Versalles, el barrio más populoso cercano al incendio en la Base de Supertanqueros, amanece sin más novedades el lunes 8 de agosto. Desde el sábado la iglesia de San Pedro parece amenazada por las tinieblas. En medio de la tensión que se vive, las personas intentan hacer una vida normal. Unos hermanos tiran las redes de pesca, no hay de otra, tienen que alimentar a sus hijos.
Mi madre, desde España, está muy preocupada por la contaminación, por los gases tóxicos que estamos respirando. Me ha dicho que no tenemos consciencia del peligro. Pregunta si alguna institución ha medido la calidad del aire y si se ha hecho, dónde se han publicado los datos.
He venido a mostrarle que todo está bien, que la columna de humo se desplaza más al norte, sobre el Valle del Yumurí, alejada de las edificaciones. No nos afecta directamente. Subo hasta las inmediaciones del Seminario Evangélico para mandarle una foto del panorama. Luego bajo y pregunto a los vecinos sus experiencias. Me cuentan sobre las explosiones, sobre los jóvenes bomberos desaparecidos. Grabo todo para un futuro documental.
Suena el móvil. Miriel Santana, mi amigo y colega fotógrafo, me dice que vaya rápido para la zona del viaducto, para Versalles. Ningún taxi a la vista. Demoro diez o doce minutos en llegar caminando.
En la calle Contreras, antes de cruzarse con Ayón, hay más personas de lo habitual. Se comenta que mandaron a evacuar Versalles, que pasó un carro del gobierno con altoparlantes. El humo negro sigue alto, pero ahora una nube blanca se extiende sobre el barrio. Es casi mediodía. Ajusto la Canon en prioridad apertura 5.6 o 7.1, no recuerdo. La Fuji en la mochila. Después me arrepentiría de no haber grabado video.
Por Ayón, que comunica el puerto y el barrio Versalles con la ciudad, pasan en caravana todos los carros de bomberos de Cuba. Eso pensé. Me saltan las alarmas. Aguanto la respiración, enfoco, disparo. Disparo. Disparo. Noto que estoy sudando, que no he vuelto a respirar. Noto al bombero joven que saca un brazo por la ventanilla mientras dice: “Aquí no, aquí no. Aléjense más. ¡Más lejos!”.
Pero no puedo irme. Llamo por teléfono a mi hija y le advierto que no salga de la casa. Me nota el pánico en la voz y me pregunta qué pasa. “Que no salgas, hija, que no salgas. Solo eso. Te quiero”, le respondo. Llamo a otros amigos y les repito lo mismo. Miriel me dice que se está yendo de su casa, que más tarde nos vemos.
Voy rumbo al puente de Versalles, pero ahí me quedo, no tengo una mascarilla N95, las únicas eficaces, según me dijo mi madre. Casi todos los que salen llevan una normal, hecha en casa o de las desechables. No sé si las humedecieron, como recomiendan los medios oficiales. No sé si eso es efectivo. No sé qué fotos estoy haciendo. Trato de concentrarme, de despejar la mente y ganarle al nerviosismo.
Dos horas después, algunos retornaron a sus casas. Fue una falsa alarma, dijeron los altoparlantes. Estaban regando la espuma sobre los tanques incendiados. Lo cierto es que hubo otra explosión y solo después de eso los bomberos regresaron. Todavía hay humo blanco sobre el barrio. Señal de qué será, es difícil saberlo.