Es un vivero del largo de una cancha de baloncesto y casi el doble de ancho. Uno lo puede recorrer entero en cinco minutos. Caminando lento entre decenas de canteros.
Unas varas sostienen desde el suelo el techo de malla negra. Piso de tierra. Una valla de kingrás bordea el lugar para el control biológico.
–No es que con eso no entren los insectos, sino que cuando pasan por ahí como que se limpian –me explica Yosvany, mientras riega las plantas de fungicida con su mochila plástica que parece de cazafantasmas.
–¿Cómo sabes eso?
–Lo aprendí leyendo, oyendo por ahí, mirando el televisor.
En los canteros hay lechuga, acelga, frutabomba, tomate. Están cuidadosamente ordenados en tres hileras.
Ocho años antes, todo este lugar era un basurero.
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Yosvany Hidalgo tiene 47 años, botas de agua, uniforme azul, un mechón de canas que le cae en la frente.
Como hacen días neblinosos, ahora está fumigando los ajos porque, según dice, tanta neblina les quema las hojas. Tiene que hacerlo antes de que amanezca. Cuando el sol salga la quemadura es peor. Puede perder las posturas. Así que son las seis de la mañana y ya está terminando con los ajos para empezar la frutabomba, luego el tomate, los demás canteros. Cuando amanezca, ya sobre las siete, debe haber acabado la fumigación. Dice que la neblina daña todas las plantas. Y que es el ajo lo que más se afecta.
–Esas telitas que parecen telarañas son un hongo. Uno ya lo conoce por el clima. Eso también te coge las plantas y te las consume por abajo, las mata.
Para eso también sirve el Cuproflow, que es el químico que usa.
–Yo fumigo y todas esas cosas desaparecen. Las contrarresta.
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Yosvany estudió un técnico medio en Mecanización Agrícola. Nunca ejerció. Los seis años siguientes se los pasó en la zafra. Y haciendo cualquier trabajo en el pueblo San Antonio de Cabezas, Matanzas, donde vive. Hasta el día que decidió limpiar el vertedero del frente de su casa.
–Empecé como una gracia. Para que no siguieran botando basura aquí. Esa es la única forma de frenar a la gente. No te puedes fajar con ellos. Pero hay que ser muy malo para ver una cosa limpia y ensuciarla.
Le tomó meses sanearlo. Casi un año. Sin ayuda. Lo hizo todo a mano. Regresaba a su casa por la noche con las manos cortadas por las botellas rotas, focos y vidrios.
Cuando se percató de que ya nadie botaba basura, empezó a sembrar.
Primero lechuga. No se le dio bien. La tierra no era buena. Tuvo que tratarla: traer tierras fértiles y cambiarla y comprar abono. En diciembre de ese año, 2015, se le dio la lechuga que parecía un jardín. “Linda, todo parejito”.
Al año siguiente cultivó ajo, ajo porro, cúrcuma, limón, boniato. Todo para autoconsumo. Poco a poco dejó de depender de los agros y de los carretilleros. Sembraba en surcos, como en el campo. Hasta que se dio cuenta de que no tenía espacio suficiente y transformó los surcos en canteros.
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Al lado del vivero, a dos metros de las matas de kingrás, todavía hay basura. La gente del pueblo bota ahí de todo. Carretillas enteras. A simple vista: medio millón de jabas, papeles sucios, un cubo, ropa vieja, cajas de pastillas. Nadie limpia ahí no se sabe desde cuándo.
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El mínimo diario de trabajo son diez horas. Ocho, si está demasiado cansado. Velando todo el tiempo los cultivos como si fueran niños. Y el tiempo que no pasa en el vivero, lo coge para buscar información.
–Yo he aprendido agricultura por Internet, preguntando, leyendo. Todo empírico. Con poco apoyo.
Dice que el problema de la mayoría de los campesinos es que no aprovechan bien el espacio. Por eso su vivero, según él, produce más que cualquier finca de Cabezas.
–Los espacios pequeños llevan más inteligencia.
Por ejemplo, el tomate, que no tiene tanta fuerza en el tallo para crecer hacia arriba, Yosvany lo va amarrando a la cerca para que no se desparrame. Así le queda más espacio en el suelo.
–Eso es lo que no hacen los campesinos. Los campesinos siembran y no aprovechan tanto el espacio.
Solo de frutabomba tiene cerca de 18 000 posturas en cinco canteros.
Y eso que no tiene tecnología. Construyó el techo con retazos de malla que fue encontrando. Puso aros de metal en los canteros para aguantar los náilones que protegen las plantas de la lluvia. Cortó tela para taparles el sol.
–No es mucho, pero resuelve.
Tampoco tiene sistema de riego. Ni una manguera. Hace el proceso a mano, con regadera. Trae tanques con agua de su casa o se la paga a una pipa. Así, a puro pulmón, como se dice, ya no solo cultiva lo que come: abastece el barrio entero.
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Tiene un nuevo proyecto en la cabeza: utilizar la mitad del terreno para lombricultura.
En una bañadera y en una caja dentro del vivero tiene dos criaderos de lombrices rojas californianas, muy apreciadas en la agricultura.
Yosvany les echa cartón, plátanos, estiércol, frutabomba podrida. Y ellas convierten todo ese desecho en un fertilizante natural llamado humus: una masa que huele a tierra mojada y parece plastilina.
Así, por ejemplo, puede ahorrarse el tradicional proceso de rotación de cultivos.
–Si tú siembras frijoles, ellos recogen todas las propiedades que hay en la tierra, y no puedes volver a sembrar ahí, porque entonces la planta no sale igual. Pero si tú abonas bien esa tierra, puedes volver a sembrar frijoles.
Con el humus, Yosvany elabora una especie de té color café claro con el que fumiga.
–Un tanque de ese líquido rinde 70 mochilas. Yo lo preparo y se lo echo a las plantas. Ese es el color bonito que tienen. Hasta esta –señala hacia una mata de ají picante–, que es difícil de lograr, está verdecita. Debe tener miles de ajíes.
No hay producto que plante y no se le dé. Una vez se le ocurrió sembrar pepino en macetas y le salieron 15, de 27 centímetros de largo. Otra vez cosechó una lechuga china de tres libras y cuarto, casi el cuádruple de su peso promedio.
–Es cuestión de aprovechar el espacio –insiste–. Y de ponerle el empeño y el sacrificio que lleva. Al final, con eso come mi familia y me alcanza para ir viviendo.
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