Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la Lengua Castellana o Española, según la edición de 1611, recuerda al ocuparse del término alma la definición de Aristóteles. El estagirita pensaba que el anima es el principio por el cual vivimos, sentimos y según el cual nos movemos…

Más adelante Covarrubias afirma que las cosas que tienen alma viven por ella, como la planta que tendría un alma vegetativa, y el hombre, que la poseería racional.

El mismo autor de nuestro primigenio diccionario escribió que “Írsele el alma tras alguna cosa es dessearla con sumo afecto. Cuerpo sin alma, el hombre descuydado y poco activo. El alma de la ley es la razón en que está fundada”.

Voltaire, por su parte, en la segunda mitad del siglo XVIII escribió su espectacular y poco leído Diccionario filosófico, en el que se ocupó, claro está, del alma. Decía el ilustrado Françoise Marie Arouet: “Llamaremos alma a lo que anima y gracias a los límites de nuestra inteligencia eso es todo lo que sabemos. Las tres cuartas partes de la humanidad no van más allá y no se preocupan en absoluto del ser pensante, el otro cuarto busca, pero nadie ha encontrado nada ni encontrará”.

Voltaire se burla de medio mundo. De las definiciones de la época del Tesoro de la Lengua…, de lo que decían sobre el alma los egipcios, los caldeos, Platón y Aristóteles, así como de las ideas de Epicuro y de Demócrito.

Voltaire recuerda en su diccionario que Santo Tomás de Aquino, en su cuestión setenta y cinco y siguientes, dice que “el alma es una forma subsistente per se, que toda ella está en todo…”

El mismo filósofo francés observa en su obra célebre que en las leyes del pueblo de Dios no se dice nada de la inmortalidad del alma, ni en el Decálogo, ni en el Levítico, ni en el Deuteronomio.

El alma ha sido objeto de discusión de teólogos, por centurias, y por poetas, que abusan de ella porque nació para ser abusada.

Así la traeré por los rizos ahora, para ayudarme en mi cuarentena. El alma sufre encerrada. Después de la lectura, del parloteo, de la modorra, de la siesta obligada, del estudio, de la nostalgia, del aburrimiento, están los hijos e hijas, que llenan la vida del deber del cuidado.

La cuarentena es una cosa sin hijos. Es otra cuando una niña corre por la casa, gritando a cada rato el nombre de todos los parientes conocidos y de otros seres que solo ella siente o presagia.

Alma tiene casi dos años. Por donde van las cosas, su segundo cumpleaños lo celebrará encerrada, sin cake pero libre del nasobuco, porque hay algunas cosas a las que no se puede obligar a una bebé.

Alma me pide bailar con toda música que suena en el televisor. Me busca donde esté y pronuncia algo parecido a “chita”, palabra que significa música, en su propia lengua, y me toma la mano y me exige danzar. Ella inclina su cabecita para atrás y disfruta de las vueltas que damos mientras la sostengo en brazos.

A la hora en que queremos todos que duerma la siesta, ella solo llora porque se resiste y porque la alergia no la deja respirar y la paciencia se nos va por los caños y somos injustos con ella; cómo no serlo, imperfectos y miserables que somos tantas veces.

Alma tira besos solo cuando alguien la regaña o cuando ella presiente que ha hecho algo prohibido. Recibe con exclamaciones de cariño a una gatica sin dueño que nos visita cada día y a la que alimentamos con todo lo que nos sobra, que cada día es menos.

Su nombre es etéreo, no se sabe qué significa, si espíritu, si razón, si fe, si inteligencia, pero así inabarcable, se parece a su gracia infantil, a sus ojos brillantes, a su risa iluminadora.

Alma está presa, pero no lo sabe. A veces recuerda los nombres de sus amiguitas del círculo, a veces llama a su hermano, atrapado también en otro lugar de la ciudad.

Es fatigosa la tarea de cuidar a Alma a todas horas, de trabajar a la vez, de ser prudente, paciente y calmo en todo momento.

Pero Alma tiene que ser la fuente de nuestra fuerza para sobrevivir, como mi nostalgia por José Julián, al que no he podido sentir como quisiera en esta cuarentena, que nos separa del virus, de los amigos, de los familiares, de los trabajos, del sol, del horizonte, de la brisa marina.

Alma corre, llega de pronto, quiere escribirlo todo, garabatear todas las páginas de la agenda de trabajo, como si supiera que ella tiene muchas páginas perdidas, en blanco por el virus coronado. Alma quiere dibujar el tiempo perdido. Ella tiene razón, o simplemente su alma es más pura, no sé.

Sobre el autor

Julio Antonio Fernández Estrada

Profesor titular. Licenciado en Derecho e Historia. Doctor en Ciencias Jurídicas.

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