El 9 de junio salí a tomar fotos. El día avanzaba y varias personas comentaban sobre las inundaciones en los alrededores de los ríos Hatibonico y Juan del Toro. Caminé por la Avenida de la Caridad hasta encontrarme un río en vez de calle. Parecía una película. Casas escupiendo agua por la fachada; personas tratando de llegar de un lado a otro de la corriente; otros se sumergían en las aguas como si fuese un juego. A lo lejos, el cartel colocado hace poco para enaltecer la ciudad: “Camagüey, joya del patrimonio cultural cubano”.
Seguí mi trayecto hasta el Casino Campestre, un parque lleno de vegetación que ahora parecía un humedal; el agua sobrepasaba la altura de los bancos. A lo lejos, el monumento a Salvador Cisneros Betancourt completamente inundado.
Caminé luego hasta el puente que aquí llamamos La Vallita. El río se había desbordado. Pude ver casas con el agua casi pegada al techo; otras abandonadas con muebles y electrodomésticos dentro, no valía la pena rescatar nada, no hubo tiempo; vi a una mujer con un niño cargado, cubierto por una capa, y a varias personas socorriéndola. Ya para entonces mi papel como fotógrafa me hacía sentir incómoda e impotente. Me preguntaba: ¿Qué haces? ¿Por qué mejor no ayudas? Las pocas fotos que realicé quedan como recuerdo de aquel fatídico momento. Al día siguiente volví a pasar por la zona y el agua había desaparecido. Aparte de un fuerte olor a humedad, no parecía que la zona se hubiese inundado. Una gran pesadilla.
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