En el norte de la provincia de Holguín existe un pueblo casi perdido entre las montañas y el mar. Una vez al año ahí se realiza el Festival Internacional de Cine de Gibara, otrora Festival Internacional de Cine Pobre. Es el único momento en que la tranquilad sepulcral desaparece.
Ese día parecía normal en la Villa Blanca. Era un domingo que bien podía ser lunes o jueves. Desde que comenzó la pandemia de COVID-19 todos los días son iguales.
Karel se despertó temprano. Hizo desayuno. Encendió el Playstation y perdió la noción del tiempo. Una, dos, tres, cuatro horas pasaron. Quizás más.
Abajo, adelante, adelante, triángulo, círculo, marcaba una y otra vez en el mando. Estaba absorto mirando el monitor cuando tocaron a la puerta de su casa.
—¿Ya viste lo que está pasando?— le preguntó su amigo.
—No me he conectado en todo el día.
—La gente está en la calle.
Rápidamente Karel encendió los datos del teléfono y vio los videos que hacía horas inundaban las redes sociales. Un frío le corrió por debajo de la piel, de esos que erizan el alma.
“El pueblo cubano había adquirido el valor para reclamar sus derechos”, recuerda.
Ese 11 de julio, el joven de 23 años solo se limitó a debatir con sus conocidos sobre lo ocurrido, sobre las miles de personas que marcharon en diferentes puntos de Cuba para exigir mejoras económicas, sanitarias y políticas.
Para la hora en que Karel regresaba a su casa, el Gobierno había quitado el internet en todo el país. “A lo poco que podía acceder era usando un VPN. Me dolía ver lo que sucedía: la injusticia, la represión. Todo se fue acumulando dentro de mí. Furia, tristeza, indignación.”
“Al otro día, 12 de julio, nos reunimos varios amigos. Éramos un grupo de aproximadamente trece personas que queríamos tomar las calles. Teníamos la intención, pero el miedo estaba. Llegamos a salir pero nos dieron un chivatazo. Alguien llamó a la policía.”
Karel y sus amigos se fueron antes de que las autoridades llegaran. Más tarde supieron que la Seguridad del Estado había aparecido en la zona donde pretendían protestar.
A las 6:00 a.m. del día 13 la policía arrestó a un miembro del grupo, primo hermano de Karel. “Se lo llevaron esposado como si fuera un criminal y estuvo detenido hasta la 1:00 p.m.”
A esa hora Karel se encontraba en casa de una vecina suya sosteniendo un intercambio de palabras que lo llevó al límite. La cuestión central eran las causas que habían llevado al estallido social del pasado día 11. Ese fue su detonante, una simple discusión política.
“Esa conversación me enfureció. No pude seguir riñendo y fui para mi casa. Me senté a pensar en irme al parque del pueblo y manifestarme. Fueron veinte minutos analizando las consecuencias que podrían traer mis acciones. También pensaba en las causas por las que habíamos llegado a ese punto. No sé cuál de todas las emociones fue la chispa. Creo que fue la rabia.”
***
“Llamé a un amigo y le dije: Voy pal parque. Cuando tú me veas dile a mis conocidos que estoy ahí.”
El amigo le pidió que lo pensara. Karel le contestó: “Esta es mi decisión. No hay vuelta atrás”.
“Primero me senté en un banco como dos minutos. Había poca gente, solo algunos conectados a la wifi.”
“Yo amo mi patria, mi bandera y a los cubanos. Yo no quisiera irme de aquí si este país fuera habitable”, se decía a sí mismo una y otra vez mientras se levantaba del asiento.
Lo hizo con el objetivo de que lo vieran. Quizás no el mundo; con una o dos, tres, cinco, diez personas, le bastaba.
“¡Que se acabe la represión en Cuba! ¡Que se acabe el hambre! ¡Libertad! ¡Viva Cuba libre!”, vociferó hasta que sintió que le dolían las cuerdas vocales.
Estaba solo. Sabía las consecuencias de lo que hacía. Está en paz con eso. Gritó lo esencial.
“No quise ofender a ningún dirigente. Lo que pase con ellos me da igual. Lo que me importa es lo que pase con el pueblo cubano.”
Un hombre de unos 40 años con un bate en la mano se le acercó. Le decía: “Muchacho, vete a tu casa”, mientras levantaba el macizo para que el joven lo viera.
“Yo me puse las manos atrás y estaba esperando el golpe. Si él me daba y me tumbaba al suelo, me iba a levantar e iba a seguir gritando libertad.”
Karel recuerda que hubo alguien que le decía al hombre del bate: “Oye, no hagas eso, te están grabando”.
Rápidamente vinieron civiles con banderas cubanas y del 26 de julio. Cerca de veinte. “¡Viva la Revolución! ¡Viva Fidel! ¡Viva Raúl!”, coreaban.
“Eso me daba fuerzas para gritar más alto”, cuenta Karel.
“Las personas del parque se acercaron para decirme que me calmara y me fuera a mi casa. Pero en ese momento yo estaba ciego. ‘¡Patria y Vida! ¡Libertad para el pueblo!’, eso era lo único que salía de mi garganta. Hubo un momento en que alguien gritó: ‘¡Viva Díaz-Canel!’, a lo que yo respondí: ‘Un presidente que echa a fajar a los cubanos contra los propios cubanos, ¿qué tipo de líder es ese?’.”
Luego llegaron las autoridades. Un policía se acercó por atrás y le agarró los brazos.
“Yo le pregunté: ‘¿Por qué me detienes si yo no estoy haciendo nada malo?’. El guardia no respondió. Cuando ya me estaban metiendo dentro del carro apareció mi primo, recién liberado, y me dijo: ‘Karel, ¿qué tú estás haciendo?’. Oír la voz de mi primo tuvo un efecto en mí que aún no logro comprender. Traté de soltarme y lo conseguí. Avancé unos metros. El policía que me había detenido y un mayor del MININT trataron de aguantarme y proyectarme. Trataron de hacerme varias llaves pero no pudieron.”
Karel es deportista. Entrena artes marciales mixtas y tiene conocimientos de defensa personal. Hicieron falta cuatro personas para someterlo.
“Me hicieron un nudo en el suelo. Después me tranquilicé y fui voluntariamente hasta el carro. Mientras caminábamos hacia ahí un policía me decía: ‘Ahora sí te enredaste, ahora sí te ganaste unos cuantos años’.”
El joven preguntó: “¿Cómo pueden dormir por las noches sabiendo que están oprimiendo a un pueblo?”. Ellos callaban.
“Llegamos a la estación. Estuve esposado desde las 5:30 p.m. hasta las 11:30 p.m., sentado en una silla. A esa hora me tomaron la declaración y me metieron en el calabozo.”
***
En el viaje hacia la estación Karel fue reviviendo algo que le había sucedido.
En los meses anteriores al 11J había compartido videos de denuncias sobre atropellos cometidos por las autoridades. Cosas sobre la realidad cubana. Hizo dos videos. Uno sobre él y su familia y otro donde ponía la canción “Patria y Vida” en el portal de su casa.
Luego de que subiera el segundo video, un día a las 11:30 a.m. tocaron a la puerta de Karel. Era una muchacha vestida de civil. Debía presentarse en las oficinas de Emigración y Extranjería. Estaban haciendo un chequeo de algo que no pudo entender bien.
“Yo no soy tonto. Sabía que era mentira. Ella me dijo que debía presentarme ahí a las 12 y ya eran las 11:30. No tenía sentido. Le dije que sí, que iba a ir. Llamé a mi papá y él me dijo que iba a ir conmigo.”
Cuando llegaron, el supuesto señor que debía atenderlos no estaba.
“Mi papá me había dicho: ‘Esperamos quince minutos, si no nos atienden nos vamos’. Nadie nos atendió y nos fuimos.”
Pasaron las horas. Como a las 2:00 p.m. una vecina le dijo que la habían llamado de Emigración para que le diera el recado de que debía regresar a la oficina.
“Entonces fui solo. Noté un ambiente extraño. En la esquina había un caballito [policía motorizada] con un hombre vestido de civil. Dentro de la oficina me recibió un oficial y me dijo amablemente que debía dejar en la entrada mi teléfono, la mochila y todo lo que tuviese en los bolsillos. Yo lo cuestioné y él me dijo que eso era lo establecido. Su tono había cambiado.”
Antes de entregar las cosas Karel trató de contactar con su padre, pero no tenía saldo. Disimuló una llamada y salió de la oficina. Logró llegar a su cuadra. Buscó refugio en casa de una vecina. Comunicó con el padre, que llegó al rato. Regresaron juntos a la oficina.
—Tú sabes que cometiste un delito— le dijo el oficial que lo había recibido antes.
—¿Un delito yo? A mí nadie me citó de manera oficial.
—Yo te enseñé mi identificación…
—A mí nadie me enseñó ninguna identificación…
—Nosotros te mandamos a buscar con una oficial de la policía…
—La supuesta oficial estaba vestida de civil y nunca me enseñó ninguna identificación, solamente me dijo que debía ir a Emigración para hacer un trámite de personas repatriadas.
Karel se fue de Cuba con su madre cuando tenía siete años. Tiempo después regresó a visitar a su padre y decidió quedarse. Tenía 11 años.
Para entrar a la oficina tuvo que dejar todo lo que traía encima. Ingresó a un cuarto de interrogatorios. Para su sorpresa ya había personas dentro: un oficial y el jefe de la Seguridad del Estado en Gibara. Ambos comenzaron a disparar preguntas hacia el muchacho, que parecía hacerse uno con la silla.
“¿Cómo se llama tu papá? ¿Cómo se llama tu hermana? ¿Eres activo en las redes sociales? ¿Te conectas con datos o por wifi? ¿Qué cantidad de dinero te manda tu mamá? ¿Cuántos de tus amigos son universitarios? ¿Por qué publicas ese tipo de cosas en Facebook? ¿Tú sabes lo que eso significa? Piensa en tu padre.”
Tantas interpelaciones aturdieron a Karel, que se limitó a dejar claro su posición política contraria al Gobierno.
Al final de la conversación el oficial sacó dos documentos. En uno se podía leer: “Prohibición de salida de la República de Cuba para Karel Aguilar Rueda”. En el otro: “Prohibición de entrada a la República de Cuba para Anisleydis Rueda Almenares”.
“Me dijeron: ‘Esta es una prohibición de salida del país para ti, el otro es una prohibición de entrada para tu madre. Si sigues haciendo publicaciones contrarias al sistema en las redes sociales vamos a legalizar estos papeles.”
Karel se mantuvo en silencio. Al terminar la conversación se dieron las manos. El oficial sostuvo los documentos. Los miró y los destruyó.
—Vamos a dejar todo esto aquí— le dijo.
Después de eso Karel estuvo tranquilo, pero algo pasó dentro de él luego de los sucesos del 11J que lo marcaron.
“Ese día cambié. Perdí el miedo”.
Sentado en el asiento trasero de la patrulla, de camino a la estación, revisitaba ese momento una y otra vez. Esposado e inquieto. Ya había vivido un interrogatorio. Sabía cómo era el proceso pero esta vez la situación parecía más grave.
***
Tres metros de largo por dos de ancho. Dos literas de cemento. En el extremo derecho un hueco en el suelo para hacer las necesidades. Tres interrogatorios. Un ataque de pánico. Una prueba de COVID-19. Tres visitas de su padre. Quince días. Ese es el saldo que le queda a Karel de su detención.
“En el tiempo que estuve en el calabozo me entrevistaron tres veces. Un instructor, el fiscal y el jefe de los instructores.”
Al tercer o cuarto día de estar arrestado fue la primera entrevista. Karel explicó que se había manifestado pacíficamente, que no había ofendido a ningún dirigente, que no había tirado piedras. El instructor lo escribió todo y se fue.
Al quinto o sexto día vino el fiscal. Volvió a tomarle declaración y le dijo: “Todavía yo no veo los motivos que te llevaron a ti a hacer esto”. Lo escribió todo y se fue.
Al séptimo u octavo día vino el instructor jefe. Lo volvió a entrevistar. Karel repitió exactamente lo mismo.
“Estaba ya desesperado. No pertenezco a esos lugares. Nunca había estado en un calabozo. Nunca he tenido problemas en la calle. Apenas salgo de mi casa.”
A los pocos días el instructor jefe tuvo una reunión informal con Karel. “El fiscal viene mañana”, le comunicó.
“Entonces yo empecé a hacerme ilusiones sobre mi liberación. Estaba muy desinformado. No sabía si estaban haciendo un caso contra mí. Nada. Llegado ese punto poco me importaba si me mandaban a la cárcel o me soltaban. Solo quería saber.”
Al otro día las horas pasaban y el fiscal no aparecía. La angustia de la espera provocó un estado de desesperación en Karel que desencadenó un ataque de pánico.
“Sentía escalofríos. Sudaba. Me empezó a faltar el aire hasta que el pecho se me apretó y no pude respirar más. Conmigo en la celda había otro muchacho que había asesinado a una persona. Él llamó al guardia y le pidió que me sacara a un pequeño cuarto que tenía por techo una reja donde se podía ver el cielo. Metro y medio de largo por uno de ancho. Nos llevaron ahí a los dos. Yo seguía muy débil. El muchacho llamó otra vez al guardia y él solo me dijo: ‘Acuéstate en el piso’. Las manos se me engarrotaron. Yo trataba de abrirlas pero me era imposible. El dolor me tenía ciego.”
Cuando logró abrir los ojos, Karel vio tres policías encima de él. Lo tocaban con el pie y lo llamaban por su nombre. Le preguntaban qué sentía.
“Yo no podía hablar.”
El médico llegó una hora más tarde. Estaba más calmado. Le hicieron un test rápido de coronavirus y lo volvieron a llevar a la celda.
Karel pudo ver a su padre tres veces en todo ese tiempo. En dos ocasiones estuvo dentro del calabozo. Solo consiguieron darse las manos entre las rejas.
“La tercera vez fue en un cuarto y nos pudimos abrazar. Lloramos mucho.”
El padre consiguió contratar a un abogado. Alquiló una máquina y fue hasta Holguín a buscarlo. Cuando llegaron a Gibara les comunicaron que debido al coronavirus no podían ver al muchacho.
El miércoles 28 de julio liberaron a Karel. Primero lo metieron en un cuarto. Le dijeron: “En dependencia de esta conversación valoraremos si te liberamos o te enviamos a la prisión”.
“Más no recuerdo, si te soy sincero. Lo único que yo tenía en la cabeza era que quería salir del infierno. Físicamente no me tocaron, pero psicológicamente me dañaron mucho.”
Varias veces en los quince días de encierro le dijeron que estaba ahí por desorden público y desacato. Es todo lo que sabe Karel. Ahora está en casa. Alguien le dijo en el momento de su liberación que ellos se comunicarían con él para informarle qué medida o medidas le iban a aplicar. No le dieron fecha. Él aún espera.