Luego de tres horas de viaje por las angostas carreteras de Pinar del Río, se llega al municipio más occidental de la Isla: Sandino. Hasta allá fui en busca de las hermanas Norma y Celina, y de Bertha, sobrina de ambas, tres carboneras que han heredado el oficio de su familia.
Las encontré en un gran marabuzal, a dos kilómetros del punto de acceso más cercano en carro, y siguiendo los sonidos agudos que ellas producían con su boca para guiarme.
Eran las diez de la mañana y ya casi estaban de regreso a sus casas. Para una carbonera, las diez de la mañana ya es tarde.
El monte estaba organizado por ellas: los caminos, los sitios con sombras, los hornos.
Los hornos eran grandes, más grandes que los hornos que suelen usarse para hacer carbón en los campos cercanos a la ciudad. Allí tenían montados tres: uno lo estaban quemando y para los otros cortaban la madera.
Norma es maestra de primaria, pero en un punto de su vida, quizá en busca de mejorías económicas, o para continuar junto a su hermana Celina el legado de su madre, decidió hacer carbón. Todo sale de sus manos, manos delgadas, manos fuertes, pero manos que saben cómo se hace.
Bertha es la más joven y la más pequeña. Su fuerza fue lo primero que me asombró, aunque Celina, que es la más reservada de todas, con la maña de la experiencia corta casi la misma cantidad de marabú que su sobrina en el mismo tiempo.
Norma cuenta que un mes atrás perdió a su hijo y que trabaja para que el dolor sea menos.
En la empresa forestal de Pinar del Río les compran el kilogramo de carbón a 15 centavos en moneda nacional y una tonelada, a 150 pesos.
Dicen que cuando venden un camión entero es dinero suficiente. Norma, como carbonera, gana más que cuando era maestra.
Bertha dice que ella es feliz en el monte, que le gusta la soledad de las noches en que vigila los hornos, que si no trabaja se siente más cansada que los días en que toma el hacha para cortar marabú.
Sus vidas son, en gran medida, leña, monte, humo y soledad.
A cientos de kilómetros de ellas, en Cayo Espino, en la provincia Granma, hay otras dos carboneras: Emelina y Yarelis.
Emelina es pura alegría. Ha vivido sus 66 años entre el carbón y las fiestas de los pueblos cercanos. Cuenta con orgullo sus historias con novios jóvenes y su última fiesta con el órgano oriental. A su hija la crió hamacándola en la madrugada, en medio del monte, mientras vigilaba los hornos.
Yarelis, algo más tímida, habla sobre sus años en La Habana como profesora general integral y de cómo con el tiempo regresó a su pueblo natal a dedicarse al carbón. No extraña la ciudad. Para ella, como para las otras, el monte y el carbón son parte de su vida.
Aunque muchas personas puedan ver a las mujeres carboneras como mujeres excepcionales, ellas no se ven a sí mismas de esa manera, sino, simplemente, como mujeres que trabajan.
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