El enjambre de mosquitos se irá yendo con el amanecer. Daniel Marrero no puede esperar tanto: a las diez de la mañana el sol le molesta para dar serrote, extraer y mover cantos. Por eso ahora, a las cuatro de la madrugada, prende fuego a hueveras de cartón y lo aviva con un trapo. Los mosquitos deben huir del humo.
Daniel lleva pantalón y mangas largas para protegerse de las picaduras, pero tiene la cara y las manos descubiertas. El enjambre se posa donde sea que haya piel y lo “asesina”. Mosquitos tan bravos que no se espantan, aunque se mueva bruscamente, ni con el humo del cigarro. Están enfurecidos por la lluvia de anoche.
Mientras fuma, Daniel busca con una linterna las herramientas que deja escondidas bajo los escombros cada tarde: mandarria, barreta, pico, pala, flejes, coa, cuñas, vitola, tubos de hierro, una llanta y una goma de carro. Bebe un poco de café que trae en un pomo y comienza a sacar canto. A esto se dedica todos los días, desde hace 22 años. “Es donde único se puede hacer algo para poder vivir en este pueblo”.
Estos yacimientos de roca caliza tienen más de un siglo de explotación y se encuentran a las afueras de San Antonio de Cabezas, un pueblo de 5 000 habitantes en la provincia Matanzas donde, además del canto, la otra oportunidad de oficio para los hombres es la agricultura.
Se llega a las canteras por un trillo angosto, abierto entre árboles y monte, por donde solo pasan guajiros a caballo, camiones y tractores. Se escucha a todas horas el eco de los serrotes cortando.
Daniel, de 45 años, corpulento, con piel curtida y pliegues en la cara, dejó la escuela con 14. En 1998 empezó este trabajo con su hermano, que ya llevaba años de faena y le enseñó a serrar (trozar la roca, convertirla en chapas). Daniel aprendió el trabajo y fue buscando sus propias herramientas. Compró un serrote. Luego ensambló un disco para amolar a un motor de centrífuga y le cambió la dentadura de cortar madera por la de canto. En los basureros buscó pedazos de tubos. Veló a los que dejaban el trabajo y pagó por coa, barreta y mandarria. En 2006, se secó la cantera que explotaba con su hermano. Según explica, ya para esa fecha solo sacaban un canto repleto de tierra al que llaman “colorado”, que no se emplea para la construcción. Compraron otra por 900 pesos y la trabajaron durante cinco años, hasta que no hubo de dónde sacar.
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Desde hace tres años, Daniel trabaja en un hueco de seis metros de profundidad y estructura escalonada, similar a las gradas de un estadio. Unas escaleras de madera rústicas unen un banco con el otro. Hay pilas de cantos meticulosamente organizadas con números inscritos. Abrir esto le tomó todas las tardes de siete meses. Mientras, aprovechaba las mañanas como ayudante de Ángel, su padrastro, que ahora tiene su hueco frente al de Daniel.
―La piedra del primer banco es muy sólida. Te revientas con el serrote porque casi no entra. Y al final hay que botarlos, porque tampoco sirven para construir.
A las cuatro y media de la madrugada está en uno de esos bancos a los que llaman frente. Con la vitola, marca una piedra grande para separarla de la pared. Encima del serrote coloca una manguera conectada a un pomo que suelta un hilo de agua. Después de varios cortes el agua se encarga de sacar el recebo. Él sigue moviendo el serrote, que baja derecho.
Cuenta que esta técnica es más o menos nueva. La trajo al pueblo un hombre del oriente de Cuba en el año 2000. Antiguamente se hacía a pico y coa. Una roca como esta le tomaba un día entero. Además de la fuerza que implicaba pues antes de cada golpe había que levantar la coa, que pesa 20 libras.
Dos horas tarda en llegar el serrote más abajo de la mitad del bolo. Luego, traza una zanja en la orilla de piedra y le coloca los flejes y las cuñas. Mete llantas y tubos entre la pared y la piedra. La inclina hacia adelante con la coa hasta hacerla estallar. Caen las piezas. Para sacar un bolo se emplean dos tanques de agua de tamaño mediano. Si hoy la lluvia no se hubiese estancado en el piso de la cantera, Daniel habría tenido que cargar el agua desde su casa, como casi siempre. Por eso le agregó a la bicicleta una parrilla y un cajón donde a diario viajan tres recipientes.
―Los otros huecos que he tenido no drenaban. En época de lluvia, el agua alcanzaba los dos metros. Yo pasaba mes y pico sin trabajar. Pero este lo tengo preparado. Fíjate que las paredes están manchadas de moho porque solo se acumula en la parte baja.
Entre cada acción, descansa unos minutos. Toma café y se fuma otro cigarro. El sudor le corre por la cara y le empapa la camisa.
―¿Cómo se consigue una cantera?
―Primero hay que explorar el terreno. A pico y pala se abre la capa vegetal hasta bajar dos metros. El canto bueno está de ahí para abajo. Tiene posibilidades si sale duro y blanco.
Lo siguiente es hacer un calado en la tierra. Lo más difícil que tiene la cantera, según dice, pues lleva un corte profundo con la barreta. Después, mediante la técnica del agua y el serrote, tres cortes más hasta lograr un cuadrado. Se coloca un alambre de púas en forma de ocho y entre cuatro hombres y la barreta, se alza la piedra en peso. En una ocasión, uno de los muchachos que levantaba la piedra se resbaló. Mientras caía, soltó la barreta, que se encajó en el muslo derecho de Daniel. El muchacho no tuvo mayores consecuencias, pero a Daniel le dieron ocho puntos de sutura y estuvo una semana ingresado por la infección que contrajo. Ahora exhibe la cicatriz en forma de ele como una herida de lucha.
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De aquí se extraen dos tipos de chapas: grandes (30 pulgadas de largo, 15’’ de ancho y 4’’ de grosor) y pequeñas (18’’; 11’’ y 3.5’’). Son medidas generales fijadas en las vitolas de los canteros. Daniel tiene la meta personal de extraer 15 o 20 chapas grandes diarias si el bolo está en óptimas condiciones: ni muy duro, ni muy suave y sin tierra.
―Antier tuve que botar cinco chapas porque estaban blanditas. Y no puedo echar un día para sacar tres chapas porque esa cuenta no da para vivir.
Mucha gente consigue un trabajo transitorio en este sitio. Se puede ser ayudante de un cantero, cerrador, botar escombros…, aunque en la plantilla oficial del pueblo solo haya 20 hombres registrados. Actualmente, la Empresa Provincial de Materiales de la Construcción (EPMC), con sede en el municipio de Limonar, administra este yacimiento. Exige una norma de 350 chapas pequeñas al mes por un costo de 3.50 pesos cada una, al que hay que restarle un porciento por impuestos. Si se entrega un número inferior a ese, el costo de cada chapa disminuye.
―La chiquita es trabajosa. Hay que cortar más y en la mayoría de los lugares el canto es durísimo. Entonces, es casi obligatorio sacarlas grandes. Yo cumplo la norma porque tengo espacio, pero hay gente que no tiene y lo único que tratan es de buscarse unos pesos diarios.
Sin embargo, el Estado no recoge chapas grandes. Daniel asegura que muchos han planteado la elaboración de su ficha de costo, pero por algún motivo que desconoce, nunca se ha aprobado.
La Empresa puede despedir al cantero por incumplimiento. Pero no suministra herramientas de trabajo. La primera y última vez que la EMPC le vendió un serrote a Daniel fue en mayo de 2019.
―Cada vez que este instrumento pierde el filo hay que amolarlo. Eso le va quitando vida. Si no tiene un cuerpo ancho, demora más para trozar.
En el mercado informal, la chapa grande cuesta 12 pesos y 5 la chiquita, que rara vez se vende. Los albañiles del pueblo trabajan con las grandes. A simple vista, parece que todo el paisaje urbano de Cabezas está edificado con canto. En Bermejas, a seis kilómetros, lo hacen con las dos; en Nueva Paz, a 10 kilómetros, gusta más la chica porque es liviana. Para los canteros, la comercialización depende de la estabilidad del resto de materiales de construcción.
A media mañana, cuando el sol empieza a castigar, un tractor con tráiler parquea a la entrada de la cantera. Viene desde Los Palos, un pueblo a ocho kilómetros de Cabezas. Le habían encargado a Daniel 150 chapas grandes un mes atrás.
Desde el último banco, un muchacho va acercándolas al vehículo. Sube una por una al hombro y otro muchacho la alcanza y la monta. Daniel supervisa la operación, que dura una hora y media.
―Yo dependo del cargue. Si hoy no se llevan esto, a los tres días tengo que parar porque no tengo espacio.
Hubo un tiempo en que los canteros podían vender chapas a los particulares dándole un 10 % de las chapas que vendiera a la EMPC. El administrador de la cantera era el encargado de recogerlas y emitir un autorizo para trasladar la carga a cualquier lugar.
―Ahora la Empresa no te prohíbe que vendas por tu cuenta, pero tampoco lo autoriza. Yo no estoy tranquilo hasta que la carga llega a su destino, aunque no sea mi responsabilidad.
Antes de irse, a mediodía, Daniel hace fotos del lugar, de los muchachos. Cuando llegue a su casa, se dará un baño y tratará de descansar, aunque sus dos hijos pequeños son intranquilos y siempre le piden que les enseñe lo que hizo y que los lleve a jugar.
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En marzo de 2020, Daniel contrató a varios hombres que sacaron escombros de su cantera y nivelaron el camino. También le hicieron zanjas en las orillas para que el agua corriera hasta un hueco abandonado. Pero la zona se ha convertido en el vertedero del pueblo y cada vez es mayor la basura que se acumula. El agua se estanca o arrastra podredumbre hacia las canteras.
Cuando caen las sombras de la tarde aún el camino está enlodado. Daniel regresa ahora con Leosvany, su hijo mayor, de 17 años. Se atascan en el fango. Uno carga dos serrotes a cuestas y el otro empuja la bicicleta. Leosvany trabaja sin zapatos y sin camisa. Estudia en el politécnico por las mañanas y en las tardes ayuda a su padre. Mientras trabajan casi no se hablan. Han creado tal mecanismo que ni siquiera necesitan pedir ayuda, cada uno sabe cuándo auxiliar al otro. Leosvany toma varios descansos que justifica con que la piedra es dura y le cansa el brazo.
―Yo le digo a él que estudie ―dice Daniel con un cigarro en la boca―. Le toca sacar cantos la vida entera si no lo hace y él no da para esto.
A principios de 2019, Daniel estuvo un mes sacando bolos repletos de tierra. Con pico y pala trató de limpiar la zona, pero veía que era una faena sin fin. Conoció a un hombre que manejaba una excavadora estatal en un poblado vecino. Le compró 20 litros de petróleo, le pagó 250 pesos y en dos horas la máquina quitó casi el triple de lo que él había podido en el mes.
Por si fuera poco, hace pocas semanas se topó con una cueva en el último banco. No imagina qué profundidad tenga. Aunque sí está seguro de que él solo no podrá limpiarla y de que dejarla significaría perder 50 metros de terreno, por lo menos.
―Aquí en el pueblo hay un hombre que tiene un buldócer particular, pero no viene a la cantera porque tuvo problemas con la Empresa. Si estuviera disponible, uno se economiza con tal de que desbarate la cueva.
Iván Blanco Rodríguez, administrador de las canteras de Cabezas, señaló en una entrevista a Radio Unión que el primer reclamo de los trabajadores es la necesidad de un buldócer para limpiar y ampliar el área de producción. “Donde hay canteras, si no hay equipamiento tecnológico, no hay avance, no hay futuro”, dijo.
Una investigación publicada en 2004 por la revista Minería y Geología registró que, de las 377 canteras de materiales para la construcción que hay en Matanzas, 250 se encontraban abandonadas, sin acciones de rehabilitación.
Sobre las siete de la noche, Daniel y su hijo expulsan las últimas gotas de sudor. Los mosquitos asedian otra vez. Daniel calcula que las hueveras de cartón que tiene guardadas no alcanzar para incendiar dos pilas al día. Esconden las herramientas y se marchan. Mañana cogerá otra vez la linterna, el serrote, y vendrá para acá antes de que amanezca.
―Lo que más me gusta de la cantera es que no tengo jefe, ni horario. Mírame, conversando contigo sin apuros.
―¿Y lo que menos te gusta?
―Que esto es jugársela. Hay veces que quitas un canto malo y después está bueno, pero hay veces que quitas el bueno y detrás solo hay malo. Por eso, el que más sepa de la cantera no sabe nada. Esto es una cosa de la naturaleza.
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