Todos los años que llevo fotografiando ancianos “luchadores” no han terminado de endurecerme la mirada. No logro conformarme con la situación, siempre me conmueve. Siento que les fallamos como sociedad, todos.
Son luchadores. Unos trabajan porque desean sentirse útiles, otros para compensar una jubilación que no alcanza, otros porque no tienen apoyo familiar y otros porque no les queda más remedio. A lo largo de los años he visto caras conocidas, otras nuevas y, tristemente, he dejado de ver a muchos.
Es solitario el oficio de viejo luchador, ocupa una breve ventana de tiempo al final de la vida. Un buen día faltan al trabajo, quizás retornen, pero es el principio del fin. Su espacio pronto será ocupado por otro necesitado que a su vez continuará luchando, sin el empuje de su perdida juventud, ante la vista de una muchedumbre imperturbable.
Vivo en Buenos Aires y cada vez que un hombre joven y fuerte me pide limosnas pienso en los ancianos que día a día salen a trabajar de lo que pueden.