La Habana se derrumba y su agonía es lenta y silenciosa. No hay focos, no hay víctimas, no hay gritos, sino una larga espera.
San Cristóbal de La Habana, como el conquistador Diego Velázquez de Cuéllar le dio por nombre en 1519, alcanzó un esplendor arquitectónico y urbanístico sin igual durante los escasos 56 años de la República. Hoy se desintegra en una absurda espera con la misma cadencia e intensidad que sus habitantes.
La ciudad no es solo el escenario donde básicamente transcurre nuestra existencia, sino también el lugar donde conformamos nuestro espectro de perspectivas, nuestra orientación espacial, nuestra relación con el exterior y nuestra apreciación estética. La ciudad es causa y consecuencia del devenir de sus habitantes.
Las últimas seis décadas de existencia de La Habana no deben percibirse en TIEMPO, sino en ESPERA. La Habana se ha quedado atascada en la apatía, la conformidad, el olvido, el detrimento y el desprecio.
Nací y crecí en La Habana. Mi vínculo emocional con mi ciudad natal ha resistido los estragos de la distancia: he pasado más de la mitad de mi vida fuera de Cuba. En los últimos años he trabajado en una serie fotográfica dedicada a ella, donde lejos de difundir una idea frívola de la destrucción, pretendo dar testimonio de La Habana del siglo XXI.