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Sentir la vida en la piel

Madre sosteniendo a su recién nacido en contacto piel a piel, ambos compartiendo un momento íntimo y emotivo.

El dolor del parto se ha convertido en un eco distante en mi memoria. Sé que dolió como nada nunca había dolido, pero no puedo decir que lo recuerdo con detalle. Lo que sí permanece grabado, nítido y vívido, es el instante en que el cuerpo pegajoso y caliente de mi hija hizo contacto con mi pecho desnudo. En ese segundo, una felicidad desbordante y sin precedentes me abrazó. Podría hasta jurar que el salón de parto se llenó de luz, como si el sol mismo hubiese querido ser testigo de ese milagro. Detrás de todo esto hay una razón científica: la oxitocina.

La oxitocina es un neuropéptido producido mayoritariamente en el hipotálamo del cerebro. Numerosos estudios han confirmado que el olor y contacto con el bebé incrementa la oxitocina en la persona que da a luz durante la tercera etapa de labor de parto, siendo de gran beneficio para, entre otras cosas, mantener las contracciones uterinas y ayudar a expulsar la placenta. El contacto  piel con piel no es solo una práctica médica, es un gesto ancestral, una unión que va más allá de lo tangible. En ese momento, llamado también “hora dorada”, se fortalece el lazo que se ha estado gestando desde el vientre.

No existe en la medicina moderna contraindicación alguna que prohíba colocar al recién nacido en contacto piel con piel con su madre (siempre que el parto haya transcurrido sin complicaciones). En Cuba, sin embargo, no es tan frecuente esta práctica. En las últimas semanas de embarazo no pude dejar de pensar en las mujeres que conozco y han dado a luz en Cuba, empezando por mi madre a sus 23 años recién cumplidos y educada para poner siempre la opinión ajena y la felicidad de los otros por encima de la suya. Imaginé lo que sería para mí parir en las condiciones que sé han parido amigas, vecinas, primas… Me indignó recordar cómo se silencia a la persona que da a luz durante el trabajo de parto, cómo se le arrebata el control de su cuerpo en cuanto se acuesta en la mesa de reconocimiento de cualquier hospital ginecobstétrico y se convierte en un paciente más.

Son de sobra conocidas las condiciones materiales en las que se encuentran los hospitales en Cuba. Pero el trato a las personas en parto no se reduce solo a la falta de recursos. Está vinculado a algo más profundo: la anulación completa del individuo, un “sacrificio del ser” para evitar cualquier asomo de individualismo. Pareciera que los poderes que deciden en Cuba entienden que apostar por un sistema más colectivista se traduce en deshumanizar a los sujetos que componen ese colectivo.

Una doctora residente de ginecología y obstetricia me comentaba hace poco que sus pacientes llegan al día del parto sin tener idea de qué va a pasar, qué derechos tienen, qué pueden pedir, cómo abogar por que sus preferencias se respeten. Más que resultado de carencias materiales, este puede ser un problema de carencia de voluntades. Puede faltar el equipo más avanzado, pero no es imprescindible la tecnología para respetar y cuidar la vulnerabilidad de una persona que va a dar a luz.

Mi experiencia fue privilegiada en todos los sentidos posibles. El hospital en el que nació mi hija tenía todas las comodidades que se pueden esperar en un país del “primer mundo”. Tuve los equipos más modernos a mi disposición. Mis contracciones y el latido del corazón de mi hija fueron monitoreados desde que entré. Tuve la opción de solicitar anestesia epidural (aunque a la hora de pujar pedí que me la quitaran porque no sabía cómo hacerlo sin sentir las contracciones). Todo estaba impecablemente limpio, esterilizado, inmaculado. Pero, sobre todo, sentí una protección y arropamiento por parte de las enfermeras y los médicos sin los cuales no sé, la verdad, si hubiese podido salir de ese salón de parto con mi salud mental ilesa.

Entre las cosas que me dieron durante mi estancia en el hospital se incluía una bata sanitaria. Yo llevaba una diseñada específicamente para labor de parto que había comprado en Amazon. Tanto la bata que llevaba yo, como la que me pusieron en el hospital, tenían un mecanismo de broches de presión en el frente que hacía muy fácil y rápido poder abrir la parte superior de la bata y dejar el pecho descubierto.

No recuerdo siquiera el momento en que alguien —asumo que una de las dos enfermeras— me abrió la bata. Solo sé que, en un movimiento repetido miles de veces antes, con agilidad de quien entiende lo que está a punto de pasar, una persona me descubrió el pecho y colocó a mi hija encima. Y que fue ese el comienzo de la vida toda.

En Cuba no hay batas sanitarias para ofrecer a las mujeres de parto. No hay tampoco suficiente voluntad para crear, como mínimo, protocolos de información a la paciente, de manera que las propias madres puedan al menos tener la opción de intentar coserle unos broches a un vestido viejo, o simplemente llevar una camisa que se pueda mantener abierta. Y no conozco a ninguna madre que, de saber la importancia de tener a su bebé piel con piel en esos primeros minutos postparto, vaya a pensar que tiene mayor valor mantenerse cubierta por pudor, o por salvar un vestido. Qué precio puede tener, después de todo, sentir la vida en la piel.

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