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La mujer que nunca se va a morir

A Reina cuesta localizarla. No se queda quieta en un sitio más que lo indispensable. Anda siempre ocupándose de algo, o de alguien. De la tierra, de la comunidad, de los otros, del mundo. En su rutina no deja espacios en blanco. No acaba de hacer una cosa sin pensar en la próxima. Comienza a ajetrear antes de que el sol levante el día. A las seis abre los ojos, sin recurrir a la tiranía de las alarmas. Le encanta mirar ese momento, el amanecer. A las siete de la mañana, ya es tarde. En la azotea: una tendedera de ropa recién lavada. En la cocina: el almuerzo adelantado. Todo lo deja perfecto en una o dos horas, para poder salir despreocupada a su faena. Si queda alguien remoloneando entre sábanas, le despierta. “Dormir mucho es malgastar la vida”, advierte a sus hijos. Sale para la finca.

En la agricultura no existen sábados ni domingos. A los cultivos hay que prestarles atención, los animales tienen que comer. Su compañero trabaja como albañil, pero le ayuda a labrar la tierra. Reina conduce una moto eléctrica gris y verde. Hasta hace poco, Lola, una chihuahua, viajaba con ella en el timón. Ya no. Pobre Lola. Recorre el kilómetro y medio que hay entre su casa y la finca varias veces al día. Reina extraña a Lola: “Esa era mi vida, mi vida”. Hasta de noche puede aparecerse allí, en una oscuridad de boca de lobo, y dar una vuelta. Le ha dicho un hombre a caballo: “Señora, ¿no tiene miedo a estas horas?”. Y ella ha respondido: “¿Tienes miedo tú?”. No le teme a nada. Sin embargo, es cautelosa como un felino. En el zodiaco, su signo es Leo. Se enorgullece de haber nacido Leo.

También, camina. En los alrededores, mucha gente la busca: lo mismo para conducir una peña cultural de la tercera edad, que para mediar en una bronca entre fulana y zutano y evitar una desgracia, que para encontrar un trabajito de lo que sea, que para contar problemas personales y conversar un rato. La finca, a veces, recuerda un departamento de asistencia social. Reina esto, Reina lo otro. Y Reina que no se niega, que no espera a que le pidan ayuda sino que la ofrece antes, que nunca retira la sonrisa de su cara. Una sonrisa elástica, de pómulos acentuados. Cualquiera diría que no sabe cansarse, como si sus fuerzas provinieran, curiosamente, del movimiento constante.

—Cuando viene alguien y me dice: “Ay pero tú no paras”, ¿tú sabes cuál es mi palabra? “Dichosa la persona que tiene trabajo”. Yo soy igual que Francisca. ¿Has leído el cuento de Francisca?

—¿Francisca y la muerte? –digo, refiriéndome al cuento de Onelio Jorge Cardoso en que la muerte va en busca de Francisca, creyéndola vencida por su vejez, y fracasa.

—Sí, Francisca y la muerte. Esa es la dicha: poder sentirte útil.

La Cooperativa de Créditos y Servicios Sergio González, del municipio Habana del Este, dedicada a la producción de leche y cultivos varios, cuenta con 89 asociados: 71 hombres y 18 mujeres. Cuenta, además, con cinco fincas que constituyen referencias nacionales para la agricultura urbana y suburbana. La de Reina es una de esas cinco.

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Dulce Reina Herrera Pérez nació en Manicaragua, Villa Clara, hace 48 años. Su infancia la vivió al amparo de las montañas. Desde muy temprano, iba a cuidar las plantas. Iba a la escuela y a cuidar las plantas. Habla sobre las plantas como si hubieran sido una materia más. La materia. Aprendió a amarlas. A amar los paisajes manchados de verde. “Cuando tú creces en ese ambiente natural, todo te gusta de esa manera”. Pero un día visitó Cienfuegos, conoció el mar, y ya no hubo remedio. Tenía ocho años cuando se enfrentó a todo ese azul por primera vez. Inhaló su aire. Se mareó. “Me caía y todo”. Dos horas tuvo que permanecer sentada, conteniéndose, apenas mojándose los pies, hasta sobreponerse de la conmoción. Ese día, juró que iba a vivir a su lado. El mar se le convirtió en un sueño.

Años después, se inscribió en clases minaapoteket de kayak: “Por el tema de la libertad”. En la secundaria quien no practicara un deporte debía recolectar café. Entonces apareció alguien, dijo clases de kayak, y ella se apuntó. Siempre le atrajo lo novedoso, lo desconocido, lo desafiante. Ya recoger café no le emocionaba tanto. En eso no había quien se le igualara. Era “campeona recolectora de café” en su provincia. Ninguna otra niña, ningún otro niño, superaban su agilidad. Por eso cuando alguien dijo clases de kayak, renunció al triunfo seguro de los cafetales y eligió el mar. Tenía que cargar la canoa sobre su espalda por casi cuatro kilómetros, con once, doce años de edad. De la escuela a la presa y de la presa a la escuela, porque había que guardarla en la escuela. Su única preocupación, no obstante, era que el profesor, como parte del entrenamiento, consiguiera virarle el kayak en una de las clases, le hiciera caer al agua y descubriera que ella no sabía nadar. No aprendería a nadar hasta los 18 años. Afortunadamente, el profesor nunca la alcanzó. Luego, en las competencias a mar abierto, tampoco nadie más podría alcanzarla. Ella remaba y remaba para alejarse de sus contrincantes, evitar un choque, perder el equilibrio: que su secreto se supiera –no tanto ahogarse. Ese miedo le trajo varias victorias. Su madre todavía conserva medallas y trofeos de primer lugar.

A los catorce, con un técnico en Geofísica, empezaría el camino sin retorno a su juramento de niña frente al mar. No aspiraba al preuniversitario porque no aspiraba a la universidad. Aunque había quedado como primer expediente de su graduación, las circunstancias económicas de su hogar determinaron más su destino que las calificaciones. “Yo tenía que emprenderme en algo que me permitiera trabajar pronto. Con un técnico medio mataba dos pájaros de un tiro, porque me graduaba a los 18 años con un título de bachiller y una profesión”. Entre las pocas opciones disponibles, la Geofísica resultó ser la más extraña, exótica, sobre la que poseía menos certezas; por tanto, la indicada. Además, incorporaba a la experiencia docente un valor agregado: la carrera se cursaba en La Habana. Que para una villareña de catorce años no significaba vivir en una ciudad, capital de país. Significaba, a lo sumo, un sitio distinto. Nunca fue sueño de Reina vivir en La Habana. Apartando el mar, sus otros dos sueños eran construir un pozo y que le naciera un hijo un 24 de diciembre: reflejos de una infancia impresionada por la escasez de agua potable y las caras felices de las navidades. Cuando finalizó sus estudios retornó a su provincia, a su vida al amparo de las montañas. Sin embargo, su corazón no había vuelto con ella.

Reina y Roland se casaron a los pocos meses y alzaron su casa en el municipio Habana del Este, en la periferia de la ciudad. En la cima de una loma del reparto Peñas Altas. A un kilómetro del mar. A la altura justa para abarcar con la vista el litoral. Creció la familia. En 1988, Arianna, un 23 de noviembre. En 1992, Roland, un 24 de diciembre. El pozo, los pozos, se cumplirían después.

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A la entrada, dos letreros distintos que apenas se divisan debajo de las ramas de los atejes blancos: Finca Agroecológica La Reina, Paisaje natural protegido.

A unos 200 metros, el mar.

Tan pronto Reina llega y remueve las cadenas de la reja, Doris rebuzna, se inquieta. Maya, una perra con pintas, alborotadora de gallinas, impecable cazadora de roedores, reclama atención. Musulunga, la única gata de la finca, se deja ver. Coca, feroz, ladra. La cotorra parlotea, silba. “¿Tú no ves que aquí todos los animales hablan? Ellos saben de verdad. Lo que nos pasa a los humanos es que nos creemos más sabios que los animales, o que tenemos un poder por encima de ellos, y estamos equivocados. Cuando comprendamos que los animales son tan inteligentes como nosotros, que les demos el mismo respeto, nosotros vamos a ser más inteligentes. Porque es increíble lo que te pueden aportar, lo que te pueden ayudar emocionalmente”. Reina se calza las botas negras de goma, se pone una camisa tono claro de mangas largas, y se amarra con una felpa su melena negra, insumisa. Otra jornada que comienza.

Entre los cultivos, Maya (Foto: Mónica Baró)

Entre los cultivos, Maya (Foto: Mónica Baró)

La finca, al borde de la carretera Vía Blanca, en el reparto Brisas del Mar, es un universo independiente. Un refugio hecho con sombra y paz, que ni siquiera el tráfico próximo consigue perturbar. A la gente de por ahí le gusta pasar y sentarse en la banca de madera, o bien en la silla ubicada debajo de la pirámide, para calmarse un rato o recuperarse de las sofocaciones del verano. Y a Reina le gusta brindar agua fría y plátanos, “plátanos orgánicos”, que se maduran solos, sin químicos, y saben como ya no suelen saber los plátanos que se venden en cualquier parte: a plátano.

En ocasiones, el refugio se transforma en aula y espacio de encuentro. Aquí Reina ha impartido clases de pintura y ajedrez para niños, porque hay que enseñarles varios caminos para que tengan oportunidades; ha organizado intercambios entre agricultores del municipio, de Cuba, de América Latina y el Caribe; ha coordinado talleres sobre género, agroecología, energía piramidal. Aquí, en síntesis, ha intentado arreglar el mundo. Su mundo. Algo que, para no poca gente, significa un montón de boberías. “Desde un punto de vista, se le llama bobería a dedicar tiempo a lo que nadie te agradece, pero a mí no me hace falta que nadie me agradezca nada. Yo he llegado a comprender que todo el bien que tú hagas a una generación, perdura”.

La pirámide, armada con tubos de aluminio de unos dos metros de largo, a 30 centímetros del suelo, constituye un atractivo para la comunidad. “Eso sí es una pirámide comunitaria. Ahí todo el mundo se carga positivamente. A mí me gusta mucho tenerla. En sí, no ocupa un espacio. Ella está cumpliendo una misión”. Musulunga también acostumbra a echarse en el centro del poliedro. Reina dice que es porque los antepasados de su especie provienen del Egipto remoto de las pirámides. Pero Reina solo se sienta cuando va a leer. No sabría quedarse ahí reposada durante media hora haciendo nada. En ocasiones, coloca en su interior algunas semillas para que se energicen y nazcan con fuerza. Da fe de que el método funciona. Claro, indica que no remplaza ninguno de los cuidados típicos del proceso de cultivar.

El orden prevaleciente en la finca es el que la naturaleza, con sus ciclos, decide. No hay rivalidades ni artificios. A Reina no le interesa controlar ni dominar el ecosistema que ha ido propiciando a lo largo de trece años, quizás quince. Prefiere observar, intentar entender o aceptar lo que no consigue entender. “A mí me nace una planta en un lugar y la dejo que sea. Porque yo pienso que si ella nació ahí, es porque pasó tanto trabajo, se aclimató tanto a ese lugar… Tal vez va a cumplir un rol importante”. Las hojas secas que caen, no las retira, no las desperdicia. “Yo limpio el trillito por donde paso por un problema de cubanía. Pero a mí me da dolor tener que quitar las hojitas, porque ellas ayudan a proteger el suelo, y cuando proteges el suelo estás creando vida, microorganismos, estás generando abono, estás respetando la humedad natural”. Tampoco emplea demasiado hierro, menos después de la lluvia. “Los viejos antes decían: Cuando la tierra está mojada no la ares, que matas la tierra. Lo que matas son los microorganismos naturales que la viven. ¿Qué es la tierra sino un medio que va retornando a la vida lo que se muere?”

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Antes de la finca, fue la reforestación del Río Peñas Altas. Ocurrió durante la etapa en que Reina fungió como delegada a la Asamblea Municipal del Poder Popular, hacia el año 2003, cuando la finca no era finca sino un terreno yermo, un tiradero descontrolado, y el marabú gobernaba el paisaje. Nunca necesitó motivos superiores, ni solicitó permisos, ni aguardó por órdenes. “Cuando usted llega a un lugar y lo ve tan abandonado, si tiene un poquito de amor, se hacen las cosas”. En rigor, eso no formaba parte de sus deberes con sus electores. Ella solo se fijó en el río y se percató de “un detalle”: que dentro habían posturitas de mangle. “Entonces fui a hablar con personas que le sabían al tema, con campesinos más viejos, y me dijeron: el marabú dentro del agua no se puede quitar, no lo toques, porque si lo matas, se desprende toda la ladera del río. ¿Ves qué complicado? Tienes que esperar a que la planta que sembraste sea capaz de sostener, para poder quitar la anterior, porque si no, desgarras el río”.

Primero, intentó reforestar con bambú. Traía los retoños desde lejísimo. Le fascinaba la idea de una ribera de bambú. “Pero las posturitas se me morían. Nosotros tenemos mucha salinidad y la salinidad no acompaña al bambú. No lo acepta”. En esta zona, el río y el mar se mezclan constantemente, y esas aguas ambiguas no las soporta cualquier planta. Tras tanto bambú malogrado, Reina decidió finalmente recurrir al mangle. “Empecé a echar semillitas y a sembrar en un ladito y ya me iban creciendo. Yo iba sacando y sembrando, sacando y sembrando. Eso fueron años. La reforestación no es de un día. Y sufres mucho porque se te mueren las plantas. Un ejemplo: de diez que siembras, si logras una, es mucho. ¿Tú ves ahora que eso está hecho? Lograrlo es un milagro”. Todavía hoy, en el agua, queda marabú. Sin embargo, Reina nunca lo ha considerado un enemigo. Su lucha nunca fue contra una planta sino contra el abandono.

Años atrás, esto era pura desolación (Foto: Mónica Baró)

Poco a poco, la reforestación del río comenzó a extenderse tierra adentro, a transformarse en labranza. “Cuando yo vi este pedazo, dije: Ay, voy a cultivarlo”. Empezó, antes, a sanarlo. De esa tierra se habían apoderado sin resistencias el marabú y la basura. Pertenecía a una fábrica aledaña que supuestamente debía encargarse de ponerla a producir alimentos para sus trabajadores. Supuestamente. Ahí fue cuando las manos de Reina comenzaron a robustecerse; su piel, a curtirse de sol y trabajo. Igual su carácter. Hubo un momento, sobre todo al inicio, en que estuvo sola. Mucha gente escéptica intentaba desalentarla. “Todo el mundo me quitaba la idea: eso es un error, eso no sirve, es perder tiempo… En los proyectos siempre hay más detractores que constructores. Pero bueno, yo no soy una mujer fácil de quitar ideas. Cuando yo me propongo algo, lo hago”. Cuenta que fue una lucha bastante grande la de conseguir los papeles, la concesión de la parcela en usufructo, para crear la finca. “El jefe de una entidad me dijo una vez: Tú hablas como si fuera tu hijo. Y yo le dije: Sí, es un hijo mío. Cuando tú tienes algo que amas, tú lo estás pariendo. Y así mismo fue”.

Reina siempre tuvo la certeza de que esa tierra era fértil. El mismo marabú que tanto machete le costaba vencer, de alguna manera, se lo sugería. “El marabú tiene sus beneficios. Lo que pasa es que si tú realizas realeos drásticos, es decir, si limpias todo y lo dejas pelado, y dices voy a sembrar y no siembras, él se aprovecha. Si hay una semilla, nace y se fortalece. Pero él da nitrógeno al suelo. Por eso yo sabía que cuando desmontara esto y sembrara, todo se iba a dar. Los frutos más dulces que hay se dan aquí. No sé si es el amor que le pongo o si es la entrega”. Alfredo Gutiérrez, su compañero actual, se le unió a medio camino, hace ocho años. Con él, otro par de brazos para labrar la tierra, el corazón feliz. Alfredo es hombre de pocas palabras, respuestas breves, bien distinto a ella en ese sentido. Sin embargo, comparten el mismo entusiasmo por hacer surgir cosas de la nada, sea una pared o un árbol.

“Como tú ves la finca ahora, yo la soñé”, revela Reina. “La pinté en un papel, el ordenamiento. Cuando tú te ordenas todo te sale mejor. Siempre perdí plantas. La agricultura es muy difícil por eso, porque lograr un resultado cuesta mucho”. Y es más difícil aún en esta región. La cercanía del mar impone un reto: la salinidad. Que los cultivos prosperen, exige medidas extraordinarias. No es casual que desde la carretera, la finca asemeje un bosque. “Esa franja de árboles que tengo en el frente está sosteniendo la salinidad. Es una barrera natural contra el viento, contra el sol mismo, que va creando un microclima”. Para Reina, no obstante, la barrera funciona más bien como un puente entre dos sueños, en apariencia, poco compatibles: el mar y la tierra.

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La parcela es pequeña, poco menos de media hectárea, incluyendo el tramo circundante del Río Peñas Altas, pero se aprovecha. No se percibe un solo espacio estrictamente silvestre. Son casi ochenta los frutales plantados. Hay matas de mango –siete tipos de mango–, guanábana, canistel, marañón, cereza, naranja, limón, plátano, frutabomba, maracuyá, uva, pitanga, guayaba ácida. A Reina le preocupa mucho que se olviden los sabores, la pérdida de diversidad. Sostiene que las prácticas de monocultivo han afectado la cultura alimentaria del país, la salud de la gente.

—La guayaba ácida casi se ha extinguido como los dinosaurios, porque es difícil lograrla. Aquí tengo dos matas.

—¿Y por qué ácida?

—Porque cuando tú la muerdes es como si mordieras un limón. ¿Adivina qué yo hago con esa fruta?

—¿Qué hace?

—Piña colada. Le digo piña colada, pero tengo que inventarle un nombrecito. Y la bebida queda igual de espumosa.

Los otros cultivos varían, según la época del año. En los meses en que las temperaturas arrecian, como en julio y agosto, Reina opta por habichuelas, algo de maíz, calabaza. Hace poco sembró pepino y lo atacó una plaga. “El pepino es muy sensible. Después me quedé pensando en que no debí haberlos sembrado, porque en el verano vienen muchas plagas. Por el sol, la falta de lluvia, por muchas cosas. Una misma a veces por no tener las condiciones, provoca las plagas”. Las plantas albahaca, el orégano, sábila, menta, tilo, romerillo, malva, almácigo, se mantienen en distintas estaciones. Todas, en su conjunto, se defienden mutuamente ante agresiones. Y en cuanto septiembre arranca, prepara los semilleros de cebolla, tomate, rúcula, ají. Siempre, intercalando unas con otras. “La diversidad es la que fortalece. Yo tengo un área que es para hortalizas nada más. Todas las otras son con intercalamiento. ¿Qué pasó en Jagüey Grande (municipio de Matanzas) con los naranjales (que una vez fueron los más grandes del país)? Desaparecieron. Porque como eran un monocultivo, ellos mueren. Cae una plaga y acaba con todos. Si se hubieran combinado diferentes tipos de frutales, todavía existieran los naranjales (aunque ahora se están recuperando). Ah claro, la plaga es como un catarro malo: si lo cogieron tres fincas para allá arriba, puede que llegue a la tuya, si no estás protegida”.

 

Cosecha relámpago antes del mediodía (Foto: Mónica Baró)

Reina aprecia mucho las flores. “Las flores son maravillosas. Eso que tú ves ahí es girasolillo, a mí me encanta. Ahora casi no ha florecido, pero se llena. Yo pico palos y voy enterrando, voy enterrando…”. En la finca, las flores no solo contribuyen a luchar contra las plagas sino también a incrementar la productividad. “En un taller una vez hablamos sobre el tema de la avispa. Todo el que ve un avispero dice: ‘Lo voy a quemar ahora mismo’. Agarra una hoja de palma llena de candela y quema las avispas. Y está quemando a sus amigas las avispas, porque ellas –al igual que las abejas- se encargan de polinizar las flores”. A Reina se le había ido su colmena de abejas, pero un amigo le trajo una hace poco y la acomodó en el interior de una lavadora soviética descompuesta. “Porque si la mata de habichuela da tres flores y viene un bichito de otro lugar y germina una sola flor y no le da tiempo germinar las otras, da una sola habichuela, pero si tengo varias abejitas polinizándolo todo, ¿cuántas no da? El rendimiento se multiplica. Además, te tomas la miel. Esos son agentes naturales. Pero cuando tú utilizas químicos, matas a esos agentes. Todos los acabas”.

Producir alimentos de manera agroecológica supone gestar un proceso de interdependencias, de relaciones armónicas, de integración entre distintos actores y elementos. Sinergia es el término que reitera Reina en sus explicaciones. “A veces se cree que el tema de la agroecología es un problema de falta de recursos. Y nos equivocamos. Es un problema de respeto a la naturaleza. Cuando caminamos al lado de la naturaleza, marchamos bien, pero cuando queremos montarnos por encima de la naturaleza, todo sale mal”. Más que producción de alimentos, la agroecología busca garantizar la reproducción de la vida.

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Por ironías de la vida, Reina acabó asentándose en un lugar propicio para cumplir su sueño de construir un pozo. En Guanabo, el Consejo Popular al que pertenece Peñas Altas, desde hace décadas, el agua que llega por las tuberías es salobre. A los habitantes de aquí les toca comprar la de tomar. O construir un pozo, siempre que sea a una distancia prudente del mar. El agua que emana de las profundidades de la tierra es de una pureza insuperable. Reina, en el patio de su casa en lo alto de una loma, construyó el primer pozo de su vida. Luego, en su mandato como delegada, otros dos colectivos en distintos barrios de su circunscripción, lo suficientemente hondos como para abastecer varias viviendas. En la finca, a pesar de su ubicación cercana a la costa, logró el cuarto. Dijo “aquí hago el pozo” y, de milagro, acertó. “Quien encuentra agua, encuentra un tesoro”. El principal problema es que le falta una turbina para poder implementar un sistema de riego. Sus cultivos, por ahora, dependen de la indulgencia de la lluvia.

En esta época, Reina se encomienda al cielo. Le entristece ir al área de hortalizas y encontrar a sus habichuelas maltrechas. “Yo sé que mi habichuela pudo haber dado diez veces más de lo que está dando, pero no llueve. El otro día cuando fui allá atrás lloré. Todo estaba tan así, la tierra tan seca, pidiendo agua a gritos, mi habichuela muriéndose de sed…”. Hace rato que no hay noticias de tormentas. Lo que en muchas áreas urbanas es motivo de dicha, para ella, lo es de angustia. Teme que le invada una plaga y arruine su siembra. “Si yo soy una plantica, no tengo agua, estoy al resistero del sol, descalza porque mis pies van a ser mis raíces, ¿no crees que me vaya a enfermar?”. No obstante, va cosechando las que brotan: en una tanqueta coloca las verdes, y en otra, las amarillentas. Es importante conservar semillas. “Arrancar la habichuela no es igual que romperla”, me indica. “Tienes que darle la vueltecita”.

Maya retoza entre los surcos. Persigue mariposas. Se cansa y se echa en la sombra de los plátanos. Doris mastica yerba, acompaña con su mirada boba, inofensiva. A lo lejos, en una finca contigua, se escucha el barullo de dos cotorras que, hasta hace pocos meses, convivían con Reina. En sus manos las habían dejado jíbaras, algo desplumadas, picoteando a diestra y siniestra, y ella las devolvió mansas, bien educadas. Dice Reina que cada vez que la sienten trajinando en el huerto, se ponen a llamarla. También, siempre que puede, rescata perros y gatos de la calle. En la finca les da refugio, los atiende un tiempo. “Yo nunca dejo a nadie desamparado. Ni a un perrito, ni a un gatico”. Después, se encarga de buscarles hogar. Averigua en la zona quién quiere una mascota. “Nada más decir yo tengo un perrito en la casa, te preguntan: ¿Pero es de los tuyos? Y yo digo: Claro que es de los míos, ¿tú no ves que lo tengo yo? Es que nadie da valor a las cosas, hasta que tú no se lo das”.

Doris, como la pirámide, constituye otro atractivo para la comunidad. Brinda un servicio de equinoterapia. Si hay un niño intranquilo, que no consigue dormir bien, sus padres lo traen para que monte en la burra y pasee por la finca, o para que, sencillamente, le pase la mano. “Yo no sé, hay una relación ahí que te favorece”. Sin embargo, Doris no siempre fue Doris. Antes de merecer su nombre, dos años atrás, perteneció a otra persona. “A un hombre que la tenía maltratada, llena de garrapatas, flaquita, sin pelo, toda acabadita, y cada vez que yo pasaba por al lado de la burrita le decía a él: Óyeme ya no la maltrates más que ella es mía y ella es mía… Y de tanto lío, hicimos un trato y cayó la burra para acá”.

Doris, la burra que hace feliz (Foto: Mónica Baró)

En pocos minutos, Reina acaba de recoger habichuelas. Entonces, aún con dudas, pregunto:

—Pero en la finca, ¿qué función cumple la burra?

—A Doris la estamos enseñando a trabajar. Pero eso lleva aditamentos que vamos a tener que inventar. Ahora la función que cumple es de depredadora: se come la yerba y así. También nos hace felices. Hay funciones que son de ese tipo.

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Las flores, siempre las flores. Si Reina fuera una, sería un girasol. “Flores en la mesa, flores en la cabeza”, afirma. “Aunque sean silvestres, o un ramito de albahaca, tienes que poner flores”. En su cabeza, un jardín. Si algo no le falta nunca son ideas. Ideas que generan proyectos, proyectos que generan trabajo, trabajo que genera otras ideas. En un ciclo inacabable, donde el tiempo desborda las clasificaciones. Su memoria no organiza su historia con fechas sino con hechos. A no ser un suceso extremadamente significativo, Reina no recuerda el día, mes y año de nada. Su edad le parece una convención. La sabe, celebra sus cumpleaños, pero no la siente.

—Hoy mismo amanecí y me dije: “Mañana cumplo 48 años”. Pero yo no siento que tenga esa edad. Yo creo que eso es mentira. No me lo creo. Mi hija Arianna me dice: “Mamá, ¿tú no vas a madurar?”. Porque para mí el tiempo no pasa.

—¿De qué edad se siente?

—Yo me siento igual que cuando tenía 16, 17 años. Así, con ideas, corriendo para aquí y para allá, con las mismas ganas de vivir, de estudiar, de hacer, de todo. No sé, no me siento cansada por algo. Eso es un problema espiritual. Hay personas que tienen alma de joven; otras, almas de viejo. El tema del envejecimiento está en la mente de uno.

—¿En la mente?

—Sí, en la mente. Los ejercicios tibetanos de larga vida plantean que las personas envejecen cuando se meten esa idea del envejecimiento en la cabeza, del no puedo, de la negación. Para mí no hay nada imposible. A mí no me hace falta dinero. Nada. A mí lo que me hace falta es meterme una idea en la cabeza.

Ahora, la idea que tiene metida en la cabeza es hacer una juguera. Aquí mismo en la finca. Ya realizó las mediciones, encontró el kiosco y contactó al hombre que se lo va a instalar, tramitó el permiso con su cooperativa. Solo le faltan detalles. Para septiembre, deberá estar funcionando. “Tengo que apurarme. No me puedo desviar para nada en este momento. Es una dedicación entera a esto”. Si alguien le preguntara cuándo va a morir, al igual que Francisca en el cuento, Reina solo podría dar una respuesta: “Nunca, siempre hay algo que hacer”.

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