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Ana Lilian y el Servicio Militar Obligatorio en Cuba

servicio militar obligatorio en Cuba. Foto: Maxence Peniguet / Flickr

Leí Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, en el Instituto Técnico Militar José Martí de Marianao, en un escondite que me duró lo suficiente como para devorar la novela. Las aventuras de aquel héroe y su amigo, escenas suyas flotando de noche sobre el río Misisipi son más nítidas que mi vida de fantasma en aquellos años militares.

Descansar, dormir, vagar como Huck Finn por trillos, ríos y herbazales, para mí no tenía precio. No era esnobismo; crecí en lugares similares a los que aparecen en la novela, lejos de la ciudad, escuchando el repentino estallar de las cigarras en pleno campo.

Aquella vida militar a la que había ido a parar era lo contrario. En vez de ceibas, anacahuitas o tamarindos, había muros de hormigón armado; en vez de silencio de bosque, las faldas eróticas de una loma y bostas de caballo, había polígonos de infantería, con su silencio y vapor de alquitrán, y esa sensación de fantasmas de gente fusilada que tienen todos esos lugares.

Nos levantaban de lunes a viernes a las seis de la mañana, nos ponían a marchar, nos hacían pases de lista, gritaban órdenes ridículas, nos decían que el caballo blanco de Maceo era violeta, nos colocaban un uniforme, nos metían en aulas y nos mandaban a dormir dentro de literas a las diez de la noche. Era una industria de enlatado en serie.

Pasábamos el día completo forzando al cuerpo a luchar contra la holgazanería que iba en dirección contraria a las intenciones de los oficiales: prepararnos para una guerra en abstracto.

Mientras escribo, borro y rehago. A veces justifico mi comportamiento en el pasado con razones actuales. Así que desentierro, hago un trabajo de arqueología. Recuerdo que durante años me hice la misma pregunta: ¿por qué duré tanto allí?

Pero es una pregunta incorrecta.

Ingresé a las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) por la Escuela Militar Camilo Cienfuegos (EMCC, más conocida como Camilitos) de Santiago de Cuba. Corría el año 1994, y aquella fue la única vía que encontré para hacer el bachillerato con mis notas mediocres. Mis otras opciones eran carreras técnicas como operador de bueyes, o cerquero (obreros que hacen cercas para delimitar terrenos, huertas, vaquerías, supongo). La situación económica de Cuba era muy frágil, no se creía mucho en los estudios superiores, que eran para gente con porvenir. En mi mundo soñábamos con ser “macetas”, el neologismo con el que nombrábamos a los nuevos ricos surgidos durante la crisis. Queríamos criar cerdos, levantar un restaurante, hacer dinero vendiendo bocaditos con mermelada de guayaba.

Carreras prácticas como técnico veterinario, técnico electrónico (para reparar hornillas, televisores, ventiladores, planchas) eran oficios muy disputados. Se vivía al día. En mi casa sembrábamos la tierra del patio para alimentarnos. Y mi papá había decidido dejar la construcción de hoteles en Cayo Coco para apoyar a mi mamá en casa, porque estaba perdiendo mucho peso.

Mi hermano iba cuando quería a la escuela y yo me la pasaba robando piezas de carros con un vecino que era cuatro o cinco años mayor que yo. No gané un centavo con eso, solo lo seguía a él porque era mecánico, siempre iba trepado en un carro diferente, y porque cuando se es adolescente uno sigue siempre a los que tienen unos años de más y no te aconsejan.

Había largos apagones, sobre todo cuando comenzaba la zafra azucarera. La gente estaba flaca, desnutrida. Se sobrevivía volviendo al pasado, saboreando allí lo comido cuando los soviéticos subvencionaban todo. Y se recordaba lo vestido, lo paseado y disfrutado; pero afuera, en la realidad, había un páramo al que había que darle sentido.

Mientras que ni yo ni nadie de mi entorno sabía cómo usar aquel país, Fidel Castro y sus colaboradores confiaban en que la población resistiría si ellos no perdían la fe en que las cosas mejorarían. Y eso los ayudaba a someternos.

El día en que mi madre me llevó a aquella escuela en la parrilla de su bicicleta, me dividí en dos y dialogué conmigo mismo:

—¿Qué estás haciendo? ¿Esto es lo que te gustaría hacer?

—Creo que no. No me van este uniforme, estas botas, este sambrán. Me siento ridículo.

—Mira las cercas de esa escuela, ¿qué significan?

—Parece una cárcel, ¿no? Será una cárcel.

—Está bien. Pero si no es esto lo que te gusta, ¿qué harías para sustituirlo y darle un camino a tu vida?

—No sé.

—Bueno, entonces entra hasta que vayas encontrando tu ruta. Recuerda también que nunca has estado en un albergue, y que eso te va a hacer sentir mal. Si tienes que llorar, llora, todo el mundo va a llorar; pero luego aguanta.

Aquella noche, en un albergue por primera vez, sin conocer a nadie, comencé a llorar. Tuve un dolor parecido al de un niño que se ha quedado huérfano de forma repentina.

Pensaba y no pensaba en llegar alto, tenía la corazonada de que me podría gustar y al mismo tiempo tenía la corazonada de que aquello no servía para mí. Desde el primer día el cuerpo me dijo: vete, mándate a correr, pero ¿hacia dónde?

Me entregué a las FAR como mucha gente se entrega a una iglesia, al pastor de un templo que habla alto y firme en nombre de Jehová, para ver si por ahí encuentra un formato, un sendero por el cual caminar.

A esta esperanza de encontrar un sendero, súmense pequeñas victorias cotidianas que encontraba en aquel universo donde me garantizaban las tres comidas diarias, ropa y calzado, fumar a escondidas, salir de pase, comer doble, hacer ejercicios, llegar a casa y ser recibido como un héroe de guerra.

***

Un día creo que me harté de la disciplina de los Camilitos y para no abandonar la escuela me inventé un traslado a La Habana con el pretexto de conseguir una mejor carrera. Una prima mía estaba en la EMCC de Arroyo Arenas, me dio algunos tips y logré inscribirme allí para el último grado del bachillerato.

Aquella escuela me sorprendió. La de Santiago de Cuba era, en comparación con la de Arroyo Arenas, lo que es Corea del Norte frente a Corea del Sur.

En la escuela de Santiago vivíamos agotadoras jornadas de marchar, agotadores días en la agricultura. Teníamos un claustro de profesores mediocres y sin encanto, en una época en que todavía quedaban en Cuba educadores de la vieja escuela. El cuerpo de oficiales nos exigía como a reclutas, como si se nos preparara intensivamente para luchar contra el apartheid en África, y como si desde ese momento hubiéramos comenzado el servicio militar obligatorio.

Cualquier persona tenía atribuciones para mandarnos a hacer lo que se le antojara: cuidar cabras, cargar cajas, limpiar baños desbordados de heces fecales, y no permitirnos dormir hasta que no estuviera terminado el trabajo.

Toda la escuela parecía funcionar en pos de crearnos la idea de que éramos sirvientes, o sea, soldados de la patria, aunque podría asumirse que éramos sirvientes a secas, sombras uniformadas. Anulaban la diferencia entre un soldado y un sirviente.

En comparación con la escuela de Santiago de Cuba, la filosofía pedagógica de Arroyo Arenas era inexplicable. Parecían dos sistemas de enseñanza distintos. La brecha entre una y otra es la misma que hay entre el Oriente negro, pobre y servil, y el Occidente instruido, combustible y cosmopolita. La misma diferencia que hay entre La Habana y el resto de las provincias del “interior”.

En Santiago querían ser muy militares de ese modo en que un transformista quiere verse como una mujer. Nos exigían, por ejemplo, que el sambrán estuviese apretado y no solo que lo pareciera. El dedo índice del oficial que te hacía una requisa no podía entrar entre el cuero del cinturón y la barriga. Querían ir más profundo que un simple porte y aspecto marcial. El sambrán apretado era como un acto de penitencia, de expiación.

En Arroyo Arenas el uso del sambrán apretado parecía haberse abolido hacía tiempo, la disciplina era tan laxa que al principio me desubicó. No estuve de acuerdo con ella. Todo me parecía absurdo, algunas decisiones, por ejemplo, se tomaban en colectivo, como si, por encima del imperativo militar, hubiera alguna noción de democracia y respeto al otro. “Qué loco es este lugar”, me decía yo, “en un ejército no se pueden tomar decisiones democráticas”.

La exigencia académica, la calidad de las clases, la cultura de los profesores e incluso la honestidad del alumnado eran cualitativamente superiores en Arroyo Arenas. Llegué con notas más altas que las de mis nuevos compañeros y luego, al enfrentarme a los exámenes, me di cuenta de que mi rendimiento estaba muy por debajo. Mis notas estaban infladas a fuerza de fraude, exámenes flojos, tiempo de estudio trocado en largas jornadas de guardias y tareas agrícolas.

En Arroyo Arenas el fraude había sido reducido a cero. Los profesores solían irse del aula durante las pruebas, seguros de que para sus alumnos cometer fraude —al menos en la generación de 1997— era angustioso, humillante.

El más pillo del aula o el de más bajo rendimiento académico se cocía, se ponía rojo, se retorcía de impotencia ante un ejercicio que no podía resolver, pero nunca le pedía ayuda a un compañero. Para mí, en cambio, era tan fácil como volverme, sonreír, y pedir una pista. Contaba con el fraude para salir adelante.

En los primeros meses del curso los únicos que hacíamos el intento de fijarnos del trabajo de los otros éramos los pinareños y los orientales. Al cabo de muy poco la tentativa desapareció de nosotros y nos volvimos tan “honrados” como el resto de nuestros compañeros. Recuerdo que lo respeté, aunque nunca lo asumí como honradez total. No sabía de qué fuente venía aquello, y todavía me lo pregunto. Si brotaba de la competitividad o del respeto al esfuerzo del que estudiaba hasta tarde.

***

La primera vez que escuché a alguien rebelarse contra el sistema en Cuba fue precisamente en 1997, y también en Arroyo Arenas.

Era una reunión sobre cómo se iban a distribuir las carreras universitarias, el momento de tomar decisiones importantes.

Ana Lilian levantó la mano y salió con estas preguntas: No quiero ser militar, no quiero seguir en las Fuerzas Armadas, quiero irme a casa. ¿Por qué entonces me obligan a optar por una plaza militar? ¿Me están castigando por no querer una? ¿Por qué tengo que dejar de graduarme aquí, y cambiar de escuela si lo que quiero es ser fiel a mis deseos?

Esas preguntas eran imposible en Santiago de Cuba. Ni siquiera estaba pidiendo el permiso marcial, levantó la mano y exigió, plantando cara. ¿A qué, a quién? Al sistema, al Comandante en Jefe, al General de Ejército, a las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Ellos firmaban aquellas normas.

No era una disidencia en contra del comunismo ni del sistema político, pero sí estaba haciendo preguntas que para mí, en aquel momento, rompían el orden infalible y la justicia infinita de las instituciones cubanas. Sus reclamos resonaban en mí como preguntas copernicanas. ¿Qué hay detrás de todo esto?, me dije. ¿Si existe una Ana Lilian, si existe alguien que se opone a la leyes y las llama injustas, es porque entonces el sistema es falible?

Las preguntas de Ana Lilian eran de lujo: ¿Quiero estudiar lo que ustedes me ofrecen? ¿Mi futuro es por aquí? ¿Tengo yo algún poder sobre mi futuro? ¿Yo soy mía?

Estaba molesta porque iba a tener que irse de aquella escuela. ¿Pero por qué no se alegraba, si iba a dejar aquel mundo miserable? Pues porque sentía que la estaban castigando. El sistema suponía que un chico o chica de 14 años tenía que saber ya cuál sería su destino, y consagrarse a él.

Se sentía defraudada, su confianza en la profunda e infinita justicia del régimen se estaba quebrando. Su mente cuestionaba a las leyes del Dios-FAR, y exigía modificarlas. Eso me parecía maravilloso.

Ana dejó la EMCC antes de graduarse, salió a gestionarse una carrera de forma independiente, en las pruebas de ingreso. Estudió algo así como Bioquímica, me dijo cuando me la encontré un par de años después, siendo yo cadete del Instituto Técnico Militar (ITM).

Verla fuera de las Fuerzas Armadas, sin uniforme, me causó envidia. Yo todavía estaba convencido de que no me tocaba elegir. Debía tomar el primer camino que se me presentara. Ella, no obstante, gozaba de algún tipo de privilegio innato o familiar, que le permitía tener movilidad, o que le permitía decir: “de todos los caminos que existen, yo tomaré el que quiera, construyendo mi propio futuro”.

Creo fue un primero de mayo. Me saludó, hablamos un par de cosas, y la vi perderse en el ambiente de fiesta que venía después del desfile, cuando colocaban ómnibus para todas partes, y era muy divertido encontrar el que te llevaría a casa.

Mientras la miraba alejarse suspiré, ella me gustaba; me dije que de ahí seguramente se iría a casa, a una fiesta, a hacer el amor con su novio, y yo iría de regreso al orden interior, al rebaño, a los muros carcelarios del ITM, al pase de lista, a marchar levantando y tirando el pie con fuerza, a aquel sacrificio sin sentido alguno para mí.

***

En el ITM me consagré a evadir todas las formaciones que pude. Los oficiales iban en una dirección y yo remaba en otra. No era el único. Un día me mandaron a trabajar en la panadería. Fue una gran semana, rodeado de panes. Allí se trabajaba intensamente desde la madrugada hasta poco después de las tres de la tarde. A esa hora los panaderos, todos civiles, debían irse a casa, pero lo que hacían era cerrar las puertas y ventanas y comenzar a producir con el doble de intensidad y rapidez.

Todos los días les asignaban, por ejemplo, una cubeta de mantequilla, de unas 20 o 30 libras, para la producción. De esa cantidad, usaban solo un 5%. El resto era empleado en hacer panecillos, pasteles, palitroques, que sacaban sobornando con panes a los cadetes de guardia en la puerta, y lo vendían fuera.

Lo que más me llamaba la atención era el entusiasmo y alegría con que lo hacían, entre bromas escatológicas, dándose tragos de ron, tomando todos los riesgos, apretando el acelerador como si se fueran a morir mañana, de ese modo alegre con que se le roba al Estado en Cuba.

Así también le robaba yo a las Fuerzas Armadas, sobre todo cuando se trataba del tiempo. Era un ladrón del tiempo que de alguna manera las Fuerzas Armadas me habían sustraído.

Un día me llamó mi jefe de compañía, un capitán.

Me cuadré ante él en su oficina. Yo tenía 18 años. Esos tipos eran implacables, te olfateaban; no esperaban dar con la verdad sino dar escarmientos, infundir respeto, y uno no sabía con qué iban a salir.

Yo era enclenque, si hacía un gesto militar demasiado acentuado podía perder el equilibrio. El jefe de compañía tenía mi tarjeta de reportes en la mano, la leyó, me miró a los ojos y me dijo: “¿Quién es usted, cadete? ¿Por qué no lo conozco?”.

No entendí, balbucí algo así como: “no lo sé, compañero capitán” mirando al frente, a la pared.

—Aquí dice que usted tiene más de 900 puntos en reportes, es una cifra demasiado alta, yo nunca había visto algo así. Usted es el peor cadete de la compañía y del ITM, pero ¿por qué no lo conozco? Esa es la pregunta que me hago.

“Vaya, es una buena pregunta”, me dije. Parecía ontológica. La premisa de una novela existencialista.

—¿Por qué tantos reportes? —me preguntó el capitán.

Tenía una idea remota. Nunca iba a formación. Le dije que era cuartelero permanente del aula y del cuarto de los oficiales, y que a veces me agarraban fuera de formación.

No estaba mintiendo. Yo no asistía a la inspección matutina, tampoco al traslado del dormitorio al comedor para desayunar, ni del comedor al aula, ni del aula al comedor para el almuerzo. Por asistir, solo iba en formación a la cena porque no había manera de escapar de ello.

Un amigo mío, Sandor, había logrado, por su gracia natural, que lo colocaran de cuartelero de limpieza del cuarto de los oficiales. Los oficiales se divertían con su ingenio. Cuando Sandor pidió la baja —todos lo hacían—, tuvo la gentileza de pasarme la tarea.

Luego de la gimnasia matutina yo iba a ese cuarto, que estaba en el último piso de nuestro dormitorio, y limpiaba el lugar. Tenía un par de camas pequeñas, siempre arrugadas, que yo arreglaba como un mucamo. El suelo siempre estaba lleno de semen; todas las noches alguno de los oficiales dormía allí con una cadete. Aquello era una violación seria del orden interior: los oficiales no podían tener relaciones afectivas con las cadetes.

Conseguí, en primer lugar, no asistir a la inspección matutina, que consistía en estar parado en firme, sin moverse, junto a la litera, y tener que aguantar el paso de un par de oficiales mirándonos como si fuéramos criminales. Revisaban el afeitado, el corte de cabello, el porte y aspecto, el orden interior (colocación de jabones, uniformes, cepillos de dientes, todo debía estar alineado). Si tenías alguna falta, el oficial podía gritarte, ponerte a hacer planchas, acribillarte a reportes que se inventaba en el aire y, si reclamabas, había un reporte fuerte para eso, “réplica” creo que se llamaba. En resumen, podían jugar psicológicamente contigo, porque se supone que así sucede en un combate, y tenías que estar listo para recibir mucha presión. Odiaba asistir a estas inspecciones, y hacía todo lo que estaba a mi alcance para evitarlas.

En segundo lugar, aquel trabajo de mucamo me permitía desayunar doble. Primero con la escuadra de cuarteleros que habían estado de guardia toda la noche. Y luego en el turno de mi compañía. Ahí casi siempre pillaba un reporte, pero ante la posibilidad de desayunar doble, la afrenta, el rayón sobre mi espíritu, desaparecía.

A la hora del almuerzo hacía lo mismo, me quedaba a barrer el aula. El problema casi siempre era que a la hora del almuerzo había muchos oficiales grises que se quitaban el aburrimiento pillando cadetes fuera de formación. Me imagino que para ellos poner reportes era como rezar 10 padrenuestros, o un sacrificio al Dios de la guerra. Siempre me pillaban, pero aquel era “el precio de la libertad”, y yo trataba de pillarles a ellos con tarjetas de reportes falsas.

Todos los fines de semana me quitaban el pase. Sucedía durante el infierno que eran “las cortes” de los viernes. Si sumabas una equis cantidad de puntos, por ejemplo, 11, no salías de pase. Las cortes se hacían en las aulas, sentados, inmóviles como estatuas. Para rascarse había que pedir permiso de forma viril. Y duraran lo que duraran parecían infinitas. Para ellos las cortes nos endurecían, para mí, eran una humillación.

Cuando nos quitaban el pase nos ponían a realizar alguna tarea física como limpiar áreas, pintar paredes. Creo que mi cara insulsa, mi mirada limpia, no dejaba rastros y aquella era mi ventaja. El capitán, por ejemplo, no me conocía aun cuando yo limpiaba el piso donde él y sus colegas tenían su madriguera.

En resumen, con aquel record de 900 reportes podrían haberme hecho el favor de expulsarme, pero algo sucedió. Y lo que sucedió fue lo que pasaba siempre: se olvidó de mí.

estudiantes de los Camilitos en Cuba, en los años noventa.

Una vieja foto que conservo de mis días en los Camilitos. Foto: Carlos Melián Moreno.

En Santiago de Cuba, nuestra escuela de Camilitos fue invitada a una ceremonia militar donde se nos ordenó que gritáramos “¡¡¡HURRAAAAAA!!!”. No sabíamos qué significaba ese “hurra”. Tradicionalmente creo que decíamos siempre “¡VIVAAAA!” unas 10 veces hasta que la sincronía se descarrilaba y se volvía un sonido homogéneo. Lo uno y lo otro era fastidioso y nos agotaba. Debíamos hacerlo después del saludo del general que presidía la ceremonia, y los Camilitos vivíamos desmayándonos. Luego nos enteramos de que era el grito de guerra del Ejército Rojo.

Los traslados se hacían marchando y se nos exigía como a expertos, como se le exigiría precisión a un pelotón de zapadores. Todo el tiempo marchando de aquí para allá, bajo el sol, y nos cocinaban en ello.

En Santiago estaban obsesionados con ese método de lucha contra la blandenguería. En un año agarrabas un modo muy eficiente de administrar las fuerzas, las piernas, la oscilación de brazos. Hacíamos más con menos, la oscilación del puño por ejemplo, cuando llegaba a la altura del pecho nosotros la hacíamos temblar de forma sutil, similar a un tranque de break dance. Con eso enviábamos una señal de virilidad usando un esfuerzo mínimo. Marchábamos con la cabeza flotando, como si fuéramos una aparición, un pelotón de espectros.

Cuando el jefe de pelotón decía: “Paso de Revista”, dejaba medio minuto de silencio para que nos inclináramos hacia el lado izquierdo. En ese instante dejábamos libre el pie derecho esperando el comando final. En ese medio minuto el pelotón se inclinaba como un banco de algas en el fondo del mar. A veces el jefe de pelotón se demoraba esperando algún error y así ponerle un reporte a sus propios compañeros.

Luego elevábamos la pierna hasta formar un ángulo recto (Paso de Revista) o de o 45 grados (Paso Ordinario) y reventábamos la bota contra el pavimento. Hay algo curioso aquí, y es que no había manera de que reventaras el pie contra el pavimento sin emocionarte. ¿Lo sabían los oficiales? Quizá fueron los soviéticos los que le pasaron a Raúl Castro esa baza con un guiño de ojo.

Mientras más fuerte tirabas el pie, más sentías aquella rara sensación de salvar a la patria e incluso a la humanidad toda. No dudo que esa mini-dosis de patriotismo a cada segundo fuera una de las cosas que nos ayudaban a soportar el régimen.

***

Hacer estos ejercicios a diario, en el verano permanente cubano, era agotador y poco saludable. Un compañero descubrió que era posible obtener la baja alegando que teníamos la rodilla destrozada.

Si ibas al hospital diciendo que caminabas con dificultad, era casi seguro que encontraran una anomalía por rayos X.

La ventaja de obtener la baja militar por la vía médica era que te transferían a una universidad civil sin tener que pasar dos años en el Servicio Militar Obligatorio. La desventaja era que tenían que operarte la rodilla.

Irse del ITM era similar a irse de Cuba; quiero decir que aquel era un ecosistema muy ideológico, quienes se iban como que morían, porque te convertías en algo parecido a un desertor, un rajado, un flojo. Desde la perspectiva de los que seguíamos dentro, ellos salían al mundo de los muertos, desaparecían, eran vidas imaginarias. Pero ese mundo de los muertos era sumamente atractivo, lleno de colores, tiempo y amplitud. Nos lo negábamos a nosotros mismos, pero en nuestro fuero interno también queríamos irnos allí.

Al cabo de unas semanas mis compañeros aparecían en muletas, con una pierna enyesada. Y me saludaban desde la distancia, porque tener esos papeles era una distancia. Ya eran hombres libres, traspasarían sin más el Punto de Control de Pase, y al hacerlo se volverían y echarían una mirada última a aquel lugar, a aquellos dormitorios carcelarios, a esos polígonos, y no marcharían más nunca, no más pases de lista tres o cuatro veces al día, y vivirían.

Yo no quería hacer algo que repercutiera en mi salud a largo plazo y pedí la baja a secas. Por otro lado, estaba en vía de convencerme de que no deseaba continuar estudiando una ingeniería que me aburría mucho.

***

Una compañía, que en primer año comenzaba con 150 cadetes, se iba encogiendo hasta que al cabo de cinco años los que llegaban a graduarse eran seis o siete, como mucho. En quinto año era apenas un pelotoncito de tipos legendarios de cuyos cuerpos, de cuyas presencias, emanaba más la idea de ancianos retirados que de un cuerpo de acero radioactivo o cortante.

Luego de cinco años de sacrificio, guardias, marchas, cortes disciplinarias todos los viernes, les esperaba la vida en unidades regulares, una vida tan fuerte o más que la de cadete. A veces las responsabilidades eran tan grandes que si algo salía mal los oficiales al frente podían terminar en un calabozo.

Recuerdo que estando en un campamento agrícola en Candelaria, entonces provincia de Pinar del Río, un teniente fue sorprendido teniendo relaciones sexuales con un compañero nuestro. Los que los delataron fueron los reclutas de la unidad. Aquel día varios de ellos los estaban vigilando por un agujero en la pared de la oficina del teniente. Avisaron a un oficial, patearon la puerta. Dentro estaba el cadete en calzoncillos y el oficial desnudo. Esto no les pareció suficiente y se abalanzaron sobre ellos buscando pruebas de que había sucedido entre ambos un coito, o cualquier trato homosexual.

El teniente era el político de la unidad, justo el que debe hacer de bisagra entre la jefatura y los subordinados. No parecía mala persona, pero supongo que los reclutas se sacaban un ojo por ver caer a cualquiera de los oficiales que los dirigían.

Al enterarse de aquella falta la jefatura del ITM mandó a apresar a los amantes. Al cadete lo expulsaron de inmediato, y al oficial lo encerraron sin cordones ni cinturón en un calabozo que tenían en Marianao, en los pisos bajos del antiguo Colegio de Jesuitas.

No eran de fiar los reclutas, se pasaban horas mirándonos, tratando de encontrar cómplices. Querían ficharnos para robar combustible, piezas de tractores, arados y casi todos arrastraban años de castigo por indisciplinas, robos, fugas. Era una unidad del Ejército Juvenil del Trabajo, pero parecía una especie de campamento para sancionados. Cuando conversaba con ellos trataba de comprender por qué reincidían en delitos, pero mi verdadero objetivo era imaginar cómo sería mi vida entre sus filas. Me preguntaba si sería capaz de lograr no acumular años sancionado como ellos, para quienes fugarse, hacer fechorías, era algo tan natural como ir a orinar o a comer.

***

Dentro del ITM había una plantilla de soldados que hacía campamento en una unidad de apoyo contigua. Luego de que mis amigos se fueron comencé a mirar a esos reclutas de otro modo. Ya no me parecían fantasmas. Más bien les tenía envidia. Pronto, en dos años como máximo, terminarían su servicio militar y continuarían con sus vidas puestas en pausa. Yo sentía que mi vida había sido puesta en pausa a los 14 años, cuando ingresé a la EMCC de Santiago de Cuba.

Luego supe que ellos no nos miraban como a fantasmas sino como a pobres abducidos, no comprendían que quisiéramos seguir en esa carrera. Más pronto que tarde pedí la baja y me incorporé a sus filas. El primer teniente que fue designado como nuevo jefe de mi compañía en el segundo año de la carrera me dijo: “Tranquilo, Melián, yo sé que a veces hace falta mucha valentía para irse de aquí”.

A partir de ese momento comencé a sentir un respeto de su parte que no sabía que existía. Yo no tenía por qué saludarlo más, pero lo hice por respeto. Eso sí, no marchaba, no formaba. Me perdía en escondites hasta que llegaran unos papeles que necesitaba para trasladarme a Santiago De Cuba a una unidad que me había gestionado mi madre.

Me mandaban a cumplir dos años de Servicio Militar Obligatorio. Luego de más de cinco conociendo qué eran las Fuerzas Armadas, aquella era una ley absurda, un castigo por desertar. Ana Lilian tenía razón cuando los emplazó. Pero no importaba, el mundo se abría demasiado ante mí. Sentí vértigo. Y ese vértigo era la libertad. El camino a casa fue más fácil de lo que nos pintaron.

***

Los viejos amigos que veníamos de la EMCC de Santiago de Cuba nos solíamos reunir en el ITM en el horario de las comidas bajo unos ficus que crecían cerca del comedor. Ahí las compañías rompían filas y los cadetes nos desperdigábamos buscando la sombra.

El tema de conversación en las últimas semanas era irnos del ITM. Ya ellos habían decidido la variante de la rodilla. A mí me aterraba toda la situación. No sabía cómo podría ser mi vida al salir de allí. Tendría que comenzar de cero, y parece que todo mi cuerpo emitía esa señal.

Erick, que estaba decidido a operarse, me comentó que mi caso no era como el suyo. A diferencia de ellos, yo era muy pobre; si me iba a Santiago ¿cómo iba a vestir, cómo iba a calzar, cómo iba a comer? Desde el ITM yo mantenía calzada a toda mi familia: a mi madre, a mi padre y a mi hermano. Cuando iba de pase, les llevaba mis zapatos, y luego regresaba en chancletas, alegando que me lo habían robado todo.

Si mis padres iban a una fiesta y les mirabas bien los pies, podrías identificar que traían zapatos de las Fuerzas Armadas. En aquella época distribuían unas botas de punta fina para los hombres y unas cuñas para mujeres que yo había logrado canjearle a una compañera.

Lo que Erick me dijo me causó ese tipo de tristeza que abona positivamente tu idea de darle un vuelco a la vida. Hice lo contrario de lo que me sugirió, porque la idea que yo tenía de mí era diferente a la suya. Pero me llamó la atención la forma en que me veía. Estaba describiendo algo real, un país con clases sociales. Y yo no lo veía así quizá porque pertenecía al fondo, a la parte más ancha de la pirámide. La de gente sometida a la amplitud de las oportunidades, y otra a las estrecheces de la pobreza. Él era de los primeros, como Ana Lilian, y yo de los segundos. A mí me tocaban las Fuerzas Armadas.

A veces pienso que las Fuerzas Armadas son el laboratorio del totalitarismo cubano. El motor pequeño que mueve al motor grande. Pero hay otra manera de verlo. Las FAR, en última instancia, son torres de vigilancia sobre la población. No se preparan contra el pueblo sino que ya están dentro, combatiéndolo. Maniobrando, haciendo paseos de advertencia. El Servicio Militar Obligatorio, reclutador de miles de jóvenes que son mano de obra esclava para mantener sus unidades en “óptima o completa preparación combativa”, es una de las formas en que mejor se manifiesta su incidencia.

***

Mi vida como soldado del Servicio Militar Obligatorio mejoró mucho en comparación con el trato que había recibido en la EMCC de Santiago de Cuba y en el ITM. Tenía una perspectiva de futuro en la cual me veía libre de tantos reglamentos, horarios, radares, vida en unidades militares, códigos arbitrarios, oficiales empoderados sobre nosotros.

Ya no nos ponían a marchar como soldados de plomo. Los oficiales nos trataban con un respeto que yo no conocía. Creo que nos temían. No es que tuviéramos muchos derechos, porque el hecho de estar allí, de forma obligatoria, como esclavos, nos despojaba de cualquier dignidad.

Lo que sentía era que en su fuero interior ellos, los más razonables, nos trataban a sabiendas de que aquella vida era indeseable y que un recluta era una contradicción en sí mismo. Era un reo armado, armado por ellos. Era peligroso en potencia, y estaba siempre a un paso de perder la cordura.

Comparé al Carlos cadete y al Carlos soldado: el segundo podía odiar al Estado que lo había colocado allí de forma obligatoria, pero el primero, además de despreciar aquel régimen, tenía que buscar el modo de amarlo, y también se tenía que odiar a sí mismo por seguir tolerándolo. Había una intensa presión moral que lo hacía dar vueltas en bucle.

Conseguí un traslado hacia una unidad desactivada de telecomunicaciones en Santiago de Cuba, muy cerca de mi casa. Viví el resto del servicio militar como un paseo. Dormía todo el día con el AKM debajo del colchón. Por las noches mi jefe inmediato, un sargento de tercera, traía a una amante y se acostaba con ella en la litera en que debíamos dormir los soldados. Para tener toda la unidad para él me pedía que me fuera a casa a dormir y que llegara a primera hora.

Y así fue durante un año y medio. A veces me daba mala conciencia, recordaba que había muchachos suicidándose en unidades de tanques, que eran las peores, pero recordaba que yo había estado cinco años y medio marchando, haciendo 24 horas de guardias, a veces dos veces por semana, había limpiado kilómetros de pasillos y baños llenos de heces fecales hasta la altura de los talones.

Sentía que en ese quinquenio las Fuerzas Armadas habían saciado conmigo algo esencial para ellas: su vanidad. Su sentido del ser, su demostrarse a sí mismas que les quedaba garra para amaestrar y destruir hombres de dentro y de fuera. En la EMCC de Santiago de Cuba trabajé en la agricultura, chapeé un campo con un pico en ausencia de machetes, comí potajes agrios, perseguí un buey durante toda una noche lluviosa, soporté a Zapata Dager, un hombre consagrado a la perfección, un primer teniente despiadado y honesto, al que le temíamos como se le teme al Inspector Javert, el carcelero que le hace la vida imposible a Jean Valjean en Los Miserables.

Me licenciaron cinco meses antes de lo previsto, pero no les avisé del error. Opté por la Orden 18, una oportunidad de acceder a carreras universitarias para quienes pasaban los dos años de Servicio Militar Obligatorio con una buena conducta. Saqué muy buenas notas y logré una buena posición en el escalafón. Obtuve una plaza en la carrera de Periodismo.

Un día en el que regresaba a mi casa desde la unidad, vi a un par de mujeres llorando, luego a dos reclutas corriendo, escapando de algo. Seguí caminando. Dos muchachas que estaban pasando el servicio militar voluntario —pues era una manera de optar también por la Orden 18— y que iban a menudo a mi casa a pedir agua, llegaron hasta mí corriendo y llorando. No entendí lo que decían; se refugiaron en una nave porcina que estaba cerca.

Me comencé a preocupar pero seguí caminando hasta ganar la carretera. Desde ella podía mirar lo que sucedía dentro de la unidad casi desmantelada de cohetes antiaéreos porque estaba en un nivel superior, sobre una elevación.

Oí una ráfaga corta y me agaché. Pero seguí avanzando. No sé por qué no sentía peligro. Frente a una de las naves había un soldado con una AKM en la mano. Conocía al chico, iba mucho al bulevar cerca de la calle Enramadas de Santiago de Cuba; no sabía que lo había pillado el SMO. Era fanático al rock and roll. Gritaba algo así: “Sal, ven, so puta, sal si eres hombre”.

Estaba llamando a un oficial para matarlo. Las ráfagas eran para él. El segundo jefe de la unidad le había hecho perder los estribos. Todos los vecinos de la localidad conocíamos a ese segundo jefe de unidad, un teniente coronel, porque nunca le daba un aventón a nadie. Ni a mujeres con niños pequeños ni a embarazadas ni a ancianas. A nadie. Luego se rumoreó que había sido amonestado, o licenciado, porque no era la primera vez que recibía un rafagazo. El anterior a este había sido de una mujer, una mujer como Ana Lilian.

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