Montañas y montañas de desperdicios por cuyas laderas trepan y descienden cientos de personas, como labradores salidos de alguna distopía. Al aire no le cabe ni un átomo más de podredumbre. A la tierra tampoco. Nada que alcances a ver, oler o tocar escapa a la podredumbre en un lugar como este. Si hay algo limpio aquí habría que buscarlo por fuerza en el corazón de esa gente que hurga en la basura, asediada por las moscas y por el calor y también, quizá, por la necesidad. Y yo creo que sí, que entre tanta inmundicia puede que algunos encuentren la manera de mantenerse limpios. Eso quiero creer.
Mientras estuve en la CUJAE, ¿cuántas veces miré hacia allá sin saber a ciencia cierta lo que estaba mirando? Demasiadas. A lo largo de cinco años. Y entonces, un día cualquiera, alguien me habla del vertedero de la calle 100, y ese día cualquiera me digo que tengo que ir. No tanto para confirmar lo que me han contado como por una especie de penitencia, como si viajando hacia esa cordillera plagada de gusanos me pudiera desintoxicar de lo que fuese que me tenía anestesiado, al punto de no ver esa mole de basura a un palmo de mi nariz.
Fui a la montaña, desde luego, y esto fue lo que vi.
Diariamente se vierten 20 000 metros cúbicos de basura, por lo cual su crecimiento se ha vuelto incontrolable.
Cientos de personas esperan a que los camiones descarguen para hurgar en busca de algo que les parezca útil. En este sitio, los desechos de unos son la riqueza de otros.
Lo más parecido al reciclaje lo hacen los “buzos”, quienes permanecen aquí ilegalmente para recoger la basura que luego venden como materia prima.
El suelo es negro y blando, putrefacto.
Desde la carretera no se ve el vertedero. Muchos no saben –o no quieren saber– que está allí.
El modus operandi es simple: se echa la basura, se barre y se tapa con tierra. Esto evita que el gas metano suba a la atmósfera y contamine el ambiente. Camiones tirando y buldóceres aplanando, basura sobre basura.
Los buzos ya son colonia, pueblo marginal. Construyen viviendas rústicas y antihigiénicas en un ambiente devastado por la contaminación.
La gente vive de lo que recoge y sigue allí aun cuando la policía acude esporádicamente a desalojarlos.
Incluso las mujeres son presas del vertedero, de la rutina de sobrevivir buscando entre los desechos y del gas metano que incendia en ocasiones la basura y la vuelve extremadamente peligrosa.
Al final del día, el botín. Pomos plásticos, envases de cristal, latas de aluminio, cartones y piezas de metal conforman su tesoro.
¡Impactantes y tristes fotografías!
Todos los vertederos, en cualquier lugar del mundo, constituyen, para mí, la gran vergüenza de los seres humanos.
Ya no es necesario ir hasta Guatemala, donde hay miles de personas viviendo entre los desechos, ya Cuba puede unirse a la lista…
Vivo en Altahabana hace 20 años. Cursé la secundaria en la ESBU Luis Felipe Almeida, a menos de medio kilómetro de “El Bote”, como le llamaban entonces al vertedero.
Aquí los veranos son a veces terribles; depende del viento nos llega el hedor, las moscas abundan todo el año, y recientemente, tras un incendio en el vertedero, se nos ha venido encima una oleada de ratas y guayabitos.
Recién noto que desde la esquina de mi cuadra es posible ver la montaña de basura como una pared que tapa el horizonte, desde donde antes se veía Marianao.
A cada rato se “riega la bola” que van a cerrarlo, y hacer otro vertedero fuera de la ciudad; pero eso lo vengo escuchando desde siempre.
Voy a averiguar como solicitar que se haga un estudio de impacto y una petición para su cierre definitivo.