Amalia tenía 14 años cuando conoció a Albertico. Su hermana mayor tenía un romance con el primo de él y le pedía todos los días que la acompañara a encontrarse con los muchachos.

Comenzaron su noviazgo presionados por la hermana y por el primo, que rompieron el suyo un par de meses después.

Los padres de Amalia estudiaban Periodismo en La Habana cuando se enamoraron y pasó lo que pasó. Apareció la primera hija, fuera del matrimonio. Para evitar el qué dirán fueron enviados a vivir a New York. Amalia nació tiempo después, el 14 de febrero de 1954, en Brooklyn. Hija de una familia acomodada muy pendiente de la sociedad y sus juicios. Fue la segunda de cinco hermanos.

Un día la familia vino a Cuba. Los padres y los primeros cuatro hijos. Amalia desconoce el motivo del viaje. Era el año 58. Tampoco sabe por qué, un año después, sus padres regresaron a Estados Unidos sin ellos, que quedaron prácticamente abandonados en la Isla.

“A los hermanos nos separaron, un varón fue con los abuelos paternos y el resto con los maternos. Se fueron y punto”, dice. Acababa de triunfar en Cuba la Revolución.

El abuelo paterno de Amalia cayó preso por motivos políticos. La familia decidió entonces reunir a todos en una misma casa en el campo. Fue la última vez que vivió con sus hermanos.

Volvió a saber de sus padres por allá por 1965. Su padrino había emigrado de Cuba hacia Estados Unidos y a petición de la abuela buscó a la madre. La encontró. “Ahí supimos que teníamos otro hermano y que ellos se habían divorciado”.

Retomaron la comunicación. Cada vez que hablaban la madre se quejaba. “Siempre era oír los trabajos que ella pasaba. Que estaba enferma. Que mi papá le metió la querida en la casa, y cosas así”, recuerda Amalia.

La abuela enfermó. Víctima de la nacionalización de bienes y un proceso legal de herencia. Viuda. “Ella pidió ayuda al Ministerio del Interior pues no teníamos ni para comer. Nos becaron. Éramos los americanitos patriotas que no se quisieron ir para el imperio brutal”.

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Albertico tenía ocho o nueve años más que Amalia. Fue un noviazgo trágico. Ella era una persona muy insegura. Tenía miedo a la vida.

“Que si miras para la persona que está parada en la esquina. Que si hablaste con este. Si le pediste una goma a un varón estabas puteando. Si cruzaste la pierna delante de uno era para llamar la atención… Todos los días tenía que pelear por algo. Él controlaba mi vida”, dice.

La abuela de Amalia falleció en el año 70. No había ningún adulto responsable cerca. Para esa fecha ya estaba en primer año de la universidad. Por méritos académicos la habían adelantado un año. Él estudiaba Química y ella Bioquímica.

“Salí embarazada y me hice un aborto. Los padres de él fueron los que presionaron para que nos casáramos. Un poco para protegerme a mí. En aquellos tiempos la virginidad era algo muy sagrado. Nos casamos después de tres años de relación. Yo tenía 17”.

La boda fue sencilla. Palacio de los matrimonios de Prado. Un vestido blanco, corto; un velo, el pelo recogido en un moño de bucles. Luego, una luna de miel en el hotel Riviera.

“Me sentí feliz. Pensaba que todo podría ser distinto. Me quitaba el estigma de que había perdido la virginidad y toda esa mierda”.

Después del matrimonio las cosas se pusieron más feas. Amalia podía seguir estudiando; Albertico no, porque había repetido el año dos veces. En ese momento empezó su agresividad física contra ella.

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Según un informe de la Unicef, por matrimonio infantil se entiende toda unión formal o informal entre un(a) menor de 18 años y un adulto u otro(a) niño(a), siendo las niñas las más afectadas. Si bien la frecuencia con la que se realiza el acto nupcial se ha reducido en todo el mundo, actualmente una de cada cinco niñas es forzada a esta práctica. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas abogan por medidas globales destinadas a poner fin a esta violación de los derechos humanos de aquí a 2030.

“Si no se intensifican las iniciativas para lograrlo, más de 120 millones de niñas se habrán casado en 2030 antes de cumplir los 18 años”, indica el reporte.

Resulta alarmante que América Latina y el Caribe sea la única región del mundo donde los matrimonios infantiles no han disminuido en los últimos 25 años, y que ocupe el segundo lugar en número de embarazos adolescentes.

El último Anuario Demográfico de Cuba, publicado por la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (Onei) en 2020, revela que durante 2019 se realizaron 918 matrimonios de muchachas adolescentes menores de 18 años con parejas mucho mayores que ellas, incluidos 11 casos en que el hombre tenía más de 50 años.

De ese total, 34 matrimonios involucran a chicas de 14 años, 125 a chicas de 15, 305 a chicas de 16 y 454 a chicas de 17. La incidencia es mucho menor en los varones, con 106 matrimonios reportados donde intervienen chicos entre 15 y 17 años.

El matrimonio de Amalia y Albertico estuvo amparado por el derecho familiar, que en aquel momento estaba concebido como uno de los libros del Código Civil español. Tuvo efecto desde 1889 hasta 1975, cuando se aprobara el primer Código de Familia en Cuba, debido a que la Constitución de 1940 no hizo modificaciones referentes a este tema.

En la actualidad, el Código de Familia, en vigor desde el 8 de marzo de 1975, constituye el cuerpo legal que regula todas las instituciones relativas a la familia: el matrimonio, el divorcio, las relaciones paterno-filiales, la obligación de dar alimentos, la adopción y la tutela. En la versión vigente se aprueba el matrimonio infantil a partir de los 14 años en las niñas y de los 16 en los niños.

Luego de la aprobación de la Constitución de 2019, el parlamento cubano tenía la obligación de actualizar la norma jurídica que rige las composiciones filiales. Esa acción legal se encuentra hoy en proceso de debate público.

La nueva propuesta del Código de las Familias, si es aprobada, eliminará la excepción que permitía el casamiento de menores con autorización de sus tutores legales o instancias jurídicas.

Después de meses de debates en las redes sociales y consultas populares entre activistas, feministas y la sociedad civil enfocados en la igualdad de género y protección de la infancia, se logró que la última versión —vigesimocuarta— del nuevo proyecto estableciera que la capacidad de las personas para formalizar el matrimonio se alcanza a los 18 años.

Recientemente, el Consejo Electoral Nacional (CEN) reveló que hasta el pasado 10 de marzo se celebraron 41 568 reuniones de consulta popular ―el 52% de las 79 193 planificadas―, con una participación del 74.87% de los electores. De los debates se contabilizaron 195 262 intervenciones y 210 786 propuestas, de ellas 210 142 han sido procesadas.

Yo Sí Te Creo en Cuba, una plataforma organizada en la Isla con el objetivo de apoyar a mujeres afectadas por la violencia de género, lanzó en 2020 la campaña “Fin al matrimonio infantil”. Esta consiste en una serie de acciones en las redes sociales para visibilizar el impacto negativo que tienen estas uniones en la desigualdad de género, que incluyó, en aquella fecha, incidir en la modificación del Código de Familia para eliminar este flagelo.

Para la plataforma, los cambios legislativos que propone el nuevo proyecto de Código de las Familias son beneficiosos, pero aún insuficientes:

“Una de las principales causas del matrimonio infantil es la desactualización de las leyes cubanas y de la sociedad en general. En materia de igualdad de género, se cuenta con estudios e investigaciones desde hace más de treinta años, pero con poco correlato en cambios reales. A esto se suma la enorme censura sobre estos problemas. El matrimonio infantil y las uniones tempranas en general provocan desventajas para los menores, sobre todo para las niñas”, explica Yo Sí Te Creo En Cuba a Periodismo de Barrio.

“Las leyes son parte del coctel de medidas para erradicar problemas como este que llevan un proceso de cambio en los imaginarios de las personas. Hace falta educación, debate público, seguimiento desde la sociedad civil y las instituciones, sistemas de protección sensibles al género”.

Cualquier tipo de unión infantil despoja a las niñas de su infancia, y pone su vida y su salud en peligro. Las niñas que contraen matrimonio antes de cumplir los 18 años corren un mayor riesgo de sufrir violencia doméstica y tienen menores probabilidades de seguir asistiendo a la escuela. Sus expectativas económicas y de salud son peores que las de las niñas que no se casan, lo que a la larga se transmite a la posible descendencia y socava aún más la capacidad de un país para proporcionar servicios de salud y educativos de calidad.

Historias como la de Amalia se repiten una y otra vez. Sucedían en 1970 y luego de la aplicación del Código de Familia de 1975. Ocurren ahora.

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Amalia combinaba las tareas de la escuela con las domésticas. Tenía que hacerlo todo. Cuando volvía de la universidad se encontraba con bultos de ropa sucia tirados por doquier. Albertico exigía que hubiera comida caliente todos los días. Si ella hacía el almuerzo temprano porque tenía que ir a la facultad, al regresar podía encontrarse cualquier sorpresa.

“Imagínate un plato de espaguetis esparcido arriba de la cama. ¡Cuánto cuesta limpiar eso después! Así y todo llegué hasta el primer semestre de segundo año. Cuando fui a pedir la baja —obligada por él— la rectora me preguntó: ¿tú no tienes padres que te orienten o te aconsejen?”.

Amalia tenía 18 años. Hizo silencio.

Dejó los estudios. Las cuatro paredes de la casa se convirtieron en todo su mundo. No podía hablar con nadie. Tenía que pedir permiso para todo. Hasta para ir a la bodega.

“Los días que él llegaba con su rabia, lo mismo me tiraba por la cabeza un jarro de café que cualquier otra cosa. Sus padres estaban al tanto de todo. No hicieron nada”, recuerda.

Un día, Amalia no aguató más. Lo confrontó.

—Las cosas así no pueden seguir —le dijo.

Él se reía.

—Mira. Habla con tu tía para que te des cuenta de la estupidez que vas a hacer. Si te divorcias vas a caer como las putas —le soltó.

Amalia fue a casa de su tía. La vergüenza no la dejaba respirar. Pero los dolores de los golpes eran más fuertes.

—De aquí tú no sales —le dijo la tía―. Te quedas. No lo ves más. Después, que sea lo que Dios quiera.

“Ahí viví ocho años”, rememora Amalia.

Durante ese tiempo recuperó su carrera en la universidad. Él lo sabía. La empezó a acosar. La seguía a todos lados. Se presentaba donde menos ella lo imaginaba.

“Cuando tenía exámenes salía a las ocho de la noche de la escuela. Mi tío iba a recogerme porque él se me aparecía. Yo le tenía terror”.

Albertico decidió un día ir a la casa.

—Se acabó —le dijo el tío.

Puso a Amalia delante de Albertico.

—¿Tú vas a seguir con él?

—No —le contestó ella.

—Bueno, pues se divorcian.

Albertico no puso objeciones para firmar los papeles, y se divorciaron.

Mientras Amalia vivió en El Diezmero controlada por ese hombre nunca se arregló las uñas. Nunca se maquilló. Vestía a media pierna. Nunca hizo un gesto que llamara la atención.

“A mí me gusta mucho tejer. Aprendí porque tenía que hacer un largo recorrido para ir a la escuela. Casi una hora en guagua. Si miraba para la parada, en el acto me tocaba porque yo estaba observando a alguien. Si miraba para el techo, me pellizcaba. Decía que a quién yo estaba vacilando que me estaba haciendo la disimulada. Entonces empecé a tejer. Me llevaba para el camino mis agujitas y mi tejido. Teje, teje y teje. Así no miraba a nadie. No tenía broncas. No me daban golpes”.

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En un informe realizado en 2019 por la Federación de Mujeres Cubanas y la Unión Nacional de Juristas de Cuba, titulado “Diagnóstico sobre incidencia de legislaciones y políticas en el acceso de adolescentes y jóvenes a servicios de salud sexual y reproductiva en Cuba”, se considera al matrimonio infantil como uno de los peores rezagos en materia de género a nivel legislativo, porque se asienta en concepciones estereotipadas que discriminan a las mujeres.

El reporte reconoce esta práctica como “muy perjudicial para la salud física de las niñas y psíquicamente para ambos sexos”, teniendo en cuenta que “en esas edades se afianza el desarrollo de la personalidad y sus capacidades físicas e intelectuales”.

“Este tipo de uniones afecta a las niñas y niños que no están aptos para formar una familia. Se encuentran en etapa de formación y no han alcanzado la madurez y responsabilidad para ocuparse de los asuntos propios ni, mucho menos, para hacerse cargo del mantenimiento de núcleo y hogar propios. En varios casos ni siquiera cuentan con edad laboral para tener una independencia económica”, explica.

Según estadísticas del Ministerio de Educación citadas en el diagnóstico, el matrimonio de menores deviene causa de deserción escolar y afecta la continuidad de estudios de los infantes.

Es común que aquellos que se celebran por presión de la familia sean de breve duración y terminen en divorcio. Al tener el matrimonio efecto emancipatorio, las y los adolescentes pierden la protección legal de sus progenitores, colocándose en una situación de vulnerabilidad y riesgos.

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Amalia se maquilló por primera vez cuando cumplió los 34 años. Tuvo cuatro matrimonios en total. Todos con hombres mayores que ella. Dos hijos. Una vida marcada por la violencia buscando un tipo de amor que nunca llegó.

Regresó a Estados Unidos en el año 97. Ahí “conoció” a su madre, que le dijo que Fidel Castro le había quitado a sus hijos.

“Aquí vi que la vida era muy diferente. No estábamos viviendo bien [en Cuba]. Como soy ciudadana estadounidense puse una reclamación para mis hijos, pero su padre nunca aprobó la salida. Regresé a Cuba. Tuvimos que esperar hasta que fueran mayores de edad”, explica.

“Mi cuarto matrimonio —el actual— fue con un hombre bueno. Trabajador. Limpio. Sin vicios. Acepta a mis hijos. Eso sí, bien celoso. Es un hombre que ha dicho que nunca se hubiera casado con una médico. No permitiría que su mujer durmiera fuera de su casa. Él tiene envidia de mí. Yo soy buena. Tengo logros. Él es más ‛achantao’. Cuando me ensalzan se pone tenso. Le molesta que hable con hombres. No le gusta que vaya a almorzar con mis colegas”.

Para Amalia, casarse joven fue una locura. Ahora entiende que para eso siempre hay tiempo. Influyeron muchas cosas: una, la forma en que vivía; dos, la falta de una familia. Tres, la sociedad, que era muy prejuiciosa y juzgaba. “Todo el mundo metido en la vida de los otros”.

“Casarme [siendo menor de edad] no fue una buena idea. Tampoco fue una decisión tomada por mí. Yo no sabía lo que era estar enamorada ni lo que convenía o no. Me arrepiento. Fue una experiencia desagradable. Hay mucho que disfrutar de la vida. Aunque se pase trabajo y no estés viviendo en el mejor país del mundo, hay cosas que puedes contemplar, que puedes hacer.

Amalia cortó todas las fotos con Albertico a la mitad. Le prendió fuego a su cara en una ceremonia pagana junto con el certificado de matrimonio. No recuerda quién firmó la aprobación para que se casara con 17 años.

“Yo vine —definitivamente— para Estados Unidos en diciembre de 2017. A mí los diciembres me han marcado la vida. Me casé las dos primeras veces en diciembre. La cuarta también. Yo lloro todos los diciembres. En el primero que lo hice derramé cinco litros de lágrimas”.

 

*A petición de la entrevistada, los nombres han sido cambiados.

Sobre el autor

Ernesto J. Gómez Figueredo

Graduado de Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Habana (2015). Especialista en política internacional y conflictos de África Norte y Medio Oriente del Periódico Granma (2015-2018). Cursó el Taller de técnicas narrativas de Periodiamo Literario, Casa de las Américas, Profesores: Paco Ignacio Tabio II y Federico Mastrogiovanni (2018). Asistente de investigación y curaduría del Estudio Figueroa-Vives (2019). Especialista en curaduría y Relaciones Públicas de Colón Cultural. Colaborador en diversos medios de prensa.

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