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Amor y migración en tres actos

Geraidy Brito Montes de Oca y Yaqui Saiz, junto a su perro, sentadas frente al mural de la Casa de Títeres Cubana Argentina en Junín. Detrás, se ve la fachada del espacio cultural con puertas blancas y paredes de ladrillo rojo. Foto: Ella Fernández.

Preludio

Hay algo de esotérico en la historia de amor de Geraidy y Yaqui. Me cuentan que, una vez, saliendo de una misa en La Habana, un hombre las vio y les aconsejó que nunca se separaran. “El día que ustedes se separen, puede que las dos sean exitosas, pero el éxito de ustedes está en estar juntas. Son como los Ibeji, gemelos divinos, que vencieron al diablo cantando y bailando”, les dijo.

Los más escépticos, o quienes se aferran al materialismo dialéctico, podrán dudar. El destino siempre es cuestión de debate. Pero en esta historia, contada en tres actos, son tres los protagonistas: Gera, Yaqui y el maldito destino.

Me remito a una escena muy específica: La Habana, 2008. Geraidy abandona un ensayo por culpa de un retortijón de estómago. Sale del teatro, levanta la vista y ve a una misteriosa y hermosa mujer que fuma un cigarro, completamente enajenada del mundo. Gera —como cariñosamente le dicen— no lo sabe aún, pero esa mujer no solo se convertirá en su compañera de vida, sino también en la persona con quien, unos años después, emprenderá un proceso migratorio y levantará a pico y pala el primer teatro de títeres autogestivo de Junín, una ciudad al noreste de Buenos Aires. Una ciudad tan pampeana como conservadora.

Geraidy y Yaqui sonríen a la cámara. Foto: Ella Fernández.

Geraidy y Yaqui asumieron su sexualidad desde la infancia y lo comunicaron en sus hogares sin filtros, ni silencios. Nunca se ocultaron. Foto: Ella Fernández.

Primer acto. El arte como salvación

Geraidy y Yaqui provienen de contextos muy distintos. Son la prueba real de aquella canción de Buena Fe que decía “muchas Cubas en una Cuba”. A pesar de mi animosidad con la banda de mi adolescencia, tengo que darles la razón en esta.

Geraidy Brito Montes de Oca nació en 1976 en San Antonio de las Vueltas, en la provincia de Villa Clara. Un pueblo cuya extensión no supera los 40 kilómetros cuadrados. “Entras por donde mismo sales”, dice. Un pueblo diminuto con una casa de cultura, un cine-video, una discoteca, una biblioteca y, por algún motivo, una réplica del Molino Rojo de París. Lo que menos esperarías es que en esta comunidad —casi aldea— se desarrollen unas de las parrandas más vistosas del país.

Gera describe comparsas tan grandes que inhabilitan el paso. Carrozas construidas por los habitantes del pueblo que a la mañana son electricistas, plomeros, panaderos y, a la noche —divididos en barrios rivales—, dan vida a estructuras cargadas de luces, movimiento y efectos visuales. Incluso quienes emigran y dejan atrás el poblado de Vueltas, se comprometen a enviar insumos para las parrandas. Y lo cumplen.

Proveniente de una familia campesina —cortadores de caña, para ser específicos— Gera asegura que las posibilidades profesionales en Vueltas eran limitadas. “En mi pueblo era ser médico, abogado o maestra”. Pero ella, sin saber realmente por qué, siempre quiso ser artista.

Entró en el Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas “Ernesto Che Guevara” de Villa Clara porque fue la forma que encontró de irse de Vueltas. Entre los doce turnos de clase del día, se enteró de que habían abierto las convocatorias para el Instituto Superior de Arte en La Habana (ISA). Más allá de bailar en la plaza y cantar en los matutinos, la formación artística de Gera era escasa, por no decir nula. Pero eso no la detuvo.

“Me fui a hacer las pruebas sin tener familia o amigos en La Habana, [en] pleno Período Especial” —cuenta. Dormí en portales y en el [hospital] Calixto García. Eran 12 becas a nivel [de] país y quedé en el puesto número 13. Pero el 12 falló y una de las profes que me hizo el examen —quien al parecer vio algo en mí— me dice ‘dale, que tú eres la 13 y si no vienes ahora, viene el 14’”.

En 1994, la nieta de cortadores de caña ingresó al ISA en el perfil de actuación. Fueron años duros. No solo por la escasez de alimentos, ropa y transporte que atravesaba al país. Gera llegó a ser expulsada de la beca por su orientación sexual. A pesar de todo fue la mejor graduada de su año y recibió el premio a la mejor actriz de su curso.

Su idea inicial era quedarse en La Habana, sobre todo porque varios directores de teatro, tras su tesis final, decidieron apostar por ella. Pero, al ser de Villa Clara, fue enviada a cumplir el servicio social en el Teatro Escambray, una emblemática agrupación formada en 1970 por grandes como Sergio Corrieri, Raquel Revuelta, Bárbara Domínguez y Carlos Pérez Peña, que funcionaba en el centro del país. Gera logró insertarse y armar “una familia maravillosa”. Allí permaneció tres años.

“Teatro Escambray me dio la posibilidad de sentirme la mujer hermosa que era. Porque, hasta ese momento, yo creía que nunca iba a poder hacer un personaje femenino. Eran tantas las críticas que recibía sobre la sexualidad…”, dice.

Si les preguntas, la pareja dice haber dado más a la comunidad de Junín de lo que han recibido. Foto: Ella Fernández.

Durante los años siguientes recorrió la Isla, casi siempre abocada a lo comunitario. En algunos espacios se sintió atrapada, en otros no. Así fue hasta que cumplió los 30. Gera lo describe como un momento bisagra: “Vi el paisaje y dije: ‘los 31 no me agarran aquí, yo me voy’”.

Regresó a la capital cubana de la mano de Doris Gutiérrez, quien entonces dirigía la obra María Estuardo en el teatro Hubert de Blanck y quería que Gera asumiera el papel de Isabel Tudor. Con un elenco de estrellas “ya instaladas”, Gera pasó varios meses sin sueldo y pagando 15 dólares por una cama en un apartamento compartido. Tal vez por la homofobia, tal vez por ser hija de campesinos. No obstante, fue feliz. Fue nominada a los Premios Caricato por su interpretación de la monarca. Ahí estuvo, hasta que la echaron. Nunca entendió qué pasó, pero tampoco hizo preguntas. Tras una función como cualquier otra, se le acercaron para informarle que al día siguiente su contrato culminaba. Esa noche, sin saberlo, Yaqui estaba en el público.

Yaqui Saiz, por otra parte, nació en Guantánamo, pero se define habanera. Se fue muy chiquita para usar cualquier otro gentilicio. Desde pequeña le llamaron la atención las manualidades, la pintura y la escultura. Su tío era arquitecto y ella disfrutaba recrear sus planos. En un momento expresó su interés por entrar en la Academia Nacional de Bellas Artes San Alejandro, pero su familia no la acompañó en esa decisión. Cuando se inclinó por el dibujo arquitectónico, le compraron una mesa de dibujo.

La verdadera felicidad de Yaqui llegó en diciembre de 1989, cuando vio por primera vez la película La Bella del Alhambra. Fue su disparador. La atracción por la obra de Enrique Pineda Barnet no llegó ni siquiera por el personaje de Beatriz Valdés, ni por la puesta cinematográfica o la historia en sí. Era el ambiente del teatro musical que se trasladaba a la sala de cine. Algo cambió ese día, porque cuando se enteró de que había audiciones abiertas para El encuentro de dos mundos, una parodia sobre la llegada de Cristóbal Colón a América, decidió presentarse al papel de la india Guarín. Nunca había tomado una clase de ballet ni de canto. Solo imitaba lo que otros hacían, como imitaba los planos de su tío.

Rodeada de actrices graduadas del ISA, se aprendió el texto y las coreografías. Y tras un largo proceso de casting, le dieron el papel. El teatro musical fue su escuela durante cinco años. A través de este, y por azar del destino, se aproximó al mundo de los títeres. Por las mañanas, el elenco tenía clases de ballet, expresión corporal, etc. A la tarde ensayaban. Pero un mediodía, mientras todos se iban a almorzar, Yaqui conectó con el grupo de titiriteros Caleidoscopio.

“Me quedaba a ver los ensayos. Me pasó exactamente lo mismo que cuando vi La Bella del Alhambra”, dice. Esto la inspiró a montar un pequeño espectáculo con cuentos de Miguel Barnet y sones de Nicolás Guillén. De gira por México, un día, en la piscina del hotel donde se alojaban, Yaqui presentó aquel espectáculo para unos niños que correteaban por el lugar. Al productor a cargo de la gira le gustó y propuso venderlo. Con lo recaudado, Yaqui no se compró ropa ni zapatos; se compró un departamento en Centro Habana, que años después sería bautizado por amigos y conocidos del mundo del arte como “el orfelinato de San Miguel”.

El Teatro Musical cerró en 1999. No había presupuesto, le dijeron. Era una compañía muy grande. Mientras los actores eran reubicados en otras plazas, a Yaqui le ofrecieron dirigir su propio grupo bajo el ala del Centro de Teatro de La Habana. Un proyecto de títeres que bautizó como Nueva Línea. Más de una década de trabajo continuo que le permitió recorrer la isla y recibir disímiles galardones, a pesar del ninguneo hacia el género.

Su trilogía de Pelusín del Monte, basada en el personaje de Dora Alonso, fue un evento sin precedentes con padres saltando las cercas de la instalación, entradas revendidas en dólares, dos niños por butaca. Todo esto posicionó a Yaqui como una figura importante dentro del espectáculo de títeres en Cuba. A tal punto que, en 2012, la invitaron a formar parte de una nueva cátedra dedicada al género en el ISA. Pero ya, en ese punto de la historia, otra decisión había sido tomada.

En su taller, ubicado encima del teatro, Yaqui da vida a varios de los títeres que forman parte de sus funciones. Foto: Ella Fernández.

Segundo acto. El orfelinato de San Miguel

Regresemos a la noche de 2008, en el Hubert de Blanck. Por entonces, en el apartamento de Yaqui en Centro Habana se alojaba un amigo quien le propuso ir a ver una obra con muy buenas críticas: María Estuardo. Yaqui pudo no haber ido. “No le gusta el teatro dramático”, –dice Geraidy. A día de hoy sigue sin gustarle”. Pero, una vez más, el destino se empeñó en reunirlas.

Tras la función, ese amigo le presentó a Gera. Para sorpresa de la villaclareña, Yaqui era la mujer que había visto fumando fuera del teatro. La figura enajenada tenía ahora nombre. Intercambiaron apenas tres palabras, pero fueron suficientes para que Yaqui la invitara a almorzar. Aquel día, Gera descubrió el universo de los títeres de Yaqui: “Yo dije: ‘Dios mío, qué mundo más alucinante’. Hasta entonces, los títeres para mí eran un universo distante”. El resto, como suele decirse, es historia.

Con el tiempo, entendieron que, pese a provenir de contextos muy distintos, sus trayectorias tenían sorprendentes paralelismos. Ambas asumieron su sexualidad desde la infancia y lo comunicaron en sus hogares sin filtros ni silencios. Nunca se ocultaron. Nunca permitieron que les dijeran que eran otra cosa distinta a lo que sentían ser, aunque muchos lo intentaron. Incluso desde la propia familia, hubo bullying.

El “orfelinato de San Miguel” se volvió su refugio, un pequeño planeta donde no tenían que explicar quiénes eran.

Yaqui terminó contratando a Gera como asistente de dirección. La amaba, pero al principio no la quería como titiritera. “El teatro dramático es hacia afuera. El titiritero, en cambio, trabaja hacia adentro. Le tiene que pasar eso al muñeco. No puedes opacarlo”, explica.

Un viaje imprevisto de uno de los integrantes de la compañía obligó a cambiar los planes. Estaban cerca de participar en un festival en Camagüey y no encontraban reemplazo. Tenían diez días para montar la obra. Yaqui no dudó. “Tú vas a hacer cada movimiento que yo haga. Por imitación. Y te lo vas a aprender de memoria”, le dijo a Gera, quien estaba invitada al mismo festival para representar a Isabel Tudor, el personaje que la había consagrado en la capital. El público esperaba a la reina. Pero quien apareció fue una titiritera.

Un productor español estaba presente. Eligió la obra de Nueva Línea y se fueron de gira por el País Vasco. Así comenzó una nueva etapa para ambas. Fueron felices. Lo fueron durante cuatro años en ese micromundo poblado de títeres. Pero en 2012, desde el Ministerio de Cultura, comenzó a imponerse una línea que buscaba cerrar compañías que, según las autoridades, “no tenían la calidad suficiente”. Yaqui, que conocía cada grupo del país, no se quedó callada.

“¿Qué entienden ustedes por calidad? —cuestionó—. ¿No será que quienes deben garantizar desde las artes escénicas no están haciendo su trabajo? Su deber no es cerrar compañías, es ayudarlas”.

Fue la primera confrontación. No sería la última. En menos de un año, Yaqui contactó a jóvenes músicos, diseñadores y técnicos recién egresados, y los vinculó con las agrupaciones en riesgo. Les ayudó a montar espectáculos. Aquellos colectivos, antes señalados como “marginales”, empezaron a ganar premios.

El paso siguiente fue una reunión inédita en Cuba: directores de teatro, danza y otras artes coincidieron en un mismo espacio. Yaqui aprovechó para hablar con franqueza sobre las irregularidades en el ámbito institucional. Expuso casos concretos de corrupción. Lo hizo con nombre y apellido. Las denuncias quedaron registradas en un acta firmada por los asistentes que llegó al Ministerio de Cultura (MINCULT) de manos de la mismísima titiritera. Incluso afirma haber entregado una copia a Raúl Castro.

Poco después, la citaron en el MINCULT. En plena conversación, la acusaron de recibir financiamiento por parte del gobierno de Estados Unidos. Que los artistas que habían firmado lo habían hecho “sin leer”. Yaqui había conseguido más de 500 firmas, en una Cuba sin internet. A partir de entonces, las puertas empezaron a cerrarse. Yaqui y Gera dejaron de ser convocadas a festivales, a giras, a espacios de formación. El cerco se estrechó.

El último festival al que asistió Nueva Línea —cuando ya solo quedaban ellas dos— fue en Vietnam, la meca del títere en Asia. Presentaron Historia de burros. Ganaron la medalla de plata, pero el viaje fue traumático. A su llegada al país extranjero, un agente de la Seguridad del Estado les retiró los pasaportes. No podían salir a la calle sin permiso. El sistema de vigilancia las siguió de regreso a La Habana. La persecución se volvió cotidiana.

Títeres dentro del taller de Yaqui. Foto. Ella Fernández.

Tercer acto. Un teatro cubano en una ciudad improbable

Eso fue todo. Un día decidieron vender el departamento. Tomaron sus más de trescientos títeres, la poca ropa que tenían, y emprendieron viaje a Argentina sin saber si les esperaban días de frío o de calor.

Argentina fue una casualidad. Pudo haber sido Grecia. O Indonesia. Lo confiesan sin rodeos. Se sentían asfixiadas y no había tiempo ni espacio para planear. Junín, como destino final, también fue un accidente del camino. En un encuentro de mujeres artistas en Santa Clara conocieron a un grupo de creadoras juninenses que las invitaron a visitar su ciudad. Gera y Yaqui tomaron la invitación con seriedad.

Al principio pensaron recorrer todo el país, pero descubrieron un público distinto: “Tal vez nuestra propuesta rompe con muchos esquemas” —reflexiona Yaqui—. Acá, casi todas las obras que hemos visto en los festivales cuentan la historia del príncipe y la princesa. Mucho títere de guante. Nosotras hablamos de la humanidad, de personajes grotescos, de personajes negros con pelo rojo, de otra estética. Y el público argentino no siempre está acostumbrado a eso”.

Tampoco fue fácil insertarse. Siendo cubanas, notaban que, apenas se sentaban en las mesas de titiriteros, lo primero que se les preguntaba era si eran de izquierda o de derecha. No había margen para la complejidad.

“No estaban abiertos a que una dijera: ‘Estoy de acuerdo con esto, pero creo que esto otro está mal’. Había —y hay— un tokenismo con respecto a Cuba en este país. Las mesas terminaban en discusiones. Y empezamos a callar”, agrega Gera.

En un momento se cansaron de viajar. Tenían dos opciones: ser nómadas o invertir lo poco que les quedaba. Consiguieron un terreno en las afueras de un Junín casi desértico. Las grandes capitales no les interesaban.

Durante los primeros años de la construcción del teatro, Geraidy y Yaqui vivieron en un cuarto de cinco por cinco metros. Un espacio oscuro, sin ventanas. Foto: Ella Fernández.

“Teníamos claro que teníamos que hacer algo en consecuencia con lo que queríamos. Una cosa es soñar con hacer teatro, otra cosa es hacerlo, y otra muy distinta es sostenerlo”, explica Gera.

La idea inicial fue dejar de ser las eternas invitadas. Crear un lugar donde pudieran hacer el arte que querían hacer, e invitar a otras personas a hacer lo mismo. Cada espectáculo que montaban venía cargado de concesiones —quitar texto, simplificar— para tener fondos y construir ese espacio propio. La libertad, de momento, era relativa.

Cada pared, cada tramo de techo, cada instalación eléctrica, cada centímetro de cerámica lo pusieron ellas. Gera y Yaqui. Diez años de obra. Cinco de ellos, vivieron en un cuarto de cinco por cinco metros. “Dijimos: tenemos diez años para construir físicamente este lugar. En esos diez años se hace todo o nos jodimos”, dicen ambas.

Y lo hicieron. Construyeron la primera Casa de Títeres Cubanas en Junín, específicamente, en Lavalle 1511. El único centro cultural de la ciudad construido de cero, sin dinero del Estado, por dos mujeres migrantes. Pero eso no les garantizó un espacio dentro de la comunidad. Si les preguntas, dicen haber dado más de lo que han recibido.

“Cuando un titiritero llega a una ciudad, lo primero que debe hacer es averiguar cuál es la historia del títere en ese lugar”, explica Yaqui. Y eso hicieron. Descubrieron que el gran referente local era Beto Mesa, trabajador ferroviario y titiritero, desaparecido durante la dictadura. ¿Dónde hicieron su primera función? En la iglesia donde Beto hacía sus funciones. ¿La segunda? En la vereda donde él solía pararse con sus muñecos. Mantuvieron contacto con su hermana, pero esta falleció antes de que el teatro se terminara de construir. Hoy, muchos espacios públicos en Junín llevan el nombre de Beto Mesa. Pero casi nadie sabe quién fue. Ni que hacía títeres.

Durante más de trece años, Gera y Yaqui han trabajado con escuelas de todo tipo —incluso las de perfil evangélico—; crearon un canal de YouTube con talleres gratuitos sobre construcción de títeres y rescate del teatro independiente local; cada enero destinan funciones a comedores y merenderos; han salido a la calle a dar presentaciones para ayudar a vecinos en dificultades económicas. Incluso se ofrecieron a la municipalidad como titiriteras oficiales de la ciudad, para trabajar en escuelas temas de acoso, maltrato animal, bullying. Nunca recibieron respuesta.

Junín es una ciudad marcada por un conservadurismo que no escapa al clima general del país. Con la llegada de figuras como Javier Milei, ese clima se volvió más notorio. Gera y Yaqui, al fin y al cabo, son una familia homoparental. Dos mujeres con acento extranjero. Dos mujeres sin miedo.

“Cuando empezamos a construir el teatro, el barrio entero nos hizo bullying. Por ser dos mujeres, pareja, haciendo el trabajo de un hombre, supuestamente. Porque una cosa es ser ayudante del albañil y otra cosa es ser el albañil. Nos veían, día y noche, poniendo ladrillos. Nosotras solas”.

Pero siguieron. Construyeron el teatro que soñaban. Un espacio donde se reivindica la labor artística, sea de alguien que estudió o de alguien jubilado que ahora quiere cantar o bailar. Y canta. Y baila. La verdad, sin embargo, es cruda: con la venta de entradas apenas alcanza para cubrir un 30% de los gastos. Sumaron un pequeño bar. Pero se niegan a vender fernet o choripán. “Mojitos, siempre”.

El último festival al que asistió Nueva Línea —cuando ya solo quedaban ellas dos— fue en Vietnam, donde presentaron la obra Historia de burros. Foto: Ella Fernández.

Cierre

A cada rato, Gera y Yaqui se miran. Se miran entre las paredes que colocaron con sus propias manos y la familia que construyeron, que incluye a un amoroso perro callejero y a un gato sofisticado. Se miran en el silencio casi inmóvil de Junín y, a veces, se preguntan cómo habría sido todo si hubieran tenido la posibilidad de construir este teatro en Cuba. Agradecen el pasaporte argentino. Pero quizá eso no sea suficiente.

El teatro está listo. Después de una década de obra, la meta está cumplida. Y, ahora sí, empieza el duelo de la migración.

“Ahora estamos entendiendo cosas que antes no teníamos tiempo de entender. Todo este tiempo fue convulso: tirar una pared, invertir en ladrillos, recibir artistas… Ahora entendemos que el destierro es un castigo. Lo sabemos desde la escuela primaria, por la vida de José Martí, pero no lo interiorizas hasta que te pasa. Creo que, después de la muerte de un hijo, el destierro es de las peores cosas que le puede pasar a un ser humano”.

“Destierro y migración no son lo mismo. El destierro es la conciencia del no retorno. Yo no me quería ir, pero me cerraron todo”.

Yaqui extraña las tarimas cubanas. Extraña el “ida y vuelta” con el público, la risa espontánea, la valoración inmediata, los aplausos después de cada gesto de un muñeco. En Argentina no ha sentido eso. Por el contrario, dice sentirse constantemente juzgada por un público que muchas veces no comprende las historias que ella quiere contar.

Definen la migración como una carrera de resistencia. Así la han vivido. No es la historia de todos, pero sí la de ellas: una maratón en la que, una y otra vez, se han visto obligadas a demostrar cuánto valen. Lloran y se ríen cuando piensan en lo absurdo de eso, más aún cuando el mundo entero está hecho de historias de migración. De movimiento.

Ese es el corazón de su más reciente obra: El abuelo Felipe. Una puesta en escena con música de la cantautora cubana Liuba María Hevia, inspirada en el abuelo de Yaqui, un español que emigró a Cuba en busca de una vida mejor, y que regresó a su tierra cuando ya era viejo.

Yaqui y Gera se abrazan. El destino, como un titiritero invisible, vuelve a tirar de los hilos y se mete en la escena. No hay guion que alcance para explicar cómo se cruzaron, cómo sobrevivieron ni cómo, contra todo pronóstico, construyeron una casa con forma de teatro. Quizás fue suerte. O coraje. O simplemente la obstinación de dos mujeres que no aceptaron los papeles que otros les asignaron. Será que las historias que empiezan por una casualidad pueden terminar siendo épicas.

El teatro está de pie. Pero la historia no termina aunque baje el telón.

Se escuchan aplausos.

El teatro está listo. Después de una década de obra, la meta está cumplida. Foto: Ella Fernández.

La primera Casa de Títeres Cubanas en Junín. El único centro cultural de la ciudad construido de cero, sin dinero del Estado, por dos mujeres migrantes. Foto: Ella Fernández.

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