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La Regla de Osha en Argentina: entre la invisibilidad y la resistencia

La categoría de “población afrodescendiente” se incluyó por primera vez a nivel nacional en Argentina en el Censo de 2010, después de casi dos siglos. Foto: Ella Fernández (Marcha de 8M en Buenos Aires, Argentina, 2022).

Cuando aún los nasobucos eran considerados una prenda de vestir —pleno 2021—, el entonces presidente argentino Alberto Fernández se sentó con su homólogo español, Pedro Sánchez.

“Escribió alguna vez Octavio Paz que los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero los argentinos llegaron de los barcos. Y eran barcos que llegaron de allí”, dijo el representante del kirchnerismo.

La frase desató polémica en redes sociales. Algunos defendieron al presidente y aseguraron que había citado una broma del ensayista mexicano que aludía a aztecas e incas. Otros, en cambio, sostenían que Fernández —amante del rock nacional— había hecho una mala referencia a la canción Llegamos de los barcos, de Lito Nebbia.

Tres años antes, su antecesor, el conservador Mauricio Macri, había afirmado en el Foro Económico de Davos que una asociación entre el Mercosur y la Unión Europea era “natural”, porque en Sudamérica “todos somos descendientes de Europa”.

Buenos Aires, “el París de América Latina”, se repite una y otra vez. Personalmente, encuentro más similitudes con Madrid, en ciertos puntos de la ciudad, que con la capital francesa. Y algunos barrios —como el mismísimo San Telmo— me recuerdan incluso a la Habana Vieja.

En estos cinco años que llevo viviendo en Buenos Aires, se fue instalando en mi psiquis la idea de un supuesto paralelismo entre la idiosincrasia porteña y lo europeo. Una percepción que, sin embargo, no se replica en el resto de provincias que componen a la Argentina. Tampoco comparten esta visión países vecinos como Uruguay o Brasil.

Buenos Aires es Europa, o al menos lo intenta. Y para ello llega a ignorar los mismos sonidos afros que dieron vida a una de sus mayores y mejores exportaciones: el tango.

Por eso me sorprendió aquella tarde cuando, sentado en un café, Martín —percusionista argentino— me habló de iyawós vestidos de blanco de pies a cabeza caminando por las calles bonaerenses.

Cinco años en la ciudad y nunca había visto siquiera una sombrilla blanca; apenas un par de collares con cuentas rojas asomando discretamente debajo de la ropa de un amigo y compatriota. Cinco años hablando de despojos necesarios con compañeros de trabajo, para recibir como respuesta la palabra “macumba”; término peyorativo asociado con “magia negra” o “brujería”.

En una ciudad que se piensa europea, ¿qué lugar encuentra la Regla de Osha?

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Argentina comenzó a pensarse como una nación de inmigrantes europeos —un país con memoria blanca— desde el siglo XIX, tras la independencia de España. Ese imaginario fue impulsado por un grupo de políticos e intelectuales, entre ellos el séptimo presidente argentino, Domingo Faustino Sarmiento. El mayor flujo migratorio europeo se produjo entre 1850 y 1950, con la llegada de siete millones de personas procedentes sobre todo de España e Italia.

Sin embargo, según un censo de 1778, cerca de un tercio de la población argentina estaba compuesta por africanos y sus descendientes. Incluso durante las guerras independentistas, el Ejército de los Andes contó con unos 5.000 efectivos, de los cuales se estima que entre el 40% y el 50% eran personas afrodescendientes.

Hubo, no obstante, un esfuerzo deliberado por parte del Estado para ocultar las raíces ligadas a los pueblos originarios y a los esclavos. El historiador Felipe Pigna, lo describe como una operación sistemática para reducir la presencia de afrodescendientes y comunidades indígenas en los registros oficiales, ya sea a través del genocidio directo o del olvido impuesto. Lo “afro” dejó de ser mencionado en textos, mapas, escuelas y en la cultura en general.

Pasarían dos siglos para que el Estado argentino volviera a incluir la categoría de “afrodescendiente” en el censo poblacional. Una medida tardía, aunque necesaria, según activistas.

Así, la gran capital, Buenos Aires, se erigió como símbolo de modernidad y blanquitud. Y en esa narrativa, las religiones y culturas de origen africano ocuparon siempre un lugar marginado. Entre ellas, el batuque afrobrasileño —y su predecesor, la umbanda— y, en menor medida, la vertiente religiosa afrocubana conocida como Regla de Osha-Ifá.

Nacida en territorio brasileño a comienzos del siglo XIX, la umbanda fue la primera expresión religiosa afrobrasileña en llegar a Argentina. La proximidad geográfica y el marcado sincretismo con el catolicismo facilitaron su sintonía con la cultura local. Después le seguiría el batuque, considerado la variante religiosa de mayor raigambre africana presente en el país, con unos 2.000 templos en el conurbano bonaerense.

La historia de la Regla de Osha en el país sudamericano, sin embargo, fue muy distinta.

De acuerdo con la antropóloga Lina María Ordóñez, la Regla de Osha llegó a Buenos Aires a principios de los años noventa, con el arribo de inmigrantes cubanos a Argentina. Un tránsito marcado por el Período Especial y la consiguiente oleada migratoria.

Fue también una expansión del contexto artístico que venía gestándose desde la década de 1980, cuando —junto a prácticas como la capoeira, el candombe y la danza de orixás— músicos y bailarines cubanos impartían en la capital sudamericana clases vinculadas a expresiones afrocubanas como la rumba y el guaguancó. Talleres impulsados por acuerdos culturales bilaterales donde la Plaza Francia, en el barrio de Recoleta, se convirtió en un punto clave.

Durante casi una década, percusionistas locales y extranjeros se reunieron allí para tocar tambores. Este movimiento musical no solo difundió los ritmos cubanos, sino que también abrió camino a la santería: varios percusionistas argentinos viajaron a Cuba para perfeccionarse en el tambor batá y, al mismo tiempo, iniciarse en la religión. La música se convirtió en mediadora entre humanos y orishas.

Poco a poco, aumentaron los viajes de argentinos a Cuba en busca de elementos indispensables para la praxis religiosa —como los tambores batá, algunas ewe (hierbas), palos y otros fundamentos—, así como de la decisión de recibir el orisha directamente en la isla. Se buscaba legitimidad religiosa: el deseo de alcanzar lo “puro”, la “raíz”. Paralelamente, comenzaron a llegar santeros cubanos a Buenos Aires gracias a los ahijados que tenían en Argentina, quienes los ayudaban a regularizar su estatus legal y, a su vez, generaban nuevas redes de apoyo para familiares y amigos.

Ya para el año 2000, algunas familias iniciadas en Cuba formaban parte del templo de Villa Adelina, en Zona Norte, fundado por mãe Nélida de Oxum, una mujer argentina y precursora de las religiones afrobrasileñas. Allí participaban santeros y babalawos que atendían consultas y realizaban ceremonias con la presencia del tambor batá de fundamento. Por esa época también quedó fundada la Asociación Yoruba en Argentina.

Como músico e hijo de Añá, Martín entiende la necesidad de conocer y respetar la espiritualidad afrocubana en una ciudad como Buenos Aires. Foto: Policromía Fotografía

Como músico e hijo de Añá, Martín entiende la necesidad de conocer y respetar la espiritualidad afrocubana en una ciudad como Buenos Aires. Foto: Policromía Fotografía.

Roberto es profesor de bailes afrocubanos y hace más de una década se asentó en Argentina, donde formó su familia. Criado entre Santiago de Cuba y Guantánamo, el docente y bailarín —de origen haitiano— cree que, en parte, esa búsqueda del bonaerense que le llevó a conectar con la Regla de Osha está atravesada por el propio “blanqueamiento” de la cultura capitalina. Algo que, según él, no ocurre del mismo modo en el resto del país.

“¿Sabes qué significa folclore? —me pregunta—. Folclore es tierra, sabiduría”.

Roberto tiene alumnos de muchas nacionalidades, pero sobre todo argentinos. Cada clase inicia con una parte teórica, donde aborda los fundamentos de los pasos, ritmos, elementos del vestuario. Asegura tener un ojo clínico para saber quiénes de los presentes buscan entender aquello que bailan y quiénes, en cambio, buscan una salida más comercial. No es “digerible” por todos y eso está bien.

Doy dos horas de [baile] afrocubano en un teatro en Corrientes. A mis alumnos no los llamo ‘avanzados’, sino ‘iniciados’. Pongo mucho énfasis en la teoría. No se trata de aprender pasos sueltos, sino de comprender la esencia”, explica.

“Yo solo enseño lo que es puro, y a partir de ahí, cada quien lo desglosa. Porque cuando tú das una clase de [baile] afrocubano en su forma más pura, la finalidad es que la persona conozca la esencia. Después, si lo llevas a lo popular —por ejemplo, a través de una canción de timba que hable en lengua—, ya sabes cómo proyectar el lenguaje, porque lo vienen trabajando desde esa raíz. Lo mismo pasa si es una canción de timba que menciona a Changó o a los Orishas: lo importante es que sepas cómo interpretar. En este punto, claro que hay que tener conocimiento de las características de cada Orisha y de lo que representan”.

Lo curioso es que, en los últimos años, ha sido la comunidad venezolana —con más de 160.000 personas, según el censo de 2022— quienes han hecho más visible en Buenos Aires las prácticas religiosas vinculadas a la Regla de Osha. A tal punto que en San Martín, Lomas de Zamora y otras localidades del conurbano se celebran multitudinarias ceremonias.

En enero de 2020, el ritual de “Dar de comer a Changó y a la Tierra”, celebrado en Morón —que incluyó ofrendas de animales y alimentos enterrados como acto de agradecimiento— generó rechazo entre vecinos; la gobernación terminó irrumpiendo en la ceremonia. El episodio evidenció la incomprensión y los prejuicios de la sociedad local, que aún no acepta prácticas fuera de las religiones abrahámicas.

A pesar de su expansión, las características teológicas y rituales tanto de la vertiente cubana como de la brasileña siguen siendo, a día de hoy, poco comprensibles para los sectores sociales con mayor poder adquisitivo o para los no iniciados. Las danzas, la percusión ritual y el intercambio material con divinidades y espíritus contrastan marcadamente con el modelo socialmente aceptado de “religión”, moldeado históricamente por la matriz católica institucional.

La magnitud real de su implantación suele ser invisibilizada por los medios de comunicación y minimizada por el Estado. Cuando logran capturar la atención, suele estar cargada de estigmatización y criminalización. Salvo en contadas excepciones —como las fiestas anuales dedicadas a la diosa Iemanjá.

“El argentino no tiene el mismo fundamento para aceptar o comprender un ritual afrocubano. Muchas veces lo ven con miedo. Y Buenos Aires, con su blanqueamiento cultural, no valora lo afro ni lo indígena”, afirma Roberto.

Martín, el percusionista argentino, coincide.

“En Buenos Aires todas las prácticas religiosas que no sean las católicas y la de los judíos en general tienen aún una connotación marginal, más todavía las de ascendencia africana”.

La aproximación de Martín a la Regla de Osha fue a través de la música. Un grupo de amigos, estudiantes de percusión de la Escuela de Música Popular de Avellaneda (EMPA), lo invitaron a participar en una investigación y estudio del tambor batá.

“En mi búsqueda por profundizar en el tambor latinoamericano me encontré con percusionistas que se habían formado en Cuba y Brasil, por lo que entendí y sentí que era algo indispensable de hacer. El verdadero conocimiento de una música folclórica está en hacerse parte del contexto en donde se genera”, dice.

Recuerda con mucha magia y alegría la primera vez que participó en un toque de tambores en Cuba. Sintió que el tambor lo estaba esperando. En la cultura yoruba, solo los Omó Añá (hijos de Añá) pueden tocar los tambores consagrados, conocidos como tambores de fundamento o tambores batá. Martín juró a Añá.

“Hay una serie de normas y obligaciones que cumplir para que su desempeño [el del tambor batá] y los que lo ejecutan realicen satisfactoriamente el trabajo de la jornada. Porque básicamente lo que hay que entender es que se está manipulando a uno de los orishas más poderosos del panteón Yoruba. La música en general es un canal de comunicación con lo espiritual, más allá de que se desarrolle en un contexto específicamente religioso o no”.

Martín también me habla de una larga búsqueda de identidad nacional, un tanto confundida en Buenos Aires, producto de diferentes hechos históricos aberrantes marcados por el racismo. Y de lo insostenible que resulta, a la larga, ocultar la presencia de culturas que no sean de ascendencia europea. Hace menos de dos décadas, los conservatorios más importantes de la capital recién empezaron a incorporar carreras de músicas no europeas. Y, aún hoy, se conoce poco del aporte africano a la música argentina.

“Ni hablar en lo religioso”, agrega.

Como músico e hijo de Añá, Martín entiende la necesidad de conocer y respetar la espiritualidad afrocubana en una ciudad como Buenos Aires, como parte de la identidad argentina. Más aún en un contexto marcado por un gobierno que esta vez habla de la “inmigración virtuosa” del pasado en contraposición con la actual.

“[Debemos] entender que somos latinoamericanos, es decir, que somos el resultado de un proceso largo donde se mezclan diferentes culturas del mundo en un mismo territorio. Ya no se es africano, originario, europeo o asiático solo por sangre o descendencia, sino por aceptar una forma de sentir, entender y vivir en el mundo”, dice.

Roberto es profesor de bailes afrocubanos y hace más de una década se asentó en Argentina. Foto: Cortesía del entrevistado.

La comunidad cubana en Argentina es pequeña; ínfima en comparación con las de otros países a los que hemos ido a parar luego de salir de la isla. La de Buenos Aires es aún menor. Según el Censo 2022 del INDEC, en Argentina viven alrededor de 23.000 personas nacidas en Cuba. De ellas, la gran mayoría se concentra en el Área Metropolitana de Buenos Aires.

Roberto describe a Rosario, en la provincia de Santa Fe, como un punto neurálgico donde existe una mayor presencia de prácticas de la Regla de Osha, sobre todo en el ámbito musical y danzario.

“En Rosario hay más vínculo con la cultura afrocubana, tanto popular como folclórica. Hay argentinos y cubanos que conocen y practican, incluso paleros. En Buenos Aires, en cambio, hay un flujo mayor de babalawos cubanos, pero mantienen círculos cerrados, por respeto y también por temor a cómo los percibe la sociedad”, explica.

El antropólogo argentino Alejandro Frigerio también ubica a Mar del Plata, ciudad balnearia en la costa atlántica, como un espacio importante para rituales vinculados con las religiones afro en general.

“Acá en Argentina hay tradiciones afro, como el batuque brasileño, que es una forma de candomblé. Puede tener similitudes en nombres o colores, pero no tiene que ver con la religión yoruba”, afirma Roberto. “El candomblé se conoce más, está más instalado. Está muy comercializado. La religión cubana es aún menos visible”.

Para el profesor de danza, uno de los problemas es que “somos pocos”. La Regla de Osha sobrevive más por curiosidad.

“No hay un espacio fijo como en Cuba, con compañías folclóricas o el Palacio de la Rumba. Acá son esfuerzos aislados”, agrega.

Pareciera entonces una serpiente que se muerde la cola: pocos cubanos, poco espacio, poca visibilidad… y así, una y otra vez.

Roberto se pregunta qué pasaría si existiera un Callejón de Hamel en Buenos Aires, donde los fines de semana los transeúntes pudieran ver e interactuar con la música, los bailes y todo lo demás que conlleva. ¿Dejarían de llamarlo “brujería”? ¿Entenderían su conexión directa con la naturaleza?

“En esta religión, lo que sucede es que todavía no tiene un espacio fijo, un lugar al que la gente pueda ir todos los domingos o todos los sábados a ver un espectáculo. No es como en Cuba, donde sí contamos con espacios en todas partes”.

Quizás así a los rituales ya no le llamarían “macumbas”. Y nosotros, los cubanos, encontraríamos un poco más de espacio en esta ciudad que busca ser París.

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