en su haber profesional: ‘Diez días en Mazorra’ (Rialta, 2021) es el más reciente.

Deje un comentario