En la Calle Martí y Cuabitas un vendedor de alimentos ligeros le dijo al Periodista que una cantidad grande de personas había subido la avenida rumbo al Partido Provincial gritando Patria y Vida. En el mostrador de su puesto había una botella de aceite importado. El Periodista le preguntó cuánto costaba. En su casa había solo medio litro de aceite para todo el mes. El vendedor respondió que 300 pesos. El Periodista dijo “Ñoj”, y se fue.
La crisis con el aceite de cocina avanza como la crisis de cualquier alimento. Desde inicios de la pandemia crece o decrece su precio. Cuando era abastecida la fábrica local su precio decrecía gracias al contrabando y robo del producto. El que proponía el vendedor representaba 12 veces el precio estable de 25 pesos. Todos los productos habían subido el coste, y en las últimas semanas se sumó el drama de los largos cortes de luz eléctrica en la ciudad.
El Periodista supuso que las calles principales estarían cerradas por policías, así que se internó por la calle Saturnino Lora en dirección a la Plaza de Marte, desde la cual se podría ver la entrada del Partido Comunista Provincial.
En el trayecto vio a dos jóvenes de entre 16 y 18 años que caminaban como regresando de la Plaza de Marte. Algunos vecinos estaban en las aceras haciendo comentarios sobre algo que sucedía en la distancia, fuera del alcance de su vista.
Un señor de unos 70 años con una jaba bajo el brazo, una vieja gorra de béisbol, unos viejos zapatos, un raído pantalón, le daba una charla a dos jóvenes sobre una banda de sujetos aliados a los Estados Unidos.
Dos jóvenes de 18 le dijeron al Periodista que el Partido Comunista estaba repleto de personas, pero que no dejaban pasar a ver. Por la esquina de un Instituto Pedagógico conocido por su antiguo nombre, Escuela Normal, pasó un camión de carga repleto de cadetes del Ministerio del Interior.
No era cierto que estuvieran las vías cerradas. Subió por la calle que colinda con el edificio de Arzobispado de Santiago y al asomarse a la calle que da a las puertas de servicio del edificio del PCC vio que no tenía barricada, se podía bajar libremente. Tampoco había gente sospechosa haciendo un perímetro cuadras antes, lo cual era indicio o de negligencia o de que la protesta no era esencialmente agresiva, peligrosa, o multitudinaria. Al final de la calle, que desembocaba en la Avenida Garzón, vio hombres con pulóveres de cuello, la indumentaria que suelen usar los oficiales de la Seguridad del Estado que van de paisano. Retrocedió, y bajó por otra cuadra hacia a la Plaza de Marte por la calle paralela contigua.
Frente al Partido Provincial no había personas protestando. Estaban más abajo, junto al edificio del Ministerio de la Construcción de la provincia. El Periodista vio policías uniformados, la mayoría sin armamento de fuego, pero con porras de goma en las manos. Había civiles entre los cuales el Periodista identificó agentes de la Seguridad del Estado, la mayoría fornidos y altos de más de 1.80 de estatura y unos palos redondos de un metro de largo.
De un lado y otro del edificio de grandes paredes acristaladas estaban parqueados dos ómnibus de constructores de la nueva fábrica de cemento Moncada, que miraban y filmaban todo con curiosidad como si no supieran exactamente qué hacer allí.
Frente a la entrada del edificio del Partido Comunista dos mujeres y dos hombres sostenían una bandera cubana y otra del Movimiento 26 de julio. Esta última de color rojo y negro con las siglas “M-26-7” que identificaban la organización armada que fundó Fidel Castro en su juventud para derrocar al tirano Fulgencio Batista.
Un auto lada con bocinas atornilladas al techo comenzó a amplificar la voz de una mujer que improvisaba consignas políticas como: ¡Las calles son de Fidel!, ¡Las calles son de los revolucionarios!, ¡Santiago es de Díaz-Canel!, ¡Santiago es de Patria o Muerte!, y ¡Aquí no se puede ser comunista de estómago!
Esta última idea la repitió varias veces, siempre al final de una andanada de consignas. Ser comunista de estómago para ella era una mezcla de ingratitud con flojera de carácter. Ingratitud respecto a los buenos tiempos que había experimentado la sociedad cubana como asistencia universal de salud y educación, flojera respecto a cierta falta de aplomo para resistir los frecuentes apagones de corriente eléctrica, la aguda falta de alimentos que angustiaba a las familias, así como las vacunas Soberana y Abdala y la gestión exitosa que mostró el país al inicio de la pandemia.
Los que portaban las banderas cubana y del 26 de Julio caminaron con demasiado vigor, y al alejarse del auto con bocinas tuvieron que gritar para hacer presencia en la cuadra y convertirse en los protagonistas. Los abanderados parecían los líderes de la manifestación. Una manifestación multitudinaria a favor del gobierno. Pero en realidad las personas que se habían manifestado estaban bloqueadas por fuerzas policiales a unos 80 metros de allí.
Alguien dentro de un grupo que observaba a los abanderados desde la Plaza de Marte alzó la voz y dijo: “¿y esas banderas las compraron en MLC?” El grupo comenzó a reír. Las consignas de los abanderados eran recibidas con chanza, no hubo una voz crítica que condenara al chistoso.
El gobierno de Miguel Díaz-Canel reabrió sus redes de tiendas en una moneda libremente convertible (MLC) a las que tienen acceso solo personas que reciben remesas. Su mandato ha tenido que lidiar tanto contra un embargo económico sistemático de parte de los Estados Unidos, como con una doctrina económica propia de corte radical, que margina, reduce o regula en exceso la iniciativa privada. El país, privado de una fuente importante de ingreso como lo es el turismo se ve asfixiado ahora con la parálisis de esa industria a causa de la pandemia de Covid-19, pero también con la ineficiencia de sus empresas, con una pésima nota de deudo para inversiones extranjeras, y la atrofia o inexistencia de un ecosistema privado. El chiste sobre las banderas se refería a que estas probablemente ahora solo se podrían comprar en esa moneda excluyente y difícil de conseguir.
Los abanderados se dieron cuenta de que estaban solos y regresaron donde el lada con altoparlantes. Bajaron a los constructores de la fábrica de cemento Moncada de los ómnibus y los colocaron en fila apretada frente a la sede del Partido Comunista. Como llevaban overoles color naranja y estos daban más volumen a sus cuerpos parecía una fila de cosmonautas.
Situada la cadena humana, la policía ordenó la circulación de los manifestantes frente a la sede del Partido Comunista. La orden no era que circularan como manifestantes sino que se dispersaran y rompieran la unidad que los había hecho fuertes hacia unas horas. Los manifestantes comenzaron a circular y el Periodista caminó hacia donde se encontraba aún la mayor parte.
No había una excitación manifiesta entre ellos sino autocontrol. Bandos mezclados: policías uniformados, policías de civil, grupos de choque, y manifestantes se observaban con el rabillo del ojo. La diferencia más aguda no eran las ideas, pues nadie hablaba, ni se sabía que pensaba nadie ni qué cosa defendían los que protestaban, la diferencia sustancial y acaso preocupante entre unos y otros eran las edades que representaban. El bando indignado era muy joven, entre 18 y 40 años, y el bando de oficialistas entre 40 y 60.
Junto al lada que emitía consignas caminaba un grupo de personas, mujeres la mayoría de alrededor de los 50 años. El grupo que se había burlado de los abanderados comenzó a decirles “muertas de hambre”, y ellas les respondían a gritos “gusanos, traidores”. La idea era acallar las voces de los manifestantes. Cuando una de esas mujeres mayores que gritaba tomó el micrófono del auto para decir consignas a favor de la Revolución ya casi no tenía voz ni se entendía bien lo que decía, tanto por la edad, como por el esfuerzo de cuerdas vocales que había tenido que hacer.
Un joven de unos 20 años, gorra de Grandes Ligas, les voceaba Abajo el comunismo y ellas respondían a gritos. El chico no estaba solo, tenía varias personas alrededor que probablemente pensaban lo mismo que él aunque no opinaban. Rodeaban al chico con sus cuerpos de forma que fuera difícil llegar a él de inmediato.
El grupo de mujeres oficialistas con sus gritos hacían retroceder a los manifestantes que o a veces sonreían o no hacían resistencia. El chico las sonsacaba, y sonreía de vez en cuando.
Los descontentos habían callado por el momento: decían y no gritaban. Gritar allí era patrimonio de las señoras que rodeaban el auto con bocinas. Las fuerzas policiales desplegadas habían logrado controlar la situación, y reducir el coraje de los que hacía un rato gritaban consignas sumamente audaces, nunca antes oídas a puro pulmón contra el Presidente de la República, y a favor de la libertad. También invertían la consigna oficial con que Fidel Castro finalizaba sus discursos, en vez de su “Patria o Muerte” decían “Patria y Vida”.
El coro burlón no hacía un repudio sistemático y sostenido a los comunistas que gritaban por el altoparlante. Eran como árboles pasivos que permitían a las voces disidentes sonar sin ser localizadas. Su pasividad no parecía una forma de organización orientada por un manual, sino la extensión de una figura, de una conducta extendida en Cuba, hablar en voz baja de los problemas que existen para no buscarse problemas. Ocultar o reprimir la opinión personal, o dicho de otra manera: hacer algo que significa incluso lo contrario a lo que se piensa o se siente.
Otro muchacho de unos 20 años aprovechó el vacío que quedó tras un viva Fidel dicho por altoparlantes para alzar la voz y decir: ¡Abajo el Comunismo! Su consigna recibió aplausos fervorosos de los jóvenes que lo rodeaban. Dos policías de civil se le aproximaron y él siguió alzando la voz, decía que este era apenas el principio, que el pueblo se estaba levantando, se montó en su bicicleta y se fue. Quienes le aplaudieron se quedaron en el lugar al parecer viendo qué más sucedía o velando por apoyar a otro atrevido.
El coro siguió esperando más audacias aunque la tendencia entre policías y manifestantes era la paz y despejar la Plaza de Marte. Se formaban trifulcas o persecuciones a toda carrera cuando alguien sacaba un móvil y filmaba a los policías uniformados o de civil. No querían ser filmados, y se abalanzaban sobre el que hacía tomas.
Media hora después, sobre las 4:30 se escuchó un rumor en la calle Aguilera, cuyo tráfico sube desde la zona de baja de bahía hasta uno de los extremos de la Plaza de Marte. Se trataba de miles de jóvenes que subían corriendo acaso buscando concentrarse frente al Partido Comunista. Coreaban “Díaz Canel, singao”, y “Patria y Vida”. El aspecto, la edad, género, origen social y grado de escolaridad de esta multitud era similar a la que ya estaba en la Plaza de Marte, varones jóvenes, de extracción popular y sin estudios universitarios. Aunque había pocas mujeres, estas a veces parecían lugartenientes que con voces finas y estridentes animaban a los jóvenes a no retirarse, a no huir, y avanzar hacia el Partido Comunista.
Hubo una escena que se repitió unas tres o cuatro veces: cuando la mujer del altoparlante decía que las calles eran de los revolucionarios, siempre uno, o una, o une saltaba y le decía a los que tenía más cerca, “la calle es de todos”.
Los jóvenes siguieron dando carreras en las calles aledañas a la Plaza de Marte. Tras ellos corrían cadetes del Ministerio de Interior y tropas de asalto vestidos de negro que se incorporaban a las multitudes para neutralizar su moral. No se escucharon disparos, se repartieron bastonazos, pero prevaleció la táctica de infiltrarse entre los manifestantes. A las 5:30 de la tarde la manifestación comenzó a morir en el parque de Barnada y San Gerónimo, justo frente a una estatua de Carlos J. Finlay el célebre epidemiólogo que ayudó a agotar un gran brote de fiebre amarilla tanto en Cuba como en Panamá en el siglo XIX.