Voté temprano. Temía a la larga línea en las afueras de los colegios electorales el 5 de noviembre. Sobre todo porque debía esperar mi turno con mis hijos de once y tres años de la mano. La semana de las elecciones, mi esposo viajaría fuera del país y nos quedaríamos solos los niños y yo. No podía perder la oportunidad de votar. Durante los últimos cuatro años había fantaseado con ese instante. Una fantasía que por pudor jamás compartí. Votar es de esa clase de gestos que tienden a caducar rápido, y en el imaginario del inmigrante cualquier sacrificio se mide en “inversiones”, que valen en la medida en que hagan crecer el bolsillo. Una invierte el tiempo y el cuerpo, y más tarde el dinero, siempre en función de más dinero.
Un par de meses atrás, apenas, me había naturalizado como estadounidense. En un mismo día evaluaron mis conocimientos sobre historia nacional y celebraron una apresurada ceremonia que nos convertía en votantes. En una pantalla, Joe Biden nos recibía como sus iguales y mencionaba sus raíces irlandesas en un absurdo intento por conectar con nuestras circunstancias diaspóricas. Luego pasaron coloridas fotos de Estados Unidos al tiempo que sonaba America The Beautiful. Un señor latino, de traje, asentía sin parar delante de mí mientras una voz en off enumeraba los privilegios de pertenecer a esta nación, constituida por “gente como nosotros”, no sé si refiriéndose por igual a los europeos llegados durante la Revolución Industrial que a los mojados cruzando por Yuma en ese momento. Al final del video, nos recordaron que una rápida forma de adquirir la ciudadanía era servir en el ejército, defender un país que no te ha acogido del todo aún pero que tendría la deferencia de hacerlo en tan solo un año a cambio de que arriesgues tu vida.
Yo me escondí para llorar a moco tendido en una esquina, con mucha vergüenza por lo patética que lucía. La ceremonia de juramentación me recordaba mi verdadera categoría: la de perro sin casa que vaga por los patios, flaco, con un pelaje curtido a golpe de intemperie y aguacero. Cuba empezaba a ser ese sitio remoto al que una no sabe bien cómo extrañar ni evocar. Vivo en Atlanta, Georgia, desde hace cinco años. No tengo ninguna comunidad, ni red de apoyo, ni espacio donde mi identidad se reafirme. Estoy lo suficientemente lejos de Miami como para no sentirme una outsider, y lo suficientemente dentro del sur americano como para no sentirme una outsider. ¿Qué exactamente me estaba dando o devolviendo la nueva condición de estadounidense?
Una amiga de Miami me dijo que estaba loca por hacerse ciudadana, que qué rico, no tendría que enseñar más, en ninguna parte, el asqueroso pasaporte cubano; sería una americana de verdad, y sería libre. Mi amiga no ha salido del país desde que llegó, ni siquiera de Florida, y no sé en términos prácticos qué ventajas le reporte el nuevo pasaporte más allá de viajar sin necesidad de visados. En cualquier caso, supongo que es algo que también opera en el plano de lo simbólico, como mi anhelo de votar por un presidente.
La Ley Electoral de Cuba, aprobada el 29 de octubre de 1992, solo permite al ciudadano cubano votar y ser votado en la constitución de Asambleas Municipales, el nivel inferior dentro de los tres que constituyen los órganos del Poder Popular. El presidente del país es elegido por los miembros de la Asamblea Nacional, y el cargo deberá asumirlo uno de los diputados de esta instancia. Es decir, se trata de un sistema inalterable, que lejos de permitir la participación directa del pueblo en la construcción de gobierno, lo neutraliza. Entonces, cuando votamos fuera de Cuba por un presidente, por primera vez, es también nuestra primera relación con el sufragio general, con la construcción de democracia, con la pertenencia a una nación o a una voluntad colectiva.
Marelis*: “Si estoy viviendo acá, lo menos que puedo hacer es votar”
Acá en Nueva York te asignan un área para votar temprano, y así evitan aglomeraciones. La mía estaba bien cerca de mi casa, en una escuela. Vivo en Manhattan, y llevo once años en este país. Me hice ciudadana para poder votar en las elecciones porque, ya que estoy aquí, lo menos que puedo hacer es votar. No solo es mi derecho cívico o una responsabilidad, también es un duty, es lo que debe hacer todo ciudadano.
Al llegar, encontré voluntarios en cada esquina señalándome el camino. Había carteles en las paredes y el piso con la frase “Vote Here”, todo muy bien organizado. Entré por las puertas dobles, típicas de invierno, y desde ahí todo fluyó muy bien.
El proceso fue directo: en el gimnasio de la escuela había varias mesas con dos personas en cada una, equipadas con iPads para chequear la información. Me registré mostrando mi identificación, firmé digitalmente y recibí mi boleta dentro de un folder para garantizar el anonimato. La boleta era larga, de dos caras, y contenía tanto a los candidatos como propuestas estatales, también legislación que debía aprobarse o no en el county. Me tomé mi tiempo para leerla con calma, ya que quería asegurarme de votar con conciencia.
No era mi primera vez votando en elecciones generales, aunque sí en las de Estados Unidos. Antes de llegar a este país viví ocho años en Canadá. Una de las cosas que más me sorprendió en Canadá fue la cantidad de opciones disponibles en la boleta electoral. Podías encontrar desde los partidos más conocidos hasta opciones como el Partido Comunista, lo que reflejaba una diversidad increíble. Sin embargo, al votar en Nueva York, me impactó la falta de alternativas. Además, algo que me llamó la atención del proceso electoral aquí es que, para votar, no solo tienes que registrarte como votante, lo cual me parece razonable, sino que también debes afiliarte a un partido político: demócrata, republicano o independiente. Para mí, esto representa una falta de libertad de expresión. Yo no quiero sentirme obligada a asociarme con ninguna de estas opciones. Preferiría mantenerme independiente y participar en discusiones abiertas y educadas sobre temas importantes, sin sentirme identificada con un “bando rojo” o un “bando azul”. Eso me resultó bastante chocante.
Al final, yo sí creo que todos los votos cuentan, y esto es algo que he compartido con muchas amistades. Después de estas elecciones, que han sido un verdadero desastre, independientemente de si hablamos de la izquierda o la derecha, queda claro que ninguno de los candidatos tiene una agenda coherente para abordar los problemas que enfrentamos como sociedad y como país. Por eso animé a varias amistades a votar, incluso cuando me decían: “No voy a votar porque ninguna de las dos opciones me representa”, mi respuesta siempre fue: “Precisamente por eso debes votar. Hazlo por el que menos te desagrade”. Ejercer tu derecho al voto es lo mínimo que puedes hacer como ciudadano.
Y voté por Kamala, aunque no fuera una decisión ideal. Mi conciencia simplemente no me permitía votar por Trump. Reconozco que ningún candidato es completamente bueno o malo; todos tienen políticas con aspectos positivos y negativos. Sin embargo, como mujer, no podía apoyar a alguien con un historial tan misógino. Después de tantos años de lucha por derechos e igualdad, no me parecía coherente votar por alguien que no prioriza el bienestar de personas como yo. Al final, mi voto por Kamala fue más bien una elección pragmática ante la falta de opciones.
Cristina*: “Always do the right thing”
Me llamo Cristina Hernández y tengo 37 años. Vivo en Estados Unidos desde hace ocho. Resido en el estado de Georgia y voté en el condado de Paulding. Mi esposo y yo fuimos a votar el último día, a última hora, como a las 6:30 de la noche.
Para mi sorpresa había una fila bastante larga pero se movía relativamente rápido debido a la organización y al grupo de voluntarios que trabajaron en el lugar. La votación fue en la que solía ser la escuela secundaria de mi hija mayor. Me llamó la atención el gran cartel de la entrada que recibía a alumnos y visitantes, decía “Always do the right thing”. También me llamó la atención otro que invitaba a los votantes mayores de 65 años y/o con discapacidad a no hacer la fila y pasar adelante.
Me pareció sencillo el sistema y agradecí que no me pidieran prueba de ciudadanía o alguna otra cosa porque solo llevaba mi licencia de conducir como identificación. Me sentí contrariada por el cartel de “Always do the right thing” porque no estaba segura de si hacía lo correcto, pero de todas formas quedarme en mi casa sin ejercer mi derecho al voto no era correcto. Esta fue mi primera vez votando no solo en Estados Unidos sino en la vida. En Cuba nunca hice el paripé, y si lo hice fue porque era “mandatorio” y mi memoria lo bloqueó como mecanismo de defensa. Odio que me obliguen a hacer cosas. La noche de la votación no dormí, la ansiedad me comía. Lo mismo me pasó con las pasadas elecciones en Venezuela, aunque sabía el resultado de antemano.
Sin embargo, no sentí que votar fuera algo trascendente. Quizás porque tengo todavía arraigada la idea de que un palo no hace monte. Sentí que cumplía más bien con un deber. Estuviera votando o no por la persona correcta, ir y echar mi voto es una forma también de luchar contra dictadores.
Karina*: “Sabía que mi voto no haría la diferencia”
Tengo 27 años y llevo ocho viviendo en Estados Unidos. Vivo en Nueva York y voté durante el período de voto anticipado. Fue alrededor de las 7:00 p.m., cuando fui a recoger comida y noté que al lado, en la biblioteca, había un lugar de votación. Como siempre estoy ocupada, decidí aprovechar la oportunidad.
No había mucha fila, solo dos personas delante de mí. El proceso fue sencillo: di mi nombre y mi identificación, y me entregaron la boleta. Como era mi primera vez votando, me explicaron cómo hacerlo. Incluso sonaron una campanita para celebrarlo, lo que hizo que la experiencia fuera muy agradable.
En la boleta no encontré nada inesperado. Estaban los candidatos Kamala Harris, Tim Walz, Donald Trump y JD Vance. También había una propuesta para incluir varios derechos en la Constitución de Nueva York, como evitar la discriminación por sexo, credo, religión y género, además de proteger el derecho al aborto.
¿Sabes qué?, no tenía grandes expectativas sobre cómo me sentiría ya que, al vivir en Nueva York, sabía que el impacto de mi voto no iba a hacer la diferencia. Tal vez si estuviera en un estado swing… pero no sentí nada extraordinario.
Después de votar, llevé mi boleta a la máquina, donde pude ver cómo el número total de votos incrementaba al insertar la mía. Todo el sistema me pareció muy simple.
Al final, recibí mi sticker, recogí mi comida y regresé a casa para disfrutarla. Por último, estoy de acuerdo en revelar mi voto presidencial siempre y cuando mi nombre no se mencione: voté por Kamala Harris y Tim Walz.
María de Jesús: “No había asimilado lo que significa votar”
Tengo 39 años. Los últimos cinco los he vivido en Florida. Voté en el Recreation Center de West Miami, el 5 de noviembre. Llegué como a las 7:30 a.m., antes de ir al trabajo. Había unas 10 personas en la fila, pero todo fue muy rápido y organizado. A pesar de ser mi primera vez votando, el proceso fue fácil de entender. La mayoría de los trabajadores eran personas mayores, muy amables y dispuestas a ayudar.
Fue una experiencia sencilla, aunque me sentí extraña y al mismo tiempo emocionada por ejercer mi derecho al voto. No tenía grandes expectativas, ya que estos últimos cinco años han pasado muy rápido y no había tenido tiempo de asimilar la responsabilidad que implica votar.
Ese día esperé los resultados con un poco de entusiasmo. Y sí, voté por Trump.
***
Llegué temprano en la mañana al área de votaciones de Grant Park, en el sureste de Atlanta.
Junto a seis estados más y al distrito de Omaha, en Nebraska, Georgia es uno de los llamados swing states o bisagras. Mi voto contaría dentro de ese conjunto de determinaciones ciudadanas que ubicaría, o no, a uno de los candidatos en la Casa Blanca. En el centro de votación expliqué que era mi primera vez eligiendo un presidente, pero no solo uno estadounidense, sino un presidente cualquiera, de cualquier parte, de cualquier signo político, de cualquier género. Sin embargo, las personas se mostraron entre contrariadas y asombradas, como si estuviesen ubicando a Cuba en algún mapa mental, o conectando mis palabras con algún relato vago del que escribieron, probablemente, un ensayo durante sus años de high school.
Enfrentarme a una boleta electoral, en comicios generales, era una respuesta —la mía— a ese discurso que invalidaba cualquier construcción de democracia fuera del proyecto socialista de la Revolución cubana. Hacerlo, en Estados Unidos justamente, era un acto de disenso por naturaleza, cuya trascendencia pudiera entenderse para nosotros como un ejercicio de vaciamiento, más que de beligerancia contra el castrismo. Era la ruptura cívica con el pacto anterior, resignificar mi lugar como ciudadana, más allá del candidato que eligiera en el nuevo territorio.
Esperé los resultados echada en la cama junto a mis niños, que dormían impasibles. Sus rostros se iluminaban tenuemente por el brillo de la pantalla de mi teléfono. Al filo de las dos de la madrugada me ovillé junto a ellos, azorada. Y es quizás ese azoro el nuevo lugar al que ya pertenecemos, sin habernos dado cuenta.
*Los nombres de las personas entrevistadas han sido cambiados a petición suya para proteger su identidad.