En el Día del Libro, cuando Héctor Luis Leyva Cedeño se dispuso a leer cuentos en un parque de Jiguaní, Granma, no tenía mucha fe en su gesto. Él simplemente “fue a contar”, porque es parte de su trabajo y de su forma de compartir un poco la calma y alegría que da la literatura.
Buscó un lugar cómodo, un poco apartado del centro para que no lo interrumpiera el tránsito de paseantes pero no tan aislado que no se pudiera ver; a la sombra y con amplitud, para que tuvieran espacio quienes desearan unirse. Comenzó narrando cuentos de autores cubanos a unos pocos niños y niñas que sabían de qué iba su acción. Ya cuando empezó con las historias de su autoría, otros que andaban por el parque se habían unido al público, y más personas se fueron acercando atraídas por el desconocido cuentacuentos.
Dice que al inicio no estaba seguro de cómo sería recibido, pero al ver que había interés en su narración sintió que valía la pena. Tanto lo impresionó lo vivido, que compartió la experiencia en su muro de Facebook. Resultó muy satisfactorio para él, aunque, como dice, solo hizo lo que mejor se le da: contar.
El ser humano es una criatura que cuenta y vive historias. Buena parte de nuestra vida se despliega en un acto permanente de escucha y narración. Los griots, aedos, juglares y otros narradores de cuentos nacieron de esa necesidad de escuchar, conocer y vivir otras vidas a partir de lo contado. En momentos de crisis, ese acto de contar/contarse se convierte en una forma de resistencia y consuelo, ofreciendo un espacio seguro de intercambio, comprensión, descanso y, a veces, catarsis.
Héctor tiene 38 años y trabaja como asesor literario de la Casa de Cultura de Jiguaní. También escribe literatura infantil. De su autoría son los libros Cuentos feos, Los pies prestados, El regalo, La familia Tan Tan, Alicia maravillada, Vaca de vacaciones y La vaca gallina. Trabajar con las infancias y lograr acercarlas a la literatura es su pasión. Conseguir que escriban cuentos y poesías está bien, pero su mayor deseo es que quieran escuchar. Como promotor de la lectura tiene una esperanza tenaz en el poder transformador de los libros y las historias. Así lo vivió con aquellas que llegaron a sus manos.
“Yo fui profesor en la escuela de arte y guionista en la televisión de Bayamo. Por cuestiones de transporte y de la inflación me fui replegando a mi municipio, hasta quedarme con este solo trabajo que tengo. Para mí es como una tarea espiritual alegrar a las personas con un libro, un cuento o un poema, también escuchar lo que escriben, lo que leen. Son tiempos en los que muy pocas personas se sientan a escuchar lo que lees, lo que has escrito, tu producción espiritual. Eso pareciera no importarle a nadie, pero a los asesores literarios nos importa, y mucho. Cuando llega una señora y te lee un poema suyo te está mostrando lo más privado que puede tener en su vida”.
Héctor es un joven en situación de discapacidad que sueña y crea desde su silla, sin detenerse, y va hacia quienes necesitan de su voz. Cree que quienes escriben para las infancias y adolescencias tienen la misión no de crear una falsa realidad paralela, sino de ofrecer historias que hagan soñar, que enseñen y aligeren la carga en momentos difíciles.
“En mi infancia, en pleno Período Especial, en Jiguaní, tuve la suerte de que muchas personas supieran guiarme. Me iban a buscar a mi casa para llevarme a una galería de arte a dibujar. También pude cursar un taller de artes plásticas y literatura. Después fui por los caminos del teatro desde la escuela en la que estaba, Solidaridad con Panamá. Había un espíritu de resistencia floreciendo, y deseos de transmitirlo a la infancia”.
Dice que de niño veía unas cápsulas realizadas por Roberto Chile. Las veía en un televisor en blanco y negro y, a sus ojos, le parecían la maravilla más grande del mundo. A nadie en su casa le gustaban, nadie las entendía, pero para Héctor eran una ventana a un mundo muy grande y especial. Así descubrió que en esa etapa de la historia del arte cubano se produjo mucho. Había carencias materiales, pero, según él, la gente aún albergaba ese espíritu resistente y creativo del que a menudo se habla.
Siente que ahora el país padece una especie de desaliento y yace en pausa, pero advierte que las y los menores no tienen por qué sentir esa pausa como la sentimos los adultos. La pérdida, la lejanía de las personas que se marchan, las carencias económicas, la angustia no deben dañar a las infancias. Héctor cree que la familia y las personas que trabajan con niños y niñas tienen el deber de impedir que esas circunstancias los lastimen de manera irremediable.
El acompañar a las infancias a través del arte y resignificar los momentos difíciles que viven es un recurso necesario, valioso, descrito desde la ciencia pedagógica, la atención psicológica y la educación en las artes. Muchos proyectos artísticos personales y colectivos no remunerados, que benefician a las infancias y adolescencias, han florecido en la sociedad cubana en los últimos años, movidos por ese afán de crear un espacio de seguridad y apoyo mientras se les sensibiliza hacia la literatura, el teatro, las artes visuales y la danza.
Un botón de muestra de estos proyectos es el trabajo de Afroatenas y la Compañía de Teatro Musical Infantil Vida, en Matanzas; El Parqueo, La Vía Láctea y El Trencito, en La Habana; Café con Tinta, en Guantánamo, y otros muchos que avivan comunidades y se convierten en lugar de encuentro, interacción y aprendizaje.
El costo de estas experiencias, casi siempre autogestionadas, es el tiempo y los recursos económicos de quienes las conducen, incluso a expensas de sus propios anhelos. Porque aunque puedan ser proyectos apasionantes, a veces implican diferir propósitos de vida y realización profesional. Héctor lo sabe.
“Aun con todas las dificultades que estamos viviendo en este momento, yo tengo sueños, planes de guiones, de novelas, de cuentos y poemarios. Tengo muchas cosas engavetadas, y aunque no hay oportunidad de publicar porque los proyectos editoriales están casi todos detenidos, no nos podemos tirar a morir, no podemos abandonar este oficio. Este talento creo que me lo dio Dios, y él quiere que sigamos incluso cuando parezca que no se puede. A veces te despiertas a las tres de la mañana con una idea dándote vueltas y te levantas, escribes y escribes, aunque no sepas qué pasará después con tu texto, si no te quedará más remedio que dejarlo en la gaveta. Pienso que más tarde o más temprano saldrá por algún lugar. Lo que no te puede coger es la bonanza con las manos vacías y sin nada para publicar”.
Durante cinco años Héctor pudo gestionar un pequeño grupo de teatro infantil en Jiguaní, como parte de las acciones de la Casa de Cultura. Esta etapa de su trayectoria le hizo apreciar mucho el trabajo con la infancia y entender el papel crucial del arte como impulsor del desarrollo de los niños, como una forma de abrirles otros horizontes. Insiste en que su discapacidad tampoco le impidió realizar ese empeño, y atribuye a ella su sensibilidad: “esta persona que está sentada tiene tiempo de ver el mundo cómo se agita, cómo se mueve, puede observar a las personas y escribir”.
Héctor no pudo continuar aquel trabajo, pero no desecha la posibilidad de retomarlo en el futuro, aunque alega que eran otros tiempos, igualmente difíciles, pero en los que se podía llevar a los niños y las niñas a otros lugares. “Ahora”, insiste, “nos queda acompañarlos y tratar de alegrarlos. Ir, como el juglar, ‘boca a oreja’, porque no tienes un libro nuevo que darles. Contar para ellos lo mejor de tu obra y conmoverlos. Esos niños en el parque, ese día, quedaron muy animados y fue para mí muy especial. Lo haría de nuevo, lo seguiría haciendo. Ojalá otros lo hicieran también”.
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