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La oscuridad como política de estado: mujeres en la penumbra

No se prevén apagones en el sector residencial (Foto: Ismario Rodríguez)

Durante uno de los recientes apagones habaneros, mientras el infame bot del grupo de Telegram de la Empresa Eléctrica de La Habana enumeraba cada bloque en el apartado de “Déficit por generación”, uno de mis vecinos, el más romántico en sus gustos musicales, encendió su bafle, tomó el micrófono y se hizo eco, cual mártir, del malestar nacional.

Algunas voces lo siguieron en la penumbra, coreando el estribillo de aquella canción que no interpone la patria a la vida, sino que las iguala. Un aguacero aliviaba el calor sofocante. De pronto, una voz femenina gritó a lo lejos: “Ahí vienen los perros”, y desaparecieron el bafle, el micrófono, la patria y la vida. Una sirena de policía anticipó una profunda quietud.

La oscuridad revela el silencio, como si se apagara también el ruido de fondo que acompaña a la ciudad. Los sonidos aislados, pero más cercanos, se amplifican y las voces llegan nítidas. Sin embargo, durante un apagón nunca escucho llorar a mi vecina por los golpes de su marido, y siempre me pregunto si es porque el silencio se la traga.

La desprotección institucional y la ausencia del Estado

El pasado 17 de septiembre, la plataforma Yo Sí Te Creo en Cuba (YSTCC) alertaba sobre la situación precaria en que los constantes apagones colocan a mujeres y personas de la comunidad LGBTIQA+. En la publicación enunciaban una serie de puntos que, aunque preocupantes en cualquier momento en un país tan precarizado como Cuba, se agudizan notablemente con la oscuridad y los cortes de comunicación asociados a esta.

Los consejos publicados por la plataforma ponen sobre la mesa la ausencia de confianza en un gobierno que reniega de sus responsabilidades como servidor público. Ciertamente, como personas en situación de violencia, deberíamos ser capaces de desarrollar empatía y ofrecer acompañamiento en un plano personal, y puede aportar mucho nuestro papel vecinal o como red de apoyo; pero no olvidemos nunca que es responsabilidad del Ministerio del Interior, así como de la Federación de Mujeres Cubanas, del Ministerio de Salud y de tantos otros organismos e instituciones públicas, proporcionarnos la protección requerida en cualquier circunstancia que lo amerite.

Hace poco, una amiga preguntaba en Facebook sobre medidas o acciones que den, en la práctica, protección real contra la discriminación y la violencia. Otra amiga respondía: “¿Qué prácticas? ¿Qué protección? La sociedad civil no tiene protección contra un gobierno que no respeta el Estado de Derecho” (sic). La imposibilidad de rebatir su comentario evidencia a un gobierno que no solo desprotege, sino que violenta: uno que ignora el reclamo de una Ley Integral contra la Violencia de Género y maquilla estadísticas contabilizando únicamente feminicidios con sentencia firme, obviando casos donde el victimario se suicida tras asesinar. Desearía poder afirmar lo contrario, pero elegí no mentir ante el aumento verificado de feminicidios en Cuba.

La rutina de la oscuridad

Esta desprotección estructural se manifiesta diariamente en la reconfiguración de las rutinas domésticas, especialmente las de las mujeres.

La crisis económica cubana, latente desde que tengo memoria pero agudizada luego del reordenamiento económico y la pandemia, ha convertido a la rutina doméstica en el centro de la vida de los individuos. Suplir necesidades primarias como alimentación, vivienda, agua potable, atención médica y educación, se ha vuelto un acto heroico que exige fortaleza mental y física a niveles comparables con los necesarios para soportar torturas.

Para las personas cuidadoras y/o con mayor responsabilidad en el hogar, la situación de la electricidad —o de la falta de ella— ha generado cambios sustanciales en la cotidianidad. Una rutina ya basada en la subsistencia se vuelve más precaria: la conservación de los alimentos y el equilibrio de la salud mental se vuelven cargas más insostenibles.

“Sí cambia la rutina. Cuando te ponen la corriente, tienes que hacer [el] desayuno a los muchachos. Si te la ponen de madrugada, a esa hora te tienes que tirar y tienes que ponerte a cocinar. Hay hombres que sí ayudan, hacen sus cosas, pero bueno, las madres somos las que atendemos a los muchachos. Nos acostamos a oscuras, nos levantamos a oscuras y entonces vestir a [los muchachos] a oscuras, a veces debajo del mosquitero porque a la hora de levantarse hay muchos mosquitos, y a la hora de acostarse, igual”, cuenta una madre de tres niños en edad escolar, residente en Villa Clara, donde sufre apagones diarios de entre 16 y 18 horas como promedio.

Otra madre y cuidadora de una persona encamada, desde Holguín (18 a 20 horas de apagón), describe una situación similar: levantarse por la mañana sin electricidad, encender un fogón pique, luchar con el alcohol —que no hay—, con el gas —que no hay— y empezar el día “batallando”. Irse para el trabajo corriendo y llegar “como una loca” a los quehaceres de la casa.

“Quiere decir que la rutina que tenía antes, tal vez si hacía ejercicio, si me relajaba de otra manera, no puede ser. No se puede ver una novela, no se puede hacer nada, planes de ningún tipo. Es una vida obstinante” —añade—. Claro que afecta a a las mujeres. ¿Tú sabes por qué? El hombre es el que busca el sustento de la casa, pero la mujer es la que está batallando con un carbón, con una leña, con un fogón pique, es la que está inventando”.

Desde La Habana, una madre soltera de un niño en edad escolar, que sufre apagones diarios de entre 8 y 10 horas opina:

“Creo que los apagones afectan más a las mujeres porque, de manera general, somos las mujeres quienes en los hogares llevamos la carga doméstica. En mi caso particular, que vivo sola con mi hijo, obviamente no tengo con quién compartir absolutamente nada en términos de cargas del hogar. Y obviamente, [estoy sola] tanto para la ejecución de las labores como en la tarea de planificación, de cuándo se hace cada cosa, de estar pendiente, de tener en la cabeza en qué horarios hay que hacer [las tareas] para que nada se quede sin hacer. Y, además de eso, acompañar, quienes somos madres, a nuestros hijos en la gestión emocional de su propia frustración y de su propia incomodidad cuando hay apagones que los afectan, no en el sentido de que les limiten de cosas logísticas de la casa, pero sí o de entretenimiento o de condiciones para su descanso”.

La afectación de la subsistencia puede implicar además sentimientos de desprotección, problemas afectivos en el ámbito familiar, aislamiento, marginación, baja autoestima y secuelas en la identidad. Si además sumamos la idea enraizada de que las mujeres tienen la “capacidad biológica” de transmitir consuelo, el resultado es un escenario propenso a la violencia.

Esta violencia entonces se gesta en la acumulación de frustraciones. Mientras el gobierno relega la responsabilidad total de la subsistencia a la familia, las mujeres no solo desempeñan papeles de proveedoras, limpiadoras, cocineras y cuidadoras: sostienen el bienestar emocional y afectivo del hogar. La doble carga se convierte en triple, en cuádruple, y eso solo en los casos en los que no se suma alguna forma de violencia física.

La resiliencia como mandato

El gobierno cubano, desde 1959, se ha gestado sobre la base de la resiliencia y la adaptación. Pero cuando la resiliencia deja de ser virtud y se convierte en mandato, se transforma en condena.

Se espera que las mujeres continúen proveyendo alimentos cuando no hay gas, consuelo cuando no hay esperanza, calma cuando no hay descanso. Se nos pide fortaleza, sin embargo, no se nos asegura protección ni justicia.

Durante los apagones se interrumpen las redes de apoyo, se desconectan las líneas de emergencia, crece el aislamiento. El espacio doméstico se vuelve un terreno hostil; el hogar se convierte entonces en un lugar de encierro y vigilancia. En la oscuridad tampoco tienen cabida pequeñas formas de autonomía de las que nos colgamos las mujeres como el estudio o los emprendimientos. Cada apagón es también un recordatorio de cuánto dependemos de estructuras que no funcionan y de vínculos que no siempre protegen.
Cuando el Estado renuncia a garantizar lo básico y delega la sobrevivencia en la capacidad infinita de las mujeres, lo que produce no es empoderamiento, sino agotamiento.
A veces pienso que los apagones son también una metáfora del país: momentos de oscuridad administrada donde se espera que aprendamos a ver sin luz, a resolver sin recursos, a resistir sin promesas. Pero resistir no puede seguir siendo un deber; debería ser solo un tránsito.

*Autora protegida.
**Los nombres de las personas que ofrecieron su testimonio para este texto han sido omitidos por cuestiones de seguridad

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