Una vieja broma académica asegura que los filósofos llegan a una ciudad en avión; los sociólogos, en ómnibus; y los antropólogos, a pie.

Su “moraleja” es que cada tipo de acercamiento marca un tipo de estudio sobre el espacio.

Es probable que su autor tuviese en mayor estima a los antropólogos, pero más allá de la broma algo hay que reconocer a los buenos antropólogos: su énfasis en el estudio de los mercados como puerta al conocimiento de la sociabilidad, la economía política, la economía moral, los intercambios, las negociaciones simbólicas, las identidades, los procesos culturales y tantos otros vericuetos de la vida popular.

Los mercados son espacios privilegiados para entender las existencias de los sectores populares campesinos y urbanos, sus relaciones y sus cambios. Son un mirador que permite refutar cualquier visión estática de lo que sucede con ellos.

Una reciente exposición (octubre de 2018), curada por el Museo de la Ciudad, en Quito, llevó los mercados, su vida y sus “trajines”, al espacio canónico del arte. Dio participación a los hacedores de los mercados populares en la exposición, y ellos tuvieron un peso destacado en la inauguración del evento, que unió prácticas tradicionales con performances y con la categorización museográfica.

La idea central de la muestra es que “sin mercados no hay fiesta”. Es notable el peso simbólico de “hacer entrar” esta manifestación de la vida social, con largo historial de discriminación, al espacio del reconocimiento cultural que es un museo.

Nancy Postero escribió un libro llamado Ahora somos ciudadanos tras investigar la lucha por la inclusión política y por la dignidad de sectores indígenas en Bolivia en la segunda mitad del siglo XX. Algo muy parecido al título de ese libro escuché en las palabras que el representante de una de las asociaciones de vendedores de mercados en Quito pronunció en aquella inauguración: “Éramos vendedores, ahora somos señores comerciantes”.

Es preciso entender el sentido de la frase en el contexto de la histórica discriminación ejercida contra sectores pobres-indígenas-campesinos, tanto en el espacio colonial como en el poscolonial y en el republicano “moderno”.

Apenas en 1962, una asociación campesina denunciaba: “Nosotros no hemos pasado de ser sino animales de carga para quienes los derechos humanos no han existido”. Esos campesinos pedían que “se les reconocieran los derechos de hombres y no de animales de trabajo”.

Leónidas Proaño, un extraordinario sacerdote católico comprometido hasta el tuétano con los pobres y con los indígenas, describía aspectos de esa misma década de los sesenta en estos términos: “Tuve la oportunidad de conocer lugares de tortura en las haciendas. Si un indígena, un trabajador de la hacienda llevado por el hambre, había tomado para sí clandestinamente una oveja, una gallina del patrón, lo sometían a torturas, excavaban unos sótanos debajo de la casa de la hacienda, allí atados de pies y manos luego de haber sido fuertemente azotados, eran tirados como cosas para que languidezcan muchas veces, durante una semana entera. Esta era una situación terrible”.

El mercado que se documenta en este fotorreportaje, en la zona de Otavalo, muestra esos “legados” y sus actualizaciones. Se organiza dentro de una comunidad integrada por unas 50 000 personas. Entre los problemas señalados por los propios vendedores se encontraban la escasísima infraestructura y la frágil seguridad. Para un extranjero hispanohablante, es difícil entender a los vendedores cuando hablan castellano. Si bien es normal regatear, hay que saber hacerlo.

Este espacio puede aparecer ante turistas como la muestra de la autenticidad y vitalidad de la cultura “ancestral”, pero ahí radica otro problema. Lo que hoy entendemos como “andino” está lejos de alguna pureza cultural depositada sin contaminación en un solo sujeto.

En espacios como este mercado es posible encontrar la mezcla histórica y la diferencia, la integración y la exclusión, de un modo tan vital como completamente contemporáneo. Muestra a sus participantes como creadores y partícipes de la sociedad nacional, en lucha por inclusión y dignidad, pero también enseña las barreras que encuentran para ser seres plenos en ella.

Sobre el autor

Julio César Guanche

La Habana (1974). Dr. en Ciencias Sociales, con mención en Historia, por FLACSO-Ecuador. Ha sido profesor de la Universidad de la Habana. Ha dirigido varias publicaciones y editoriales nacionales. Trabajó por varios años como asesor en la Casa del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Ha publicado prólogos y capítulos en más de 20 volúmenes. Son de su autoría, entre otros, los libros 'La verdad no se ensaya. Cuba: el socialismo y la democracia', y 'La libertad como destino. Valores, proyectos y tradición en el siglo XX cubano'.

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