Icono del sitio Periodismo de Barrio

“Por escándalo público”. Ser queer en tiempos de Revolución

Foto: Annery Rivera Velasco.

Hilda Rodríguez Guzmán sonríe y me muestra las fotos que conserva en un nailon arrugado por el tiempo y la humedad del clóset. Mientras, me explica las escenas con voz barrosa, mezcla de mucho cigarro y cansancio. Veo las fotos, miles de fotos. En algunas Hilda es una mujer madura, robusta, de pelo oscuro, ensortijado al estilo de la época. En otras sonríe a los tres años con sus dientes de leche y varios lazos que le cuelgan del cabello. Serpentinas de una fiesta. En aquella foto es un muchacho serio, rebelde. Ojos como pequeñas piedras negras fijas a la cámara, con la impiedad de los 18.

—No me parezco, pero la de la foto soy yo con 15 años. Y aquí estoy con mi mejor amiga a los 25, en Guanabo. Con ella no tenía nada, solo éramos amigas. En esta ya había entrado en mis 40, estaba gorda como una yegua. Pero mírame acá chiquitica, junto a mi hermana. La quería mucho a mi hermana. Fíjate la diferencia entre ella y yo: a mí ya se me notaba lo mío.

Frente a mí una anciana de 75 años va descubriendo instantáneas de sus vidas pasadas. Vidas paralelas. Todas auténticas. El día transcurre bajo una llovizna que ha logrado enfangar las calles de La Marina, el barrio matancero donde vive Hilda. Las nubes cubren como un manto opaco la única ventana de su casa. Hacen más difícil la exploración del universo de imágenes desplegadas sobre la cama bajo el bombillo tambaleante, aguantado por unos cables.

Hilda Rodríguez Guzmán (Foto: Annery Rivera Velasco).

Hilda Rodríguez Guzmán (Foto: Annery Rivera Velasco).

—Hermosos recuerdos. —Le digo por decir algo que halague la nostalgia en su rostro, y enseguida me arrepiento de la frase hecha.

—Linda no fui nunca, pero tampoco fea. Porque si no, tantas mujeres no se me hubieran echado encima. Empezando por María,* la mujer más bella que he visto en mi vida. Mi gran amor. Más nunca me enamoré. Yo tenía 16 y ella 27 cuando nos conocimos. Ella dejó a su marido por mí. Pero qué va, en los años sesenta, setenta, cuando fui joven, todo era muy difícil, y ella estaba conmigo, pero a la vez tenía amantes varones porque había que disimular. Una mujer sola era mal vista.

—¿Y tú cómo hacías entonces?

—Es que yo siempre fui marimacho. Mi vida empezó de esa manera y jamás cambié. Ella no. Al igual que otras parejas que tuve, ella había estado casada, tenía hijos. Es muy distinto. Con Marcia,* por ejemplo, nos veíamos a través de un muro. Yo tenía que saltar una tapia hasta alcanzar un callejón solitario donde terminaba la calle, y ahí nos veíamos.

“Sonríe a los tres años con sus dientes de leche” (Foto: Annery Rivera Velasco).

Los sesenta fueron los terribles años de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). En los setenta ocurrió la vergüenza del Quinquenio Gris y la cobardía de la parametrización. En los ochenta continuaron estas prácticas violentas, y se marcharon más de 125 mil cubanos de su tierra vía puerto del Mariel, muchos de ellos expulsados por no encajar en la estructura heteronormativa de la sociedad. Un breve análisis de esas tres décadas en la historia reciente de Cuba permitiría conocer más acertadamente la situación de las personas LGBTQIA+ en la isla y ubicar la historia de Hilda en su contexto.

El 13 de marzo de 1963 Fidel Castro declaraba en un discurso en la Universidad de La Habana, con respecto a las personas sexo-género diversas: “Nuestra sociedad no puede darles cabida a esas degeneraciones”. Para el líder estas personas representaban una “debilidad” en el marco de la Revolución. Por eso era legítimo humillar a los “jóvenes pepillos con pantaloncitos estrechos”. Más adelante, en la misma intervención pública, Castro sentenciaba:

“Han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre. […] La sociedad socialista no puede permitir ese tipo de degeneraciones. […] No voy a decir que vayamos a aplicar medidas drásticas contra esos árboles torcidos, pero jovencitos aspirantes, ¡no!”

Las medidas drásticas no se hicieron esperar. Para el año 1965 la persecución a personas LGBTQIA+ se intensificó. Muchos han sido los testimonios de quienes fueron recluidos en esos campos de concentración revolucionarios. Según el escritor cubano-americano Joseph Tahbaz, las UMAP pueden describirse como centros de “trabajos forzados, reeducación política, tratamiento de la homosexualidad como enfermedad, instrumento para la modernización del ejército”.

Para el historiador y ensayista Abel Sierra Madero, en entrevista concedida a Diario de Cuba sobre su ensayo “El trabajo os hará hombres: Masculinización nacional, trabajo forzado y control social en Cuba durante los años sesenta”, “Las UMAP fueron un sistema de control y homogenización ideológica que formaban parte del proyecto de hombre nuevo, que está conectado con el Fascismo como ideología. Los nazis también diseñaron a un hombre nuevo. No asistir a las UMAP no era una opción pues lo legitimaron con la ley del Servicio Militar”.

La consigna que da título al texto de Madero se encontraba a la entrada de una de las unidades, según expresa José Mario Rodríguez, director de Ediciones El Puente, en el documental Conducta impropia: “‘El trabajo os hará hombres’ era la variante homofóbica de una frase semánticamente cargada de la historia del exterminio y los campos de concentración nazis: ‘El trabajo os hará libres'”.

Muy conocida es también la postura del Che Guevara al respecto. Homofóbico confeso, la comunidad LGBTQIA+ significaba un rezago de la burguesía, una manera de existir en el mundo incompatible con el “hombre nuevo”. No eran personas, sino desechos que la Revolución no podía contener en sus huestes.

Salta a la vista, sin embargo, la ausencia de las lesbianas en el paisaje de la memoria sobre las UMAP. En su artículo “Gender policing, homosexuality and the new patriarchy of the Cuban Revolution, 1965-70″**, Lilian Guerra explica que, dada la lealtad incondicional de las “camaradas” tan promovida por el Estado, la idea de la disidencia sexual femenina, o la simple falta de voluntad para poner las dotes femeninas al servicio de la Revolución representaba el tabú definitivo.

“Sobre la cama duerme su gata” (Foto: Annery Rivera Velasco).

Dice Hilda que desde los 15 años se ponía una gorra para parecer hombre. Se hacía un rabo de mula en el pelo y para la calle, a conquistar. Travestirse provocaba que sus fuerzas crecieran. Se desinhibía, era otra persona. En la calle Hilda era un hombre. Nada que envidiarle a ninguno.

De chiquita, se arrancaba las batas y las enterraba en el patio de la casa. Le regalaban siempre muñecas, pero ella quería un bate con guante y pelota para jugar al béisbol, que le apasiona. Ojalá hubiera existido un equipo de pelota para mujeres en aquel tiempo, ella hubiera sido la capitana.

—La escuela no me gustaba, por eso estudié solamente hasta sexto grado. De mayor ya, mis padres me llevaron al psiquiatra. Y en la consulta les expliqué que yo por fuera era una mujer, pero aquí adentro lo que había —lo que hay— es un cerebro de macho. Yo miro a un hombre y es como si mirara la pared esa, pero miro a una mujer y me vuelvo loca. Y esto en mí es de nacimiento.

Según Vicente Báez, jefe de propaganda del Movimiento 26 de Julio en La Habana antes de 1959 y redactor fundador del periódico Revolución, en Camagüey se creó al menos un campamento UMAP exclusivamente femenino. En ese sitio, según Guerra, “una amiga íntima [de él], colega y lesbiana declarada, fue alojada junto con un gran número de mujeres altamente educadas que eran lesbianas o presumían de serlo debido a sus propensiones intelectuales y a su independencia financiera de los hombres. Curiosamente, una amiga de Báez, que sobrevivió a la UMAP y acabó refugiándose en España, afirmó que aproximadamente un tercio de las doscientas o más mujeres internadas en su campo eran prostitutas autónomas recalcitrantes que se negaban a la rehabilitación del gobierno”.

En otras palabras, las mujeres heterosexuales que optaron por mercantilizar el sexo y rechazaron la dignidad dependiente que les ofrecía la rehabilitación gubernamental fueron consideradas tan contrarrevolucionarias como las que rechazaban la autoridad, la sexualidad y el control de los hombres, concluye la autora.

Lilian Guerra presenta el caso de Anna Veltfort, un ejemplo realmente inquietante de los procedimientos policiales de ese momento. “En 1967, ella y una amiga paseaban por el malecón de La Habana cuando un grupo de hombres las agredió por rechazar sus insinuaciones. Increíblemente, la policía detuvo a las dos mujeres junto con sus agresores, que las acusaron de rechazar sus insinuaciones sexuales por ser lesbianas. Posteriormente, Veltfort fue sometida a una serie de juicios políticos en la Universidad de La Habana a lo largo de un año, acusada de ‘escándalo público'”.

Hilda me cuenta que, en efecto, eso mismo le ocurrió en circunstancias similares. A cualquier lugar de esparcimiento había que entrar en “pareja” —me explica—heterosexual. Normalmente lo que hacían ella y su novia o amiga era buscar hombres solos que estuvieran en la misma situación para entrar juntos, disimulando. De hecho, parte de la lesbofobia desatada en el contexto histórico que narra Hilda pasa también por la invisibilización.

—Cuando me recogieron pa´l tanque fue porque yo estaba con Carolina,* una amiga mía de los años, compartiendo en El Antillano, un sitio de recreo que visitábamos mucho. En la mesa de enfrente había una ex suya, y por celos dijo que yo le había dado un beso a la fuerza a Carolina. Me acusaron de “escándalo público” y me tuvieron presa seis meses. Esto fue en el año 1985.

—Qué valiente eres, Hilda.

—No sé. Lo que sí te puedo decir es que yo jamás me oculté. Jamás. Yo no podía sentarme en un parque tranquila con ninguna amiga, que enseguida venía el jefe de sector y nos cargaba para la estación. Nos hacían quitarnos la ropa para ver si teníamos puesto un calzoncillo o alguna otra prenda de vestir masculina. Y así era todo el tiempo. Lo que se vivió en este país tú no eres capaz de imaginarte. El destino era la cárcel.

“Sufrí mucho por ser quien soy”. (Foto: Annery Rivera Velasco).

“Como era peligroso estar en las casas, lo que hacíamos era irnos para ‘la manigua’, un yerbazal enorme que había en las afueras de la ciudad de Matanzas. Poníamos unas mantas y ahí ‘matábamos la jugada’. Mi delirio era leerles poesía a las muchachas. Yo tengo tremenda mente para las poesías: Ay, cuántas veces lloré cuando tus cartas leí, y con loco frenesí con mi llanto las bañé y de besos las cubrí. Cómo quiere que tan pronto olvide el mal que me ha hecho, si cuando me toco el pecho la herida me duele más. Entre el perdón y el olvido hay una palabra inmensa. Yo perdonaré la ofensa, pero olvidarla jamás“.

Pido permiso para leer una nota que le ha dejado su sobrina sobre la mesa de noche: “Hildy, no fui porque no entró el pollo de la dieta especial […] Yo voy a estar al tanto, no te preocupes, que te lo llevo. Aprovecho […] y te envío las gotas nasales, la chirimoya, un picadillo que te compré y una caja de cigarro […] Estoy viendo la pelota. Ya perdieron con Holanda. Vamos a ver cómo les va hoy”.

En una mesa auxiliar descansan un jarrito metálico con restos de café, un pequeño cenicero y un recipiente lleno de cabos de cigarro, más un blíster de pastillas. Sobre la cama duerme su gata, y a los pies el perro que la cuida y acompaña.

—Mi sobrina, que es de oro, es quien más me atiende, porque el Servicio Social brilla por su ausencia. También mis vecinos, que me quieren mucho. Siempre me están ofreciendo comida, sobre todo cuando cocinan algo que saben que me gusta.

“Cuando yo empecé a trabajar en la construcción ganaba 86 pesos, que en aquella época era una millonada. Imagínate que con ese dinero yo me iba todos los sábados —con alguna novia que siempre traía como invitada— para las cuevas de Bellamar, donde había un restaurante que me encantaba. Me tomaba nueve cervezas y me comía una completa de comida criolla, con lechón asado y todo. Diez pesos y 20 quilos gastaba en esa salida. Hoy en día mi chequera es de 1460 pesos. No puedo comprar casi nada con esa miseria.

“La tristeza que tengo yo es que sufrí mucho por ser quien soy. Ahora las nuevas generaciones tienen el camino más llano, pero en mi tiempo era terrible. Mis parejas las tuve que tener escondidas. Ahora es por la libre. En la calle ya se besan, se toman de las manos lo mismo dos hombres que dos mujeres. Pero cuando yo era joven te llevaban presa casi por respirar. Menos mal que las cosas han cambiado un poco”.

 

* Los nombres originales de las personas referidas han sido modificados para preservar su identidad.

** Traducido del original por Annery Rivera Velasco.

Salir de la versión móvil