Hace casi seis años Dora y su hija Adriana crearon un atelier para la comunidad LGBTIQ+ en La Habana. Juntas iniciaron el negocio hasta que, al poco tiempo, Adriana decidió marcharse de Cuba. Pese a ello, Dora sostiene el atelier cosiendo e impartiendo clases de corte, costura y manualidades en su barrio. Quizás es una manera de estar más cerca de su hija.
Sin embargo, hace 20 años la relación entre ambas era muy diferente. Todo comenzó cuando Adriana le reveló a su madre que no le gustaban las mujeres. Dora todavía recuerda con angustia las constantes discusiones, los años en que su hija ocultaba la ropa en el portal para salir de noche y su salida temporal de la casa. No olvida cuando Adriana dejó su empleo en Contabilidad porque no le permitían vestirse como deseaba; o cuando firmó una carta reconociendo su identidad de género y nunca más recibió el llamado para el Servicio Militar; o cuando fue multada en la calle por “cualquier cosa”, hasta ser procesada con un expediente de “peligrosidad” y estar recluida en una prisión para hombres, rapada, tal como exigía el reglamento, aun cuando asegura que ella mantenía una conducta social correcta.
Luego de apoyar a Adriana ante tantas situaciones injustas, Dora finalmente abrió las puertas de su casa a las parejas de la hija y a sus amistades. Otras historias de violencia le confirmaron los prejuicios que existen en Cuba hacia las personas trans.