El 24 de febrero se cumplió un año del estallido del conflicto entre Rusia y Ucrania. Las primeras explosiones tuvieron lugar en el este de la región ucraniana y en Kiev, mientras que el Kremlin procuró silenciar a los medios de comunicación y a los oponentes a la invasión.
Desde entonces, las tropas rusas avanzaron desde el norte, este y sur sobre las principales ciudades, y la resistencia ucraniana se endureció. Mientras, la Unión Europea y Estados Unidos, entre otros, han impuesto sanciones contra Rusia dirigidas a los sectores financieros, energéticos, de transporte del país, y la política de visas.
La historia de Ucrania y Rusia está entrelazada y se remonta al menos hasta la Edad Media, en el contexto de la Rus de Kiev, un estado eslavo oriental. Pero ambos evolucionaron por separado, teniendo cada uno un idioma y una cultura de una raíz común.
Desde el siglo XVII, gran parte del territorio de Ucrania paso a formar parte del creciente Imperio ruso. Mientras que en el siglo XX, con excepción de un breve periodo de independencia en 1917, Ucrania se incorporó a la Unión Soviética.
La independencia llegaría en 1991, tras la disolución de la URSS, y partir de entonces Ucrania puso la mirada en Europa, con interés de pertenecer a la OTAN –la alianza militar liderada por Estados Unidos que se había enfrentado durante la Guerra Fría al Pacto de Varsovia– precisamente para asegurar esa independencia, cumpliendo Ucrania la devolución a Rusia de las armas nucleares que estaban desplegadas en su territorio desde la época de la URSS. En julio de 2021, el mismo Putin dijo en un largo ensayo que rusos y ucranianos eran “un solo pueblo”. También señaló que Occidente había corrompido a Ucrania y la había sacado de la órbita de Rusia mediante un “cambio de identidad forzado”.
Lo cierto de todo esto es el resultado: una guerra innecesaria para los que verdaderamente la sufren. Y lo peor es que el tiempo pasa, el mundo comienza a ignorar que la ofensiva continúa y las bombas no dejan de cobrar vidas; existen más muertos que euros, más sangre que comida, y más armas que esperanza para las desfavorecidas víctimas.
Cuba, lejos en el mapa pero con el ojo puesto en la disputa, se ha posicionado a favor de su antiguo aliado ruso. Algo esperado para muchos cubanos e irracional para otros tantos, que lejos de empatizar con el conflicto condenan el apoyo a una gran potencia que presiona a un país pequeño, porque recuerdan la triste historia nacional donde un “vecino cruel” también nos acosa.
Sobreviene a mi alrededor tanta información sobre una guerra que no es nuestra, posiciones y opiniones divididas, que observo diferente el entorno. El humo capta mi atención, frente a mí un área de campo en llamas y unos edificios al fondo con cierto estilo soviético. Llegan los bomberos, muchachos jóvenes. Se escuchan órdenes de apagar el fuego y algunas personas se apresuran para huir del humo. No lo había visto tan claro antes: en La Habana parece que han caído bombas, La Habana parece Kiev. Tanta destrucción, edificios desplomándose, escombros en las esquinas, basura por doquier. Fue entonces que comencé a buscar la influencia soviética en La Habana, intentando simular lo que estaba ocurriendo en el otro lado del mundo; es que de alguna manera el deterioro y el influjo de la URSS que existe en nuestro país consiguen representar escenas de una guerra que parecieran reales gracias a la gran decadencia que sufre esta ciudad.
¿Por qué Cuba sigue apoyando a Rusia en un conflicto que, pese a ser en el otro lado del mundo, nos suena cercano? ¿Cuba apoya a Rusia por su deuda ideológico-económica? ¿No hemos aprendido nada sobre las guerras a lo largo de la historia?