Durante casi toda su historia La Habana fue un punto de notorio interés comercial y recreativo. Personas de todo el mundo veían en la villa y posterior ciudad un ícono de progreso. El crecimiento poblacional y el aumento acelerado de visitantes demandaban un servicio más completo que el que podría brindar una simple casa de huéspedes. Así, en el siglo XIX se comenzaron a adaptar grandes inmuebles y surgieron los primeros hoteles.
Por muchas décadas la industria hotelera de La Habana fue una de las arterias principales para el turismo del Caribe. Hoy en día, los remanentes de algunos de estos edificios son el recordatorio decadente de una época dorada. Varios hoteles que una vez fueron símbolo del glamur y prosperidad de la ciudad, ahora son solo una parte de nuestro olvidado patrimonio arquitectónico, habiendo transformado su función o desapareciendo por completo.
Inmuebles como el Trotcha reacomodaron la vida civil a su alrededor, trayendo a sus inmediaciones las primeras instalaciones hidráulicas y de alumbrado eléctrico. Y mientras algunos edificios se expandían para alojar mayor cantidad de huéspedes, se construyeron otros que desde los cimientos ya estaban concebidos para el lujo, como el Royal Palm. Ubicado en la esquina de Industria y San Rafael, el Royal Palm destacaba por su gran número de habitaciones, las cuales constaban casi en su totalidad con servicios de baño privado y agua caliente. La mayoría de los hoteles del centro de la capital aspiraban al mercado estadounidense, aunque también contemplaban las particularidades de los clientes europeos en cuanto a las comidas y los servicios de hospedaje. En el hotel Isla de Cuba, por ejemplo, se atendía a los clientes en español, inglés o francés, y las ofertas de alojamiento se ajustaban a reservaciones de días o meses.
La implementación de la ley seca en Estados Unidos, en 1920, contribuyó a un aumento considerable de la demanda hotelera, y estos “oasis” cubanos apuntaban cada vez más hacia la magnificencia y el perfeccionamiento de sus servicios. Hoteles como el Telégrafo y el Inglaterra, que aún permanecen abiertos, hicieron de la zona del Parque Central uno de los lugares más animados de la ciudad. Otras edificaciones, como el Hotel Surf, buscaron romper con las normas del eclecticismo habanero y atraer la atención de todo aquel que se paseara cerca de sus fachadas. Aun así, la ampliación del malecón habanero y el desarrollo del plan hotelero del litoral norte de La Habana hacia El Vedado y Miramar, el cual nunca se llegó a terminar, amenazaba la demanda de hospedaje en los inmuebles construidos en el cambio de siglo, ante la presencia, décadas más tarde, de hoteles como el Presidente y el Riviera.
Lamentablemente muchos inmuebles no sobrevivieron al implacable castigo de los años, acrecentado por un empeño cada vez menor en su cuidado y, en algunos casos, por la creciente competencia de locales más modernos y fastuosos. Varios, como el Ritz, tuvieron que recurrir al inquilinato para salvarse de la quiebra. Después de 1959 los hoteles fueron nacionalizados y los inquilinos pasaron a ser propietarios de las habitaciones que arrendaban. Algunos fueron dejados atrás por su antigua administración y pasaron a ser viviendas o sometidos al abandono. Los bienes comunes fueron incautados y las pertenencias de los propietarios inventariadas; obras de arte y ornamentos son hoy parte del catálogo de algunos museos o adornos de oficinas. En muchos casos los vecinos siguieron usando instalaciones como la cocina o las salas de estar hasta que el deterioro lo permitió. Con la llegada de la canasta básica y el racionamiento de alimentos se comenzaron a instalar pequeñas cocinas de gas dentro de lo que eran las habitaciones; esto último fue la causa de más de un incendio en inmuebles que aún conservaban las vigas originales de madera.
Muchos de los antiguos hoteles habaneros se mantienen todavía en pie gracias al esfuerzo de sus residentes y algunas obras de restauración; otros no sobrevivieron al paso del tiempo y al descuido. Del antiguo Hotel Regina apenas se puede distinguir una de sus paredes; del Trotcha no quedan más que dos columnas.
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