Llevaba casi un mes en Barcelona cuando decidí salir a correr. El plan era prepararme en lo moral y lo físico para lo que significaba recomenzar en un sitio desconocido. Preparar al cuerpo para una nueva casa, una larga marcha.
La ayuda de la organización que me sacó de Cuba junto a mis dos hijos y su madre, terminaría en cinco meses. Quería estar listo para resistir cuando llegara el final de aquel apoyo; por mí y por mis hijos, o por mis hijos y después por mí. Esto es importante si quiero explorar el modo en que sentía en aquel momento, porque creo que ese orden de prioridades (hacia uno mismo o sus hijos) cambia. Uno se vuelve hijo de uno mismo. Y hablo de mis hijos porque en un tiempo relativamente breve se convirtieron en lo que me permitió salir adelante, en la sustancia que le dio sentido a mi vida, y no siempre había sido así.
De correr también me gustaba la idea de diluirme en el entorno. Los bloques de edificios desde el principio hasta el final de la ciudad tenían una solidez que me atraía, una hechura firmemente geométrica, sin esos desniveles que suelen tener las paredes blancas, lisas, aplanadas manualmente por los albañiles de Cuba.
Me vestí con el único short que traje en el equipaje y un pulóver. Me amarré bien mis zapatillas para correr, tomé el móvil, me puse los audífonos y con el dedo dibujé en el mapa de Google un recorrido que sumara tres kilómetros, cuatro kilómetros, o no, mejor cinco. Cinco kilómetros era lo que corría irresponsablemente en las escuelas militares en las que estuve, y me parecía coser y cantar.
Me emocionaba poder ser parte durante un rato de esas cuadras y cuadras de edificios de ladrillos. Un niño entra un pie en el mar, y luego otro, y mientras va avanzando, sintiendo el roce del agua en la barriga, o los puntillazos del relieve irregular, doloroso incluso, de las piedras del lecho marino en la planta de los pies, descubre la sensación de ser parte de eso mayúsculo y perfecto que refulge a lo lejos, esa línea de azul eléctrico.
Era una experiencia desconocida. La condición carcomida de las ciudades cubanas, de La Habana, por ejemplo, de los escombros en las calles, la basura en la acera, la ropa vieja, rota, y los dientes careados de las personas, me parecían naturales y conectados entre sí como si uno fuera la continuidad del otro; un testimonio natural del paso de la vida hacia su fin.
Llegué a la planta baja y cerré con cuidado para no molestar a los vecinos. Nos lo habían dicho apenas entramos en la casa donde habitaríamos: no se podía poner música alta, no se podía usar la lavadora después de las diez de la noche. Los vecinos denunciaban, la clave era no molestarlos.
Aquel era un edificio ordinario, no tenía ascensor aunque sí balcones amplios, pisos luminosos y ventilados, muy importantes para un ambiente de familia. Tenía el puntal alto en el lobby, pero ese era el único elemento interesante en las zonas comunes, lo demás parecía institucional, policlínico. Al subir hasta nuestro piso por las escaleras, el techo se volvía bajo, las formas cuadradas, carcelarias, y carentes de elegancia. Tenía algunas baldosas sueltas, algo hundidas, en los rellanos, y en cada uno había ventanas de carpintería de aluminio blanca. La falta de imaginación de su diseño de zonas comunes me recordaba por momentos a las construcciones de Cuba, pero en aquellos días yo no hacía caso de ninguna información que indicara ruina o amargura. Todavía estaba muy viva en mí la caída económica que se manifestaba por todas partes en la isla, las calles rotas, los escombros, la basura. Barcelona estaba llena de planos generales que argumentaban a favor de una sociedad superior, vigorosa.
No es que siempre fuera optimista, tenía angustia la mayoría del tiempo, miedo al futuro nuestro. Se vencería la ayuda y teníamos un pasaje de vuelta a Cuba. En seis meses haríamos algo por nosotros y en contra de la organización que nos había traído a España: quedarnos, no regresar a la isla, no cumplir con esa promesa que le hice al gestor que me ayudó al comenzar el proceso.
Me decepcionaba no ser transparente con la organización que me apoyó y hacerlos quedar mal ante los registros de extranjería, no solo porque afectaría el prestigio de la organización, sino porque le cerraría las puertas a otros cubanos. Estaba muy agradecido con la política y la intención humanitaria que nos había traído a Europa, pero al mismo tiempo la opción de regresar a Cuba se me oscurecía en el futuro, era la opción de un suicida, no quedaba un solo foco de luz en ese pasillo.
Había retornado en otras cinco ocasiones a Cuba con un pesar que nunca interrogaba a fondo. Entrar al avión de regreso era volver a un sitio no deseado, enlutado, y siempre en algún momento me decía a mí mismo que debía procurar no quedarme, no manchar el programa que me había sacado de Cuba para que otros colegas disfrutaran de él, o para que se repitiera para mí.
Corría ahora para endurecer todo eso, arrinconarlo en la parte oscura de un cuarto. Con el cambio de perspectiva que implica salir de la isla por desesperación, por asfixia, con la idea de salvar algo urgente dentro de uno, la fórmula que me imponía –pensar en “los otros”– desaparecía, era un elemento insignificante en el horizonte. En esta ocasión lo que me repetía como un mantra era: “A Cuba no regresas, no. No regresas”. Y me fundaba una tabla moral que me lo permitiera: lo harás para cuidar a tus hijos y para salvar a tu cuerpo. Tu patria son tus hijos y tu cuerpo. Busca el pasadizo, baja la cabeza para que no te vean, y escapa en silencio.
No quería verme ni ver a mis hijos en la situación de no ser dueño de mi cuerpo. O de ver cómo el trabajo de años en una carrera, la de realizador de filmes, estaba amenazada, o se desvanecía bajo el acoso de la seguridad del estado.
Aunque poseíamos una documentación temporal y un estatus de residentes ya en trámites, este declaraba que no teníamos derecho a trabajar. Nuestros hijos no asistían a la escuela porque no había cupo para ellos hasta septiembre, y habíamos llegado a España en abril.
Cada semana que pasaba nos acercábamos más al momento en que estaríamos por nuestra cuenta, y no sabíamos qué era eso. Yo miraba a la gente, al entorno, y nada me decía cómo hacerlo. Las personas que nos ayudaban a través de una organización llamada Taula Per Mexic tampoco sabían cómo asistirnos para conseguir trabajo, o un permiso de trabajo; tampoco los que trabajaban en instituciones para orientar al emigrante —orientaban, pero en su discurso se posicionaban en un terreno ambiguo, siempre dejaban caer una noción azarosa: “será difícil”, “no dejen de llamar a…”—; había miles de personas en nuestra situación, y todas las vías que intentábamos fracasaban.
***
Llegamos a España en primavera y yo le temía al invierno, no lo conocía. Corría también porque se me movía el piso pensando en el frío, para sentir que podría enfrentar aquello.
Había visto en internet una entrevista a un mendigo que vivía en una tienda de campaña. Él explicaba que correr todos los días le ayudaba a superar su condición; vivía bajo un puente. Al correr, el cuerpo liberaba unas sustancias que le ocasionaban alegría. Yo solía sentir lo mismo. Tenía bajones y ataques de ansiedad por la demora de los papeles, por las llamadas a la oficina de extranjería para aplicar a un proceso de asilo político que nadie atendía, o cuando mi pequeñez en aquel entorno me susurraba al oído que más nunca podría ejercer mi vocación: vivir de escribir historias y filmarlas. Cuando esto se cerraba sobre mí, cuando me dirigía a la posibilidad final, de acabar con todo –con mi vida–, lo primero que llegaba era el deber hacia mis hijos, y lo segundo esperar un poco, hasta el día siguiente. Espera a correr, me decía. Verás que el cielo se despeja. Y correr al amanecer no arreglaría nada, lo sabía, pero me alargaría el horizonte. Era algo artificial, como tomarse una droga, pero me ayudaría a esperar, fortalecer mi cuerpo y ganar serenidad.
Recuerdo la emoción que me provocaba la música al correr. Lograba que lo olvidara todo. Escuchaba a Los Van Van, temas de latin jazz, un movimiento de la 5ta sinfonía de Gustav Mahler, temas de Roots, de Sepultura, el Walk de Pantera, Freddy Mercury, José Luis Cortés, y números de Un verano sin ti, de Bad Bunny. No escuchaba música cubana porque me interesara lo nacional, o mis raíces, había renegado de eso o intentaba liberarme de ello, la escuchaba por su calidad musical, por su potencia escapista. Dentro de todos, Freddy Mercury era quien me emocionaba más, me daba un subidón. Al escucharlo me entraban ganas de llorar y lo dejaba salir, lloraba como había visto llorar a evangélicos en templos bautistas, y a veces bailaba, o hacía gestos con la cabeza que me hacían perder el equilibrio o el ritmo del trote o una sincronía que lograba establecer entre el movimiento del cuerpo y los latidos del corazón.
A la vez, hacia mí corría la impronta de la ciudad. La impronta de una versión de Europa que me parecía pujante y que me invitaba a unirme a ella, al primer mundo. La sentía venir y le abría las puertas, me salvaba. No importaba que fuera una noción falsa –si es que lo era–, era una puesta en escena favorable, optimista. Y me daba la impresión de que con toda la sociedad sucedía igual. Aquellas fachadas, las avenidas limpias, la música, la literatura, el cine, las largas y grandes hileras de árboles a cada lado de las avenidas, tenían una intención oculta que ha jugado a favor de darnos ánimo, regresarnos a la pista, decirnos: mira, la belleza existe a pesar de que “todos pasamos por eso que pasas ahora”, “no estás solo”, “no eres especial”, “corre y aguanta como todos hemos hecho”.
Tenía que lograr estar preparado para interpretar de la mejor manera posible aquel mensaje, porque no lo estaba. Era algo similar a lo que sentía cuando en Cuba entraba a un salón al que asistía esa gente que en La Habana gravita alrededor de una embajada del norte de Europa, y allí, de pie, mirando a todos, no sabía cómo sostener una copa con vino. Una sensación de bastardía avanzaba en dirección a mí, y era un tren arrojando chorros de humo hacia el cielo, uno de esos trenes regionales que entran en túneles cavados en los pechos de las lomas.
Era de noche aún, el clima era agradable, apenas calenté los músculos. Improvisé. Me estaba ganando una lesión ligera pero no lo sabía, y corrí de un salto guiado por el mapa, impaciente por conquistarlo todo corriendo.
La ciudad a media luz entraba con placer por mis ojos. Me inspiraba figurar en un nuevo juego. Desaparecer en la noche. Y creo que la madrugada, por su vecindad con el día, me ayudaba a creérmelo. Asimilar una educación que comenzaba en el ritual de la madrugada y terminaba en el esplendor y belleza de aquella ciudad que se iba revelando a medida que el sol salía y se deslizaba por los tejados, áticos y fachadas. Corrí por una calle estrecha con la acera señalizada por una hilera de bancos y de arbolitos contiguos de no más de tres metros de altura.
Corrí detrás de unos bancos vacíos en los que por las tardes había visto a unos ancianos, o al mismo anciano solitario, repetirse. Se sentaban y miraban a la pared blanca de enfrente, con un bastón en las manos o un andador de dos ruedas para no caerse. Al pasarles por el lado los veía volverse hacia mí esperándolo todo y esperando poco. Esperaban poco de todo. Del presente, del futuro, con esa amargura que yo asumía era natural en los ancianos.
Corrí por debajo de arbolitos de hojas oscuras que nunca irían a verde. Tomé una de las calles comerciales loma abajo, pasé frente a supermercados iluminados desde dentro, tiendas de frutas llevadas por chinos con las persianas corridas hasta abajo, franquicias dentales, comercios de comida latina, tiendas de muebles, tiendas de pintura, un Hipercor, un outlet del Corte Inglés, y una gran avenida vacía. Quizá cambié el orden de uno u otro, pero no lo verificaré porque en general es lo que sucede en un sueño: los comercios, los objetos, los lugares cambian incluso en el mismo sueño en el mismo instante en que transcurren, y era así como me sentía yo. En un sueño. Todo se movía, corría para detenerlo.
Las avenidas de la nueva y desconocida ciudad parecían seguras, no percibía amenazas aunque debería haberlas. No me creía del todo nada, y eso seguía motivándome. Las ciudades de España eran bastante seguras, pero maldad había en todas partes. ¿Dónde estaba la maldad? Quería saber para mantenerla lejos.
Seguí la dirección que me iba dando el mapa de Google, agarré hacia la avenida Diagonal, en la que comenzaban a montar separadores para someterla a reparación, (aún cuando me parecía nueva). Corrí hasta que sentí que usaba la mitad de mi reserva física y di la vuelta. A medio camino sentí que no daba más, apenas podía respirar y tuve que parar a recuperar el aliento. Suspiré, “así que esta será mi nueva casa”, y luego acoté: “sí, quiero que esta sea mi nueva casa”. “¿Qué habrá que hacer para que mis hijos crezcan aquí?”. Estaba convencido de que quería eso.
Apoyé las manos en las rodillas y miré hacia el frente, donde una salida de metro vomitaba personas desconocidas rumbo a sus trabajos. A esa altura solo veía vitalidad por todas partes. Allá abajo era hora pico, miles de habitantes de la ciudad se movían de un lado al otro. Sabía que con un par de salidas más a correr superaría este sofoco y el cuerpo pediría más y más tramo.
En la vuelta era donde más alegría acumulaba, lo daba todo, lo sacaba todo. Ahí recibí lesiones en los muslos, en las pantorrillas, en el tobillo, que me mantuvieron sin poder correr de nuevo durante una o dos semanas. Estas lesiones jugaban con mis límites, eran los primeros chutes de realidad que recibía desde el afuera, desde la realidad física, la que hablaba de los límites que impone al cuerpo el paso del tiempo. Límites por fuera de las ideas, de las ansiedades que se acumulaban en mi cabeza, a las cuales podía engañar con tácticas como la de correr. Estos límites que representaba mi cuerpo de 44 años yo los asumía a veces como señales más grandes, advertencias que venían del futuro. Algo así como: “cuántas fuerzas te quedan para enfrentar y construir de cero una nueva vida”?
Un día en el que iba escuchando a Queen mientras corría, una muchacha muy guapa, corredora también, con un cuerpo perfecto, me sostuvo la mirada. Su mirada potente se juntó a la música, Under pressure, en esa parte maravillosa en que Freddy Mercury se desata, se rompe la camiseta y comienza a pedir amor, amor, amor (Love, love, love, looooove!). Unos tres o cuatro metros después, mi pie derecho dio contra un desnivel. Me fui de bruces hacia el suelo. Caí raspándome la palma de las manos y la rodilla. La música desapareció porque los audífonos se separaron de mi cabeza y cayeron unos metros más allá. En su lugar no entró el silencio, sino el ruido sucio del tráfico.
En Cuba, de vez en cuando, alguna lectura, o un filme o guion en el que trabajaba, me llevaban lejos de mi casa, de mi entorno, de mis hijos, de mi vida en pareja, de los problemas de aquel país, y un suceso súbito me traía al presente. Podía ser la detención y el interrogatorio a un colega, que últimamente eran más seguidos, podía ser una moto Suzuki, como las que usaban los represores de la seguridad del estado vestidos de paisano, podía ser un carro de policía cerca de mi casa, o algún nuevo decreto ley para controlar más a la gente.
Miré en rededor, miré mis manos, que me ardían mucho. A mis espaldas, se alzaba uno de los grandes iconos de la Barcelona pujante: la torre AGBAR. Un sombrío edificio de cristales azules de 34 plantas y 145 metros de altura que se disputa con la Sagrada Familia ser el símbolo arquitectónico de la ciudad. Fue el primer momento en que sentí que no estaba viviendo un ascenso, sino una caída. Una caída abrupta y mediocre. Mi estancia en Barcelona era el crack hueco que emiten unos audífonos baratos, rotos por la caída.
Me levanté, me limpié las manos, la rodilla, la ropa, y me fui caminando, presa de una sensación remota de fracaso; como asistiendo a una advertencia. Y la asumí. Me dije que aun así no quería regresar a Cuba; me hacía mucha ilusión correr.