Reinaldo Arenas hablaba de Holguín como una ciudad “carente de misterio” que parecía “una extensión de su cementerio”.
El cementerio viejo o Cementerio Municipal de Holguín lleva desde 1814 acumulando huellas del paso de los seres humanos: mambises, esclavos, colonizadores, mártires de diferentes épocas, hijos pródigos, familias modestas, intelectuales, trabajadores, descendientes de la comunidad china, entre otros, se encuentran sepultados en su campo desde el siglo XIX.
A través de su arquitectura y de las piezas de arte sacro se percibe el contraste entre la opulencia y lo apocado, reflejo de una era donde las familias adineradas encargaban la construcción de estatuas religiosas de mármol a Italia, como la escultura de 1907 dedicada a la dama Juana Campos, la figura de Santa Teresita o el busto en honor al coronel Panchito Frexes Mercadé, de 1913. Por otro lado, se encuentran las tumbas más recientes, erigidas como han podido las familias, a fuerza de juntar materiales y adaptarlos: rejas que ahora son cruces, pedazos de cemento convertidos en lápidas, recortes de azulejos para distinguir las tapas de las bóvedas; otras tumbas son agujeros en el suelo delimitados por piedras, cubiertos de plantas secas.
Hay dos sepultureros en el camposanto. Aparecen en algún momento del día. Como visitante puedes tener la suerte de encontrarte con uno de ellos o caminar por un cementerio totalmente vacío.
Las casas cercanas a la necrópolis suelen tener en común el negocio de la venta de lápidas, portarretratos, y otros artículos fúnebres. Los más costosos son fabricados con los pedazos de mármol que en el cementerio desaparecen, refuncionalizados para los nuevos arreglos.
Abundan las cruces amontonadas sobre las bóvedas, movidas de un lugar a otro, puestas sobre la tierra o al lado de la basura. Cruces nómadas, rotas o enteras, dispersas o amontonadas, que no sabemos a quién en verdad le pertenecen.
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