Toqué la puerta y esperé muy poco…, yo ya sabía. Abrí y, aún desde la entrada, la llamé una sola vez. Empecé por el que sé que es su cuarto y, tengo que admitirlo, sentí miedo el instante que demoró la luz en encender. Es así, uno ha visto muchas películas de sábado. No estaba. En la cocina un plato de comida tenía un velo de moho. “Eso no es de un día para otro”, fue lo primero que pensé.

Intenté mirar sus zapatos y su ropa para reconocer qué traería puesto. Revisé las gavetas, el baño, un cuarto que ella no usa; las ventanas, los cabos de cigarros en el cenicero, la bolsa de pan sobre la meseta, el nivel de aceite de cocina, cuán marchito estaba el ramo de especias que había en un vasito con agua.

No sabía muy bien qué estaba buscando; reunir pistas es un trabajo de más tiempo, definitivamente. Yo no lo tenía, en el fondo de mi pensamiento hoy sé que solo me cercioré de que no hubiera un solo pedazo de ella ahí. Sé que suena excesivo, pero fue lo único que pensé. Quizás para mí, un crimen pasional hubiera tenido más sentido.

Salí y pregunté a su vecino si la había visto. “Hoy no”, “¿Y ayer?”, “Tampoco”. Llamé de nuevo a su celular y seguía apagado…, yo ya sabía. Recuerdo que cruzando el Parque Central su madre empezó a llamarme. No contesté.

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Foto: Lourdes Mederos

“Me voy pa la calle, asere. No puedo quedarme en mi casa viendo eso”. Fue lo último que quedó escrito en nuestro chat de WhatsApp el domingo 11 de julio. Eran exactamente las 2:07 p.m., media hora después ya no tendría servicio de Internet durante los siguientes cinco días.

Diana y yo nos conocemos hace menos de un año, diez meses para ser exacta. Pero en diez meses hemos hecho de todo: vivimos juntas; nos fuimos de fiesta; despertamos un negocio –más bien un sueño– que yo tenía dormido; nos fajamos con los vecinos a muerte por la otra; nos tatuamos; caminamos por San Isidro; nos besamos; pasamos hambre; cambiamos ropa y nos contamos cosas que quizás a otros no les decimos.

En diez meses ella ha sido la primera persona a la que le he mandado buenos días cada vez que me despierto, y en todo ese tiempo ella jamás había tenido su teléfono apagado. Por eso era que yo sabía, y fue por eso que me fui por todas las estaciones de Habana Vieja repitiendo su nombre.

Siempre he dicho que no es fácil ser inmigrante en Cuba. Lo pienso desde que llegué sola a la capital, hace ocho años. Pero a emigrar se le pueden sumar otras condiciones para complejizar el asunto: ser mujer; joven; vivir sola y de un trabajo mal pagado; que tu familia esté a 500 kilómetros de ti; que la COVID-19 haya incomunicado las provincias; que tengas una condición de salud –o peor, que tus padres la tengan–; pensar diferente…

A nuestros 27 años, Diana y yo compartimos casi todo eso. Yo entiendo por qué se fue para el Capitolio, yo no le reprocho nada de eso, quizás me reprocho a mí misma la demora en llamarla. Definitivamente me reprocho haber amanecido al día siguiente, por primera vez, sin darle los buenos días.

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Después de tres estaciones finalmente me dijeron donde estaba. “Detenida por manifestarse, que es un delito –me dijo el oficial–, puedes decirle a su familia que no se preocupe”. Me recuerdo bajando las escaleras de la Policía pensando en la idiotez de decirle a su madre: “No te preocupes, está presa, pero está bien”. Pero qué puedes esperar cuando lo único que hay en un país es la televisión nacional diciendo que no pasa nada. Esta vez, cuando me llamó su madre sí contesté: “Está en Calabazar, me dicen que puedo ir a llevarle aseo; voy a buscarlo todo para salir para allá”.

El Vivac, el centro donde está detenida, está lejísimo. Voy con mi otra amiga de batallas (también inmigrante…, las piedras rodando se encuentran) tras su paradero. No pasé de la garita, no dejan ver a nadie por la COVID-19, dicen. El oficial me informa que está siendo investigada por “Desorden público”, que solo puedo esperar a que esa investigación termine para saber qué es lo que va a pasar con ella.

Diana realmente es pacífica, decidió hace un tiempo ser vegana porque tiene una causa personal con los animales, hace yoga y todo; y últimamente estaba practicando el noble ejercicio de “no coger lucha con las cosas en Cuba”. Me cuesta tanto creer que una acusación de desorden público pueda pesar sobre ella. No hemos hablado para que me cuente el momento en que la detuvieron. No sé, además, toda la verdad de los sucesos del Capitolio porque no tenemos Internet. Pero sinceramente, me da lo mismo: yo sé que a ella nadie le paga un centavo ni le manda a decir nada, y sé también que no está “confundida”. Ella es así, dice lo que piensa y salió a defenderlo como tantos otros. Eso no puede ser un delito.

Ahora mismo, cuando termine de escribir este texto, voy a llenar un recurso de habeas corpus en su nombre. Pienso entregarlo si ella no vuelve mañana. Yo no sé nada de leyes, el abogado me habla de “tiempos procesuales, detenciones ilegales y documentos oficiales”, pero yo de lo que mejor entiendo es de hacer periodismo. No lo voy a negar, pensar que esto que escribo sea de alguna oscura manera mi condena, la “pérdida de mi comodidad”, me provoca miedo. Pero Diana llamó ahorita y dice que lleva cuatro noches sin dormir. Entonces pienso en lo que vale más, si la amistad o el trabajo, y se me quita.

Sobre el autor

Lourdes Mederos

(Camagüey, 1993) editora y periodista. Egresada de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana en 2016. Ha trabajado en proyectos editoriales como la revista La Tinta.

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