Por generaciones hemos vivido así. Desde hace años nuestras casas parecen detenidas en el tiempo y su estado es cada vez más crítico. Con esta realidad nos levantamos día a día para trabajar, estudiar, o ver la vida pasar en una ciudad desatendida. Entramos, salimos, vivimos así, atrincherados en el cuartel de emergencia que es nuestro hogar.
¿Cuántas terapias nos hicieran falta para no deprimirnos? ¿Cuántas botellas de ron?
¿Cómo escapar de tanta realidad maltrecha?
Nada va arreglar mis techos ni el tiempo perdido debajo de ellos.
¿Cómo soñar? ¿Cómo volar lejos de aquí sin dinero?
¿Cómo no pensar en una ciudad tan mía y tan decaída, con enormes vestigios de gloria, una ciudad de arcos con historias y rejas hermosas?
De eso nada queda, la ruina de un sueño con el que no puedo contar.
Solo la entrada de las viviendas múltiples es suficiente para mostrar tanta caída. El pasillo, la boca del solar, el apuntalado… Elementos de una foto que no quisiera tomar. En alguna ocasión, en esos espacios, áreas comunes de convivencia, se hacían fiestas, se celebró la existencia con aguardiente y música alta, alegre. Ahora, justamente ahora, después de décadas, no somos cómplices de aquellas promesas en las que muchas personas que viven en estas condiciones creyeron.
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