Vivir en un batey tiene sus ventajas: todos se conocen. Manuelita es como una familia grande. Sus habitantes se ayudan y apoyan en los momentos difíciles, ríen y celebran cuando se puede. La vida no es fácil; los días comienzan temprano, cada cual a sus tareas: en los campos de caña, en la escuela, las oficinas o dentro del Central 14 de Julio. El olor a melao de caña y los sonidos estridentes quedan impregnados en la memoria como algo visceral, así como la alegría de la gente en su bullicio diario.
Los años pasan y el batey sigue igual, como detenido en el tiempo. Los viejos barracones de esclavos convertidos en casas; los animales que vagabundean por las calles como parte del paisaje; los niños descalzos corriendo y comiendo guayabas. Con el paso del tiempo los caminos se han vuelto casi intransitables y la atención a la población ha decrecido. En los tiempos libres hay muy poco que hacer. Los centros de recreación ya no funcionan o no existen, y las ofertas culturales y gastronómicas no llegan a estos parajes.
Los niños y los ancianos no tienen suficientes espacios para su atención y cuidado, además de sitios recreativos o deportivos para su esparcimiento. Los jóvenes y adultos, por falta de mejores ofertas, ocupan su tiempo libre con juegos ilícitos y alcohol.
El ánimo de los pobladores no es el de antaño, pero sus deseos y sueños de mejorar el espacio común se mantienen, para que las generaciones pasen y continúen la misma tradición de convertir la caña en azúcar.
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