“El primer guardia que vi [en Personville] llevaba varios días sin afeitarse. El segundo había perdido dos botones de su poco limpio uniforme. El tercero ordenaba el tráfico en el cruce más importante de la ciudad, el de Broadway y Union Street, con un cigarrillo en la boca. En ese momento dejé de preocuparme por ellos”.
Dashiell Hammett: Cosecha roja.
El césped tenía rocío encima y eso le acentuaba el color. Eran las 7:40 de la mañana. La luz era transparente, el aire también. Estamos en la antigua Escuela de Trabajadores Sociales Frank País García, que ahora hace de Hospital de Campaña para sospechosos de Covid-19. Las persianas, blancas; las sábanas, blancas; el televisor, nuevo; los colchones, cómodos.
Hacía un día luminoso, ágil. Los días luminosos y ágiles son los días de la locura. El Periodista abrió WhatsApp, le llegó un mensaje. Una amiga desde Holanda le preguntó cómo le iba. Él respondió que todavía no estaban los PCR. Ella se escandalizó: “¿Cómo era posible que aún no estuviesen los resultados?”.
No la estaba pasando mal. Era un día perfecto, pero era también un día de locura. Algo dentro de él dijo: “Ya basta”. Y le corrió por las articulaciones, le sacudió las piernas, los brazos, su cuerpo acumuló una extraña y violenta euforia, como si hubiera abusado de la cafeína, y salió disparado de la litera, abrió las persianas de un tirón y comenzó a gritar: “¡Me quiero iiiiiirrrrr! ¡Tengo derechos! ¡Estoy aquí en contra de mi voluntaaaad!”.
Luego se sentó. Luego se volvió a parar y volvió a gritar. Estuvo así, gritando, unos 15 minutos hasta que se quedó sin voz. La garganta era una de esas canteras blancas para picapedreros en prisión, con llagas en las manos, en las paredes, en el cielo. Su padre lo miraba asustado, con amor, pero sin sorpresa. Sabía del histerismo repentino de su hijo, porque sabía de su propio histerismo.
Le pidió humildemente que se calmara. En otro escenario habría comenzado a gritarle. ¿Por qué no lo hizo ahora? ¿Por la paz lograda con el hijo querido en esos días de ingreso impuesto? ¿Por la viudez?
El Periodista caminaba en círculos, le temblaban las manos. Alguien oculto detrás de los ventanales de otro edificio comenzó a reírse y a imitar sus gritos con voz afeminada.
Un obrero del servicio del Hospital de Campaña que pasaba por allí, de overol azul y pasamontañas, se detuvo y desde la acera llamó “payaso” al Periodista, le ordenó que se callara, que estaba despertando a todos.
El Periodista no comprendió, sentía que su protesta era sagrada. Le devolvió los insultos hasta que se volvieron vacuos. Vacuos como los insultos de dos sujetos maniatados o enterrados hasta el cuello. El obrero se fue. Ambos parecían de trompadas fáciles, pero si uno de los dos hubiera agredido físicamente al otro, le abría tocado una contravención por propagar epidemias. La reja entre uno y otro era un Decreto-Ley.
El Periodista organizó un poco sus cosas, le dijo al padre dónde se encontraba cada una, dónde el dinero, dónde las tarjetas; el padre tendría que poner más celo como custodio si se llevaban preso a su hijo. Sabía que había un policía en la puerta del hospital, y que existía el Decreto-Ley.
Una hora y no llegó el policía, tres horas después tampoco. La enfermera subió dos veces y las dos veces el Periodista le gritó con la poca voz que le quedaba.
Esperando a que se lo llevaran preso, el Periodista pensó en el obrero. Su aspecto, su manera de hablar, su diente de oro. Su pavoneo, su guapanga, su heráldica. El chico de barrio con una toalla en el hombro y andar de medio lado, que se deja crecer y se cuida la uña del dedo meñique como si cultivara una orquídea.
Recordó a Naipaul, recordó a Hobsbawm. Los marginados de una sociedad se coronan príncipes. Se inventan un reino paralelo para moler miseria y recoger gloria.
¿Por qué lo enfrentó el obrero? ¿Por qué no se le unió? Porque estaba purificándose, incorporándose al primer anillo narrativo del mundo. Como un expatriado, el obrero buscaba sentido en un paisaje ajeno; como un huérfano, el obrero buscaba una madre, un hogar.
La ira del Periodista, que probablemente era la ira del guapo, del marginal, era subalterna, pequeña ante la grandeza del Objetivo Principal del que se sentía soldado el obrero: erradicar la pandemia.
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El sábado 5 de diciembre la familia del Periodista junto a sus vecinos, ocho en total, fueron trasladados a diferentes centros asistenciales de salud de Santiago de Cuba por sospechas de Covid-19.
Estaban avisados y prevenidos desde hacía tres días. Ya tenían una cinta amarilla de riesgo biológico frente a su casa. Ya unos hombres sin rostro, envueltos en ropas verdes con tubos neumáticos que rociaban cloro disuelto en agua, habían entrado a sus domicilios. Ya habían sido escritas las remisiones por las jóvenes doctoras del consultorio del médico correspondiente, pero aun así los vecinos no aceptaban la situación.
Durante años las tres viviendas, separadas unas de otras por patios sin cercas, habían sufrido robos. Algunos de día, otros de noche, otros a la hora incierta en que los objetos simplemente se esfuman para ser recordados al cabo de meses, cuando vuelven a ser necesarios y ya no están.
Robos de animales: un cerdo, varias gallinas, un caballo. Robo de alimentos: racimos de plátano, aguacates, y otros productos de la tierra. Robo de artículos: una bicicleta, una manguera. Robos esporádicos pero suficientes como para convertirse en un tema, en una prevención, en un ejército de sujetos agachados detrás de los arbustos.
Estaban seguros: la policía no iba a velar por sus propiedades.
Estaban seguros de que, en caso de robos, era poco probable que estos artículos fueran devueltos y los criminales capturados. Nunca algo así sucedió.
De la enfermedad no tenían síntomas. Vivían en una zona verde, sombreada de árboles frutales y algarrobos, sin cuadras ni urbanización. Sentían que en sus domicilios estaban a buen resguardo, y que eran el mejor lugar del mundo para pasar esos días de peligro y aislamiento. Había suficiente espacio entre unos y otros, entre vivienda y vivienda, entre la zona y la ciudad.
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El Periodista daba paseos por la sala. Fue a donde su esposa, que freía muslos de pollo, y le dijo como diciéndose a sí mismo: “No somos carpinteros ni torneros, no nos van a llevar un taller, ni un equipo, ni una lima, ni un tornillo de banco; lo más importante lo vamos a llevar con nosotros, no lo pueden robar, porque está aquí”, y se tocó la frente con el dedo índice.
Pero no decía la verdad. Pensaba en un frízer del tamaño de un buró con gavetas que se había comprado recientemente. Un objeto imposible de mover u ocultar, un problema sin remedio. No sabía qué hacer con ese pensamiento, sentía una especie de vergüenza ajena sobre sí mismo.
Dentro del frízer se conservaban unas 40 libras de pollo que compraron en tres lugares diferentes. Una mitad era de muslos y habían sido “peleados” por él y su padre en una cola sin ley; las otras dos partes eran piezas con contramuslos, conseguidos a través de una amistad; más los que acaban de llegar a la bodega, a través de la vieja tarjeta de racionamiento del Estado, luego de una semana de retraso. Estaban recién pertrechados, incluyendo yucas, boniatos y malangas congeladas.
Tenían suficientes provisiones como para quedarse en casa durante un mes o más, y no salir a nada. La ciudad estallaba en aglomeraciones, colas sin acompañamiento policial, especuladores sin sentido del honor ni la solidaridad que vivían de comprar y revender. Estarían a salvo de la calle, y de una suerte de fracaso masivo que era, en definitiva, lo más dañino.
Sus vecinos, la mayoría mujeres, estaban en las mismas. Atados a sus lavadoras, a sus televisores de pantalla plana, a sus hornos, a sus microondas, a sus refrigeradores, a sus ventiladores, a sus cajas decodificadoras, a sus aires acondicionados, a sus neveras, a sus pollos, a sus pescados, a sus huevos, que no sabrían cómo conseguir nuevamente en caso de hurto.
El Periodista pensó en llamar a alguien cercano, pero se respondió a sí mismo: “¿Cómo se sentiría un amigo o pariente si descubriese que se le estaba exponiendo a la enfermedad, a un hospital, a interrumpir su vida normal por cuidar un puñado de víveres y electrodomésticos?”.
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La orden de ingreso para las tres familias se emitió cuando una vecina dio positivo a una prueba de Covid-19. Su casa se comunicaba con las otras por unos trillos. Cuando se la llevaron al hospital y corrió la noticia, los vecinos hicieron memoria: el contacto con ella había sucedido hacía más de una semana.
La vecina trajo los chícharos que el padre le había encargado. Llegó a la puerta de la casa con 5 libras en las manos. No atravesó el umbral, habló unos pocos minutos. Dejó el paquete sobre una banqueta y siguió su camino. El Periodista recuerda su silueta a contraluz en la puerta. A esa altura, probablemente, ya estaba contaminada de Covid-19. Su hijo, un transportista del sector privado, contrajo la enfermedad de un residente en los Estados Unidos con el que tuvo tratos.
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Antes del anuncio de la gripe, el virus y el origen de la infección en una ciudad china llamada Wuhan, ya había calles sin autos en Cuba por un apagón de combustible, y una crisis de desabastecimiento general que se fue agudizando.
En las calles y avenidas vacías se podía jugar béisbol o promover asados, pero nadie hacía ni lo uno ni lo otro; no había ánimo, sino susto. Las redes sociales, la prensa independiente, recordaban la profunda crisis de los noventa del siglo pasado, mientras los medios de difusión masiva oficiales, y hasta el propio presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez, se dedicaron a desmentir que fuera una crisis similar a aquella, de profundos apagones, agudos problemas de alimentación y medicinas.
No se le llamó “Crisis”, ni “Periodo Neo-especial”, sino “Coyuntura”. Y con lo de coyuntura se quiso remarcar una transitoriedad que no iba a durar aquel quinquenio oscuro, asfixiante y de autofagia que sobrevino luego del derrumbe de la URSS.
La madre del Periodista, que enfermó durante los meses paralelos al contagio en Wuhan, sufrió las consecuencias. No solo había quebrado la República Bolivariana de Venezuela, principal aliado de Cuba, sino que se recrudecía el embargo de Estados Unidos hacia Cuba durante el mandato del presidente Donald Trump. En el hospital escaseaban las jeringas, las sábanas y otros insumos; en los comercios de divisas, los únicos abastecidos, no había jugos, ni cárnicos. La moneda para comprar en esos comercios en divisas perdía aceleradamente su respaldo productivo. Y en eso llegó el virus.
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No hay camas para “contactos”, dijeron el día 3 de diciembre las dos doctoras que quedaban sanas en el consultorio. Una tercera fue aislada y tenía un análisis de diagnóstico en proceso, que terminó dando positivo.
Con solo una parte del equipo en activo, las doctoras estaban sudando frío. Terminaban de trabajar todos los días de noche, a veces bajo lluvia, aisladas por la falta de transporte público que normalmente afecta a esa comunidad en medio de la Carretera Central, en un punto entre la Ciudad de Santiago y el Santuario del Cobre.
El 4 de diciembre dijeron que los hospitales de campaña seguían sin camas para contactos de contactos, como era el caso. Al otro día las doctoras ya no fueron, las sustituyó un médico joven y corvo, con aspecto de recién graduado, que se presentó como suplente, cubierto con nasobuco y una placa de PVC alrededor del rostro.
El 5 de diciembre, en la mañana, un destartalado taxi amarillo marca Lada se parqueó bajo un almendro en la entrada de acceso a las tres casas.
Un doctor fornido, con vientre de cervecero, y una mujer de baja estatura, vestida como para largas faenas bajo el sol, con visera de tela y camisa de mangas largas pese al calor, se bajaron del auto, caminaron hasta la cinta amarilla y echaron voces.
Los vecinos se asomaron a las ventanas. Eran funcionarios del Ministerio de Salud Pública. Dijeron que los iban a trasladar a todos, aunque por el momento –comentaron– no había camas para contactos en los hospitales de campaña.
Los vecinos dijeron que no se irían; sus argumentos hacían hincapié en que: a) estaban sanos, y los hospitales podrían ser amenazas para ellos, al entrar en contacto con una población enferma, y b) que habían pasado suficientes días como para estar casi seguros de que no habían sido contagiados.
El Periodista y su esposa no participaron en el debate. Miraron a través de las persianas, luego salieron al portal. Pensaban lo mismo que sus vecinos, pero sentían que en la actual circunstancia tenían muy pocas posibilidades de reclamar. Estaban “conformes”, intentaban lograr algo parecido a flotar sin recibir daño, pero hacían uso de un dispositivo de conformidad y orden interior diferente al del padre.
El padre, sentado en la sala de la casa, miraba unos viejos mocasines de cuero marrón como repitiendo un mantra: “Ustedes son lo único que llevaré conmigo; serán lo único, no llevaré más nada que ustedes”. No solo había interiorizado que la salud era lo fundamental, sino que debía entregarse a un sistema, a la sabiduría de un Protocolo.
La pequeña rebeldía manifiesta en sus vecinos tenía, no obstante, puntos de contacto con la de su padre. Apoyaban al gobierno y sus campañas, eran personas sujetas a su hegemonía, la idea de que existía un Poder externo a ellos no les decía nada, por lo cual estaban civil y políticamente satisfechas.
El sentir del Periodista se encontraba entonces en una coordenada delicada, aturdida, como si en comparación con sus vecinos él, por su profesión condenada y perseguida por el gobierno, padeciera una especie de virus político que le debilitaba el sistema inmunológico como ciudadano.
El funcionario de Salud Pública no ofreció argumentos exactos, sino probables. Su respuesta más firme a por qué insistían en trasladarlos a los 13 días del contacto sin mostrar síntomas fue la palabra Protocolo.
El Protocolo era como una especie de enorme cosechadora agraria, extractora y empaquetadora de tubérculos, que cumplía su misión con cierto grado de eficiencia. Un leviatán alimentado de números, egresos, ingresos, en los que ómnibus, choferes, paramédicos, policías, funcionarios, doctores y enfermeras, eran piezas férreamente ajustadas, atrapadas en el engranaje tanto como los pacientes, sin albedrío, sin derecho alguno a la toma de decisiones.
Las vecinas mayorearon en el debate. Cuando el viejo Lada se fue dando tumbos, entre sonidos de muelles de asientos oxidados y estallidos, quedó cierta sensación de batalla ganada. ¿Batalla ganada dónde? En el aire. Una batalla ganada en el aire.
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Una vecina, cuya voz el Periodista no identificó, les avisó por teléfono en voz baja: “Cuídense, vienen a por ustedes”.
El Periodista colgó y ya el ómnibus roncaba por el camino que daba acceso a su casa. Le avisó a su esposa y a su padre. Regresó a la cocina, cruzó el comedor, miró por la persiana: el vehículo estaba bajo el almendro, maniobrando pesadamente en retroceso para ponerse de cara al camino que daba a la carretera.
Un paramédico, delgado, de unos 30 años, se bajó, caminó pesadamente y se detuvo frente a la primera casa, la del Periodista. Parecía harto de todo, de la ropa, de la tarea Covid-19, de que los sospechosos lo tratasen como el mensajero del mal.
Abrió el papel y leyó en voz alta los nombres y apellidos de todos los vecinos. Luego siguió pesadamente hacia las otras casas e hizo lo mismo.
A medida que la gente confirmaba que eran fulano o mengano, el paramédico hacía una cruz en el papel junto al nombre. El aire de victoria que había quedado hacía apenas unas horas cayó al suelo y se hizo trizas.
El paramédico se sentó en el tronco de un árbol y miró al vacío. Ni la esposa ni su bebé de un año estaban en la lista; aferrado aún a la idea de cuidar los electrodomésticos, el Periodista le dijo a su esposa que se alegrara, se quedaría en casa. Luego ella hizo acaso la única manifestación de libre albedrío en todos los que serían evacuados: no permitió que se llevaran a su hija de 11; intuía que la mandarían a un hospital, a otro hospital; el Protocolo la llevaría a alguna parte, y en ese lugar el servicio sería insuficiente, y a ese lugar llegaría desarmada, y no habría las prestaciones necesarias, y le haría falta algún tipo de apoyo, de auxilio, de asistencia con su bebé.
La esposa del Periodista le dijo al paramédico que no estaban listos; les habían dicho que hoy no los recogerían. El paramédico respondió que en ese caso esperaría a que se alistaran, que tenía tiempo, que tenía todo el tiempo del mundo.
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Los 8 vecinos, incluidos el padre y el Periodista, montaron en el ómnibus sin ofrecer resistencia alguna. El chofer y el paramédico, forrados de blanco, con gorros, nasobucos, zapatos, pantalones y camisas de tela antiséptica, no tenían identidad, no la exhibían ni la promovían.
En el ómnibus, la vecina que más se había opuesto a dejar el hogar comenzó a llorar. Su esposo la miró, no la consoló, pero hizo un silencio, un silencio de luto o de razonamiento, como si buscara una solución o el modo de exponerle el asunto de forma positiva.
El Periodista recordó el llanto de ciertos desplazados de guerra y no pudo evitar percibir una similitud. No le era exagerada esa comparación, porque a esa altura todavía estaba bajo el influjo de no encontrar de vuelta el hogar que había dejado. Estaba, como sus vecinos, todavía preocupado por buscar una solución técnica al problema de custodiar sus propiedades amenazadas. Sentía de forma intermitente breves estallidos sentimentales hacia los objetos que dejaba, como si estos lazos afectivos fueran un ejército de retaguardia, lo que articulaba realmente sus prevenciones materiales.
El autobús no fue directamente al hospital, se internó en las calles de Santa María, un barrio de solares amplios y magros, talleres automotores estatales con olor a petróleo derramado, casas hechas a pedazos, que no alcanzaban a terminarse durante décadas, con patios delanteros o traseros cercados de cardonas y pequeñas plantaciones de hortalizas.
El chofer detuvo el vehículo en una explanada bajo el sol, abrió la puerta, y el paramédico se bajó a buscar más personas con una nueva lista en la mano. Los pasajeros le pidieron al chofer que se arrimara a una sombra. El chofer se negó, dijo que él estaba también al sol y no se quejaba. El padre del Periodista caminó hasta la puerta y pidió que se la abriera para salir y buscar una sombra, el chofer se negó, le dijo que no podía salir, que debía quedarse dentro del vehículo.
El padre se volvió hacia el chofer, no llevaba equipaje, solo un abrigo de enfermera que le había regalado una exmujer; iba listo a cooperar, pero no a ser maltratado. Se hizo un silencio, y en ese silencio pareció caer todo lo que dejaba atrás: la casa vacía, sus artículos, su rutina, su pasado, su integridad; estuvo a punto de estallar, pero no estalló, y no estalló porque alguien alzó la voz y mencionó el nombre del chofer: “¡Qué pasa Carlito!”, dijo, y volvió a repetir el nombre: “¡Carlito!”.
El llamamiento tenía el tono de un reproche amable, un llamado a cooperar. El chofer no se volvió buscando al que había hablado, bastó con que lo nombraran. Se movió hacia el timón, volvió a encender el vehículo, aceleró, lo arrimó a una sombra que estaba a unos 10 metros de allí, frenó de golpe, luego saltó a la acera, bordeó el vehículo y se internó calle adentro en busca del paramédico.
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La esposa del Periodista tiene 36 años y no es precisamente una esposa. Es máster en Cultura Cubana, es ganadora de concursos literarios y oposiciones para realización de cine; es organizada, usa una agenda y coloca palomitas sobre cada tarea cumplida; es capaz e imponente, al tiempo que pacífica y resiliente. A partir de ahora la llamaremos la Máster, lo cual tendrá una sutil repercusión en lo narrado.
No habían pasado 30 minutos. La Máster estaba fregando los platos que quedaron del almuerzo, luego de la partida del Periodista y su padre, cuando una ambulancia se detuvo bajo el almendro de la entrada. Un paramédico envuelto en blanco se bajó del vehículo y caminó hacia la casa. Llamó. La Máster salió a recibirlo. El paramédico levantó una hoja estrujada y leyó en voz alta el nombre del bebé.
El tono del paramédico fue amable con la Máster –narra ella–, la venía buscando para llevarla a un hospital pediátrico. La Máster le pidió tiempo. El paramédico le respondió: “Cómo así, ya debería estar lista, hace tres días que lo sabe”. La Máster dijo que sí, desde hace tres días lo sabía, pero por la mañana unos funcionarios dijeron que no había camas en los hospitales y no se había alistado para esta recogida relámpago. Dijo que tenía los pañales sucios; dijo que no tenía hecho el equipaje para el ingreso del bebé. El paramédico respondió que solo podía esperar 15 minutos por cada paciente; ella pidió una hora para prepararse. El paramédico aceptó sin resistencia y la Máster leyó que la agitaba por comodidad. “No nos podía exigir 15 minutos si venía así de pronto”, recuerda la hija que pensó.
La Máster terminó de fregar; lavó e hirvió pañales mientras la hija vigilaba al bebé, que recién había aprendido a caminar. La Máster le dijo a la hija que tratara de hacer su maleta también. Le había tocado lavar la vajilla y los pañales. Desde hace un tiempo había conseguido que fuera el Periodista quien se encargara de los pañales, y había partido en dos las tareas de fregado. Esta vez le tocaba todo a ella.
Prepararse no solo comprendía las maletas, sino el patio; entró a la casa dos escaleras de tres metros cada una, unos asientos de hierro, una manguera. Se detuvo dentro de la sala. Visualizó al hipotético ladrón e intentó seguirlo por la casa, se propuso ponérsela difícil. Cambió de lugar cuchillos, cucharas, ollas. Fue al frízer y le colocó encima un mantel y un florero para que lo confundiera con una mesa, hizo otros trucos más.
La Máster se metió al baño, estaba enjabonándose las axilas cuando regresó el paramédico y vociferó hacia la casa. Amenazaba con llamar a la policía. La hija se puso nerviosa, apuraba a su madre. Aún mojada, con la cabeza envuelta en una toalla, la Máster salió del baño, se vistió, caminó hacia la puerta, salió de la casa, habló con el paramédico y le dijo que guardara calma, que todavía no estaba lista, debía preparar cosas para el bebé. El paramédico volvió a requerirla, ¿qué tanto preparaba?, ¿qué tanto buscaba? En el hospital había de todo para el niño: biberones, leche, ropa, toallas.
El paramédico siguió vociferando. La hija de la Máster, de 11 años, delgada, ya tenía su ropa lista. Hizo su mochila torpemente, fue a donde su mamá y declaró estar lista. Salió de la casa con su hermano. Los llamados del paramédico, el claxon de la ambulancia sonando, la hicieron gritar apremiando a la Máster. El paramédico amenazaba con llamar a un patrullero. La Máster mandó a la hija a la ambulancia. Con los niños dentro –pensó– no osarían irse. El bebé en brazos de una niña de 11 años, algo quejosa y enclenque, semejaba un grano de arroz sobre una hormiga.
La Máster terminó todo el equipaje básico, pero a última hora, frente a la cocina, descubrió que no había hecho comida para el bebé. “No habrá comida”, pensó, pero no tenía más tiempo. Calculó en positivo. Si eran más o menos las 15:50, habría espacio para llegar al hospital, esperar algún trámite y estar ya instalados antes de las 17:30, hora de la cena habitual; según el paramédico, el Protocolo, el sistema, conocían de ellos desde hacía 3 días.
La Máster entró a la ambulancia, pero tenía aún los sentidos e instintos en la casa, ¿la había cerrado?, ¿lo había cargado todo? Al mismo tiempo, percibía de forma aguda un espacio nuevo que se le abría en el pecho desde que habían sido notificados de que debían dejar el hogar, una sensación que huelga describir mientras el Lector se aleja con ella dentro de la ambulancia.
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Las novelas del célebre autor francés Marcel Proust no se edifican sobre desafíos o tensiones vitales como la vida o la muerte, sino sobre la nostalgia y la reconstrucción del pasado a través de un inventario de sensaciones, colores, olores recreados con impresionante habilidad. Leer a Proust es un paseo por atmósferas comunes al lector sensible, provocadas por el ejercicio de la memoria, como si esta fuese el polvo que sale de una alfombra a la que el escritor golpea.
Siendo más joven, la Máster había podido leer un libro de tapa roja, dura, que su novio el Periodista no soportaba ni comprendía. El libro era Por el camino de Swann, de Marcel Proust. La chica tenía una predisposición vital hacia Proust.
Proust describió su método con un famoso ejemplo: cuando una galleta mojada en té cae sobre el paladar de una persona, el gusto puede hacer estallar un universo de recuerdos, sensaciones, vivencias, deseos, amores, angustias, ligadas al pasado, la adolescencia, la niñez…
La galleta que caía ahora sobre el paladar de la Máster era la del desarraigo. Dejaba a expensas del saqueo un sitio sagrado, vinculado a su bienestar y el de sus hijos. Dejaba una estructura sentimental: los recuerdos de la suegra recién fallecida, la ternura que se fue con ella, la reposición todavía imposible de esa ternura…, la paz construida luego del luto.
Se sentía triste, describe la Máster. Y la tristeza crecía.
En la casa quedaron dos gatas y dos perros que alimentar. La perrita Carmelita estaba con cachorros recién nacidos. Los gatos (sin nombre) eran cazadores de ratas, cuya invasión representa un peligro tanto para la salud como para los recursos materiales. Los perros eran dispositivos de alarma, o de persuasión, si alguien ajeno se acercaba de noche o de día. No eran precisamente animales afectivos ni esclavos, eran una especie de personal de servicio con el que los humanos de la casa tenían una relación más de simbiosis que de afecto, pero en la que también tenía cabida el afecto. Si uno enfermaba se trataba de curar, se le separaba la comida, se le separaba leche, cobija y vitaminas. Con la casa vacía durante un tiempo indeterminado, quedarían sin resguardo ni alimentos.
La angustia de la Máster crecía por el desgarre de un ecosistema espiritual al que se le ha insuflado vida para que sea un nido confortable, una isla viva con fisonomía e identidad. Sentía ese acerbo sagrado, resplandeciente, acumulado en el hogar. Así que mientras se alejaba experimentaba pérdida, luto, sentía que no regresaría a un lugar similar o, en todo caso, que regresaría a un sitio profanado por la presencia de un extraño, el ladrón, los ladrones, los saqueadores.
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El paramédico se volvió hacia la Máster y lanzó: “Nosotros esperamos por ti…”. La Máster no comprendió, hasta más tarde, que habría que esperar, y que el bebé no tendría su cena a tiempo.
La ambulancia regresó a la ciudad con los pacientes dentro y se internó en el reparto Yarayó en busca de una dirección, un nombre, un sospechoso. No encontraban al sujeto. Pasaban casas sin repello, a bloque desnudo, pintadas pero tiznadas de hollín; calles minadas de baches, ropas multicolores colgando de los balcones, transeúntes que se detenían y se les quedaban mirando. La búsqueda se extendía, demoraban más de lo que la Máster había calculado. La ambulancia salía a la avenida Patria, tomaba aire, y volvía a sumergirse en el barrio una y otra vez. Hubo un apagón eléctrico y la oscuridad reveló que ya había caído la noche.
El bebé comenzó a llorar. La Máster le informó al paramédico que se acercaba la hora de su cena. Un hombre que habían recogido, y que estaba molesto por el ingreso, se envalentonaba cuando el llanto del bebé era más intenso, y daba golpes con los nudillos en la ventanilla de cristal que comunicaba con la cabina de conducción.
La angustia por la casa y las pertenencias dejadas a su suerte fue empequeñeciendo ante el problema de la alimentación del bebé y cierta preocupación por las condiciones que les esperaban, pero aún tenía la capacidad de transmitir serenidad a sus hijos. Aunque la presencia de aquel extraño en la ambulancia la incomodaba, se abrió la blusa, se sacó un seno y amamantó al bebé.
El paramédico desistió de la búsqueda. La ambulancia ganó la senda contraria de la avenida Patria y se dirigió a la Escuela de Deportes Manuel Fajardo, donde estaban recepcionando pacientes pediátricos. No había capacidades allí. Luego fueron al Hospital Pediátrico Norte, conocido como ONDI, donde lo primero que informó la Máster fue: “Mi hijo necesita leche”.
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El cubículo donde estaban medía unos 4 metros de ancho por 6 metros de largo; una pared consistía completamente en ventanales blancos de persianas miami, cuyo marco comenzaban a un metro del suelo y llegaba hasta el techo. Las paredes eran de un color claro y la puerta no era de bagazo, ni chapa, sino recia y de madera preciosa. Había tres literas, seis camas con colchones de espuma de goma, dos ventiladores, y un televisor de plasma híbrido, con mando remoto y puerto USB.
El padre y el Periodista no tenían preocupaciones, alguien les pagaba todo, se sentían como en un hotel. Es cierto, los pijamas venían sin botones o demasiado pequeños, y luego de devueltos no eran repuestos. Es cierto, las toallas estaban manchadas de grasa. Es cierto, a veces uno de los chicos que les llevaba la comida tiraba el pan de la merienda sobre los colchones sin sábanas, con los olores dulzones de cientos de sudores acumulados durante el eterno verano del trópico (negligencia que se erradicó luego de dos regaños severos del Periodista). Pero el servicio era puntual y no precisamente malhumorado. Los encargados de llevar la comida, la conserjería, cambiar sábanas, toallas y papel sanitario, hacían chistes, intercambiaban películas pirateadas, y a la hora de la limpieza diaria empujaban y jalaban el trapeador cantando.
En cada comida había un trozo de carne, mal preparada, pero carne, postre, arroz, sopa o potajes, y unas tres meriendas al día, modestas pero dignas. Para no caer en detalles mezquinos, el término “dignidad” expresado aquí tiene una naturaleza igualitaria, no de calidad; era la dignidad que brota de un igualitarismo en tiempos de aguda crisis económica o atrincheramiento. Por consideración y respeto a todos los ataques económicos que había recibido el país desde antes de la pandemia; por consideración y respeto a todos los ataques y agresiones que había recibido el país en su gesta de independencia, primero del yugo colonial, luego del neocolonial, siendo Estados Unidos de América el enemigo señalado por los libros de textos, ni el padre ni el Periodista se detenían a criticar los potajes aguados, la sopa insípida, la carne casi hervida y los panecillos de harina dulce y color carmelita en forma de punta de flecha aborigen que, dado el tiempo que no se vendían en la calle, sabían a gloria.
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La Máster no tuvo oportunidad de creerse que estaba en un hotel. Su cubículo en el Hospital Pediátrico Norte tenía aproximadamente 3 metros de ancho por 5 metros de largo y era un espacio dentro de otro espacio.
El primer espacio tenía el rótulo “Oftalmología” claveteado en el marco de la puerta, y era una especie de recibidor de una secretaria, o el despacho de un doctor, pero habilitado ahora con camas instaladas y ocupadas por niños ansiosos y sus acompañantes.
El cubículo de la Máster era el segundo espacio y estaba a continuación, abriendo y cerrando una puerta interior blanca. Dentro de este, subdividido en dos territorios inviolables, la Máster y sus dos hijos convivían bajo un régimen mutuo de distanciamiento con otra madre y su hijo enfermo de amigdalitis.
La pared con ventanas miami que daba a la calle tenía el 80 % de su espacio cegado por cristales ahumados o empapelados de negro para evitar la luz natural –seguramente se trataba de una sala de optometría–, y dicho enclaustramiento afectaba también la ventilación.
Las persianas abiertas eran aprovechadas durante la mañana para tender ropa interior, nasobucos o toallas, lo que interrumpía la entrada de aire; no obstante, el factor que hacía del cubículo una sauna era el permanente golpe de sol que atravesaba y recalentaba las hojas de aluminio de las persianas y caía sobre el colchón de la Máster como un taladro durante todo el día. Como el bebé debía estar todo el tiempo encaramado sobre el colchón, la solución física era apartar los cuerpos a medida que avanzaba el golpe de rayos amarillos en la cama.
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El Periodista miraba hacia los ventanales, entraba mucha luz. Se sentía en un balneario, inútil, pudriéndose. Había perdido algo, y ese algo, creyó reconocer, era la libido. Sostuvo un chat por WhatsApp con un hermano.
Hermano: ¿Ya les hicieron el PCR?
Periodista: Sip. Pero todavía no llegan los exámenes.
H: Aquí [Brasil] dura de 7 a 10 días la entrega de resultados.
P: El comunismo funciona mejor, aquí dicen que lo entregan al tercer día.
H: Sí, exacto, tienen que mantener a la gente viva para que sustenten el sistema.
P: Je, je, je.
H: La Covid-19 da un indicador de los países más disciplinados y más doblegados. En los más libres la gente se mueren a montones.
P: OK.
H: Si fuésemos realmente libres ya se hubiera muerto la mitad de la población mundial.
P: Voy a usar estas tallas oscuras que dices en una crónica que escribo. No voy a decir tu nombre, solo diré: “Mi hermano me dijo esto y lo otro”.
H: Vivimos tiempos donde la libertad se ha confundido con la irresponsabilidad e ignorancia. Es una carrera loca para ganar y gastar en cualquier mierda para tener una falsa impresión de libertad y bienestar. Por eso aparece la Covid-19. Un filtro para los desatinados. La mayoría de los muertos son burros.
P: ¿Sí?
H: Hay una fajazón aquí y en EE. UU. para que las clases vuelvan. Pero, ¿para qué estudiar si después te conviertes en un imbécil cuya función es ganar para gastar? Está todo al revés. En Cuba se nota más. Pero en todo el mundo pasa, de una forma u otra. La humanidad está en un camino errado.
P: Sí, muy mal. Pienso en mis hijos. Muy duro.
H: Por eso apareció la Covid-19. Y cada vez será más seguido este escenario. En Cuba los que ganan más son los que están en contacto con el capitalismo. O sea, los del gobierno, o los que trabajan en un hotel, etc.
P: Sí.
H: En el capitalismo ganan más los que especulan, los que inventan cosas que se venden más, aunque sea para comer mierda como el celular… El que trabaja y lucha tiene como sueño ser millonario para ir a un país exótico a provocar una pandemia comiendo bichos raros y podridos por dentro.
P: Sí. Está jodido el mundo. Y no hay otro.
H: Ni gente para enderezarlo.
El Periodista chateó por WhatsApp con una amiga que vive en los Estados Unidos:
Amiga: Ay mijo, pero la atención a la Covid-19 en Cuba, a pesar de todo, es buena; uno tiene que agradecer que van a tu casa y se preocupan. Aquí nada de eso existe; aquí tienes Covid y resuélvetelas… Y como tú puedas, Carly, y la gente ni siquiera es consciente de que tú puedes tener la enfermedad, la gente anda por las calles sin máscaras; los casos llueven, las muertes por Covid-19 son brutales, brutales. Eso que hay allá…, creo que se llama atención comunitaria de salud…
P: Atención Primaria de Salud…
A: Sí, eso. Atención Primaria de Salud, eso aquí ni siquiera es una posibilidad. Por favor…, aquí lo más privatizado es la salud. Si no me pagas, no voy a ninguna comunidad a ver a nadie…
El Periodista se volvió hacia su padre y le comentó que el Estado había invertido dinero en la pandemia, y que eso era bueno.
El padre dijo que claro, había que invertir, no era poca cosa la pandemia.
El Periodista quiso penetrar más, quería hacer estallar algo. Agregó que salía más barato invertir a tiempo. Un “ingreso amigable”, tomárselo en serio, dar buena comida, tener sábanas blancas –como si se cumplimentara la “cultura del detalle” (categoría-consigna usada por los comisarios políticos y la prensa oficialista para mostrar preocupación por la calidad en los servicios del Estado)–, era algo bueno en sí mismo y para prevenir la pandemia.
Una epidemia descontrolada –continuó el Periodista–, agudizada por la cultura chapucera que había generado la estatización masiva en toda su tradición socialista-marxista-leninista, podría salir diez veces más caro; podría saturar hospitales, desplazar el tratamiento a padecimientos que no se detendrían por una pandemia, y a su modo de ver esa era la lógica de todo: hacerlo más barato. Pero, al mismo tiempo, mínimamente grato. Grato respecto a las carencias que se vivían ahora en las casas, y eso, pensándolo en frío, en política, no estaba mal.
Al padre esa última manera de analizar el problema le chilló. No lo manifestó, pero el Periodista vio la mueca, la mirada fija e incómoda del Padre tratando de reabsorber el líquido corrosivo arrojado sobre él. El padre quería que se pusiera en primer lugar el altruismo. ¿El Periodista quería castigar al padre? En su fuero interno no. Trataba de dejarle saber que su crítica al hecho de estar allí contra su voluntad, dejando solo el hogar, no era furibunda ni ciega y que podría reconocer un punto de luz común.
El Periodista quería ser positivo, pero sus análisis eran agresivos: el padre esperaba análisis afectuosos, amigables, homeopáticos, pero el Periodista era invasivo, arriesgado quirúrgico. Tendrían unos días encerrados uno frente al otro, habría que hacerlo con paz y comprensión, habría que buscarse mutuamente, establecer puntos de encuentro donde acampar. Pelearse por posiciones políticas entre tres paredes azules y un amplio ventanal blanco, parecía de pronto fútil, sin sentido. El Periodista solía recordar algo grato que sucedió durante la crisis de los noventa: largos apagones, largos periodos sin luz eléctrica ni televisión, largas noches que unían a la familia alrededor de un quinqué o un farol de queroseno, en las que se contaban historias de la Revolución que todos creían.
El Periodista le comentó al padre que hacía un año había estado en ese mismo lugar ingresado con dengue y el avituallamiento era otro: los pijamas, las sábanas, los mosquiteros, estaban agujereados y gastados, y que estas sábanas nuevas de cualquier manera eran una inyección de oxígeno, de aire puro para el sistema de salud en Cuba. Le parecía bien que la pandemia hubiera oxigenado, sacudido las instituciones sanitarias, y le parecía bien que los científicos hablaran en la Mesa Redonda con luces y estallidos en los ojos, con una euforia particular, como perdidos en una jungla a los que un cuerpo de guardabosques hubiera encontrado de forma casual, haciendo recorridos de rutina.
Estaba seguro –y ese es nuestro dato, lo que pensaba y decía allí el Periodista– de que esta pandemia había generado nueva tecnología, laboratorios, autos, inversiones, infraestructura. Estaba seguro de que la pandemia los había devuelto al mapa y de que varias líneas de investigación, varios egos científicos se activarían iluminando curas para otros padecimientos hasta donde durara la euforia, el impulso, el énfasis en perfeccionar más la salud pública. Como mismo habían aparecido sábanas, toallas, colchas de trapear, habían aparecido equipos; se habían desempolvado proyectos, reactivado financieramente líneas de investigación, etc.
No quedó un buen ambiente. Todo lo que salía de la boca del Periodista era amargo. Se levantó de la litera y caminó hasta la puerta. Quería recobrar la libido, recobrarla de forma artificial en el baño. Caminó hasta la puerta del baño, pero no entró, regresó al cuarto, a la litera, y se quedó tal cual, se iba a sentir muy triste.
***
El cubículo donde habitaban la Máster, la hija y el bebé era compartido con un niño de 2 años enfermo de amigdalitis. Su acompañante era la madre, una mulata de unos 35, delgada y baja de estatura, que había llevado con ella todo lo necesario: una laptop para entretenerse y entretener al chico, ventilador, calentador de agua, cubo, e incluso una reserva de leche de la cual tomó el bebé de la Máster a su llegada el primer día.
Cuando una doctora encapuchada les orientó que no dejaran al niño ganar el suelo, ya estaban persuadidas de no hacerlo, porque durante el fin de semana no asearon el cubículo; porque el lunes una enfermera “sugirió” que organizaran todo, vendría una inspección, y un rato después entró un conserje a limpiar; porque luego encontraron que el baño estaba limpio de la resaca de papeles sucios y marcas de heces fecales en las paredes de las tazas sanitarias. Este relajamiento de la disciplina les provocó a ambas el efecto que el novelista Dashiell Hammett describe en el exergo de este texto: dejaron de tomar en serio el hospital. Pasaron a tomarse en serio a ellas mismas.
Al niño no se le podía bañar sin cuidados especiales en el baño común: se trataba de un trozo de tubería empotrado en la pared del que salía un chorro grueso y frío, a cuya temperatura el bebé no estaba acostumbrado.
La Máster se desnudaba y entraba de espaldas y con el bebé cargado en la ducha. Con la espalda trancaba el chorro. Con una mano sostenía el jabón en una jabonera y con la otra le echaba chorritos de agua que obtenía no directamente de la tubería, sino de su cuerpo, del calor que su organismo generaba. Luego le pedía la toalla a la hija, lo envolvía y se lo entregaba; entonces se vestía y ambas caminaban hasta el cubículo dentro de otro cubículo donde dormían.
Este método de aseo pudo haberse resuelto pidiendo el cubo de la mujer con la que compartían espacio, sin embargo, ambas estaban lo suficientemente conscientes de que debían tratar de reducir a cero el contacto, la posibilidad de contagio.
Para el lunes ya tenía una solución: llamar a una cuñada que vivía cerca del hospital y pedirle un cubo, un calentador y un ventilador; pedirle un poco de leche. Solo consiguió el cubo y la leche. Con el cubo eliminó la ducha fría. Lo llenaba de agua, lo colocaba cerca de la toma de electricidad de la vecina y era aquella quien introducía dentro el calentador. Ni una tocaba el calentador, ni la otra el cubo. Lista el agua, cada una retiraba su accesorio y luego la Máster y la hija subían al bebé en un lavamanos empotrado en la pared que había quedado de su lado en el cubículo, y allí lo bañaban.
El aseo del bebé se resolvió, más no la limpieza. La hija, que había aprendido casi de inmediato el protocolo de lavado de manos emitido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) –incluyendo los 20 segundos de contacto jabonoso que inhabilitan al virus de poder penetrar la célula–, y que nunca abría una puerta si no era con el codo, y que nunca tocaba el grifo con la mano –lo hacía también con el codo–, estuvo tan alerta a no contaminarse y exponerse que pasó los 7 días del ingreso sin defecar.
***
El Periodista, enterado de las dificultades que pasaba su mujer en el Hospital Infantil Norte, le preguntó a la enfermera que lo atendía si era posible gestionar un traslado. Ella le respondió que no era posible. Si tenía un bebé, no era posible; necesitaban un tratamiento especializado.
El Periodista explicó que en la ONDI sus hijos no estaban recibiendo un buen servicio, que les faltaba la alimentación, que les faltaba aseo, ventilación y espacio, y que estaban bajo estrés.
La doctora, una mulata esmirriada de unos 28 años, intervino; dijo que cuando un paciente entraba en aislamiento en un centro hospitalario era riesgoso y estaba prohibido trasladarlo a otro centro similar, porque podría contaminar ese otro lugar. El Periodista comprendió.
Luego la enfermera, una mujer de ojos azules, de unos 50 años, estatura baja y cuerpo aplanado, como suelen tenerlo algunas personas predispuestas a la obesidad que por alguna vía consiguen bajar de peso abruptamente, hizo algo que probablemente no debió hacer. Hizo algo que a la larga el Periodista –con razón o no– vincula como el principio del estallido descrito al comenzar este texto, del mismo modo que se puede vincular la coz de una mula con el paso de una mosca por su hocico.
La enfermera le dijo que no se hiciera el preocupado, porque ningún hombre se preocupa por su familia, los hombres cuando quieren se van de la casa y dejan a su mujer, a sus hijos, y se van a vivir la vida. El padre rio; la doctora rio; la enfermera no rio, pero relajó las cejas; el Periodista rio, pero apretó la cejas.
Creía que era un exabrupto honesto el de la enfermera. Creía que hablaba desde un rincón y que jalaba un peso largo, un rabo maloliente de latas, basura y lodo. Luego el Periodista estuvo un tiempo –acaso demasiado para la estabilidad mental de quien ingresa en una institución de salud– pensando en ello. En si era un hombre como el que describía la enfermera.
¿Cuál sería entonces, efectivamente, su verdadero móvil? a) ¿Algo referente a la culpa generada por no proteger lo suficiente a sus hijos?, b) ¿cuestionar el Protocolo?, c) ¿cuestionar el sistema político?, d) ¿cuestionar la represión de un joven rapero que había sido encarcelado por desacato en esos días?, e) ¿cuestionar la obligatoriedad de su estancia allí, y de la discrecionalidad con que contaba el Estado para hacer cosas parecidas?
¿Cuál era su verdadero móvil? No sabía. Se mezclaban. Se confundían. ¿Cómo desenmarañar la madeja, desvincular un drama del otro? Daba paseos por la habitación. Eran aguas que se contaminaban unas a otras.
Días después de este episodio comenzó a hacerse patente que había problemas con la entrega de resultados de PCR. El cuerpo del Periodista no le enviaba señales de incomodidad alguna por este inconveniente, todo lo contrario, quería que demoraran. Podía leer, escribir, ver películas, ocupar todo su tiempo en las cosas que le interesaban lejos de las colas, de la cocina, del lavado de pañales. Su hora favorita del día solía ser la madrugada, nada le molestaba. En el Hospital de Campaña la madrugada era permanente, la capacidad de aislarse, leer, escribir y pensar en nuevos proyectos dependía de él, sin distracciones ajenas a su voluntad.
Esta tendencia a querer seguir allí, completamente sano y sin obligaciones, lejos de sus hijos, ajeno a ellos, comenzó, no obstante, a generar lo contrario en su espíritu. Como si las palabras de la enfermera fueran una confirmación brutal de su naturaleza y del equívoco contenido en su reclamo: a un hombre no le importan sus hijos, sino alimentar su egoísmo. Este descubrimiento no generó paz, mejor dicho, no creó una culpa neutralizadora o apaciguante; todo lo contrario, más inquietud y ansiedad, sobre todo vinculada a la dilación de los PCR.
Un día en que la culpa le daba vueltas entraron de pronto la enfermera y la doctora de la sala para hacer la visita de rutina. Al Periodista no le solía interesar la doctora, era ajena, casi nunca hablaba, no proyectaba sombra, era probablemente lo que se espera que sea una doctora. Estaba descartada. Había comenzado a criar, sin embargo, cierta empatía hacia la enfermera. Le atraía conocer sus reacciones. Le parecía una mujer franca a pesar de sí, que no ocultaba su molestia y su ansiedad. Sentía hacia ella cierto afecto, cierta atracción erótica, el afecto que un hombre le cría a su sombra, o el afecto que el hombre le crea a un estanque en calma al que sabe que puede arrojar una piedra y provocar ondas, siendo la onda continuidad de su espíritu.
Pero en la enfermera había un viejo afecto también, el que se siente hacia una madre, hacia la madre fallecida del Periodista, en este caso, la madre que regaña y cuestiona de forma sistemática y concienzuda.
–Enfermera, me gustaría saber cómo funciona esto –pregunta el Periodista–. A mi esposa le dieron el alta ya, está en casa, ¿cuándo nos la van a dar a nosotros?
–Te voy a explicar –impaciente, como apretando los dientes–, hay que esperar a que lleguen los análisis. Son los análisis los que dicen si se pueden ir, o no.
–Todavía no entiendo.
–Te explico –se gira hacia el Periodista tipo depredador–. Sin saber qué dice el resultado de los análisis no se te puede dar el alta.
–¿Pero si llegan los análisis ella, la doctora, nos libera?
La doctora no opinaba.
–No, no es la doctora. Son los análisis.
–OK, pero no son los análisis. Me explico mejor: por ejemplo, viene alguien caminando con una cajita, esa cajita tiene el resultado de los análisis. Esos análisis deben llegar a una oficina enclavada en algún lugar de este centro de tres o cuatro hectáreas donde alguien los lee, decide, y dice: “OK, se van de aquí”. Quiero saber si es así. ¿Es así?
–Sí, es así.
–¿Quién es ese alguien?
–Es un especialista principal quien da la orden de alta.
–Es decir que ella, la doctora, no decide si nos vamos o no.
–No, no es ella. Es el especialista principal.
El Periodista miró a través de la persiana, podía suponer dónde estaba la oficina del especialista principal. Conocía cada rincón de la antigua Escuela de Trabajadores Sociales y sus alrededores. Como conocía la zona, había incluso albergado la idea de fugarse hacia su casa para custodiarla por las noches, pero en la entrada del albergue había un custodio vigilando de forma permanente, y el edificio no tenía puerta ni agujero trasero. La enfermera prosiguió:
–Los análisis se demoran porque no hay capacidad en Santiago de Cuba para procesar la demanda. Entonces estos PCR son enviados a otras provincias, hay que esperar a que lleguen. Y tú llevas solo una semana, pero [te] puede pasar como los que están allá abajo, que llevan como 20 días aquí sin que lleguen sus análisis. ¿Y quiénes son los culpables? La gente. La gente en la calle por indisciplinada.
Eran tan molestas como reales las respuestas de la enfermera. Eran la extensión más franca, sin rodeos, del sistema que había creado el Protocolo. También era insondable el verdadero móvil del Periodista. Este fantasma, este abrevadero de dudas, probablemente fue el principio de una cavidad, una especie de corral cercado que se abría dentro de sí. En él iban entrando paulatinamente todas las bestias que generaban el viacrucis familiar, la demora de los resultados, la falta de comunicación con el personal de salud, la persecución al periodismo independiente, la muerte por inanición del sujeto independiente, e incluso un viaje aún por realizar a La Habana para firmar un contrato de trabajo antes de enero, fecha fijada para la unificación monetaria. Iban entrando y acumulándose hasta que estallaron por sobrepoblación.
***
En un juego de béisbol un bateador hace el milagro de pegarle con un palo a la pequeña bola de 9 pulgadas de circunferencia y 5 onzas, sin mirarla siquiera. La pelota sale despedida en una aguda parábola que un jugador del equipo contrario se encargará de decodificar caminando hacia delante, hacia un lado, o hacia atrás; calculando factores como la brisa, la luz del sol, o luchando contra un foco que lo ciega; alejando a sus compañeros con señas para que le den paso libre hasta que levantando un brazo y abriendo la mano dentro de un largo guante, adivina el lugar exacto donde capturar la bola. Así funciona el sistema de salud cubano.
La tercera noche de estancia en el hospital infantil, eran las 21 horas y el nutricionista no aparecía; la Máster no tenía noticia de las 9 onzas de leche para su bebé. Recordó entonces, como quien hace un barrido de nombres, que tenía muy buenas relaciones con la pediatra que atendía su consultorio médico, una mujer afable, nerviosa, agitada y vulnerable.
La Máster había hecho muy buenas migas con ella: siempre le llevaba a la consulta una taza de café, bizcochos, batidos de mango o mamey cuando había cosecha. La amistad se había construido primero como una manera de trazar un círculo de salud alrededor de los pequeños, pero se consolidó después, al ser la doctora sensible al aura atenta, educada y dulce de la Máster.
Es tradición en las familias cubanas más preclaras tener cerca a uno o varios médicos, a quienes se les obsequia desde afectos y preocupación por su suerte, hasta alimentos, resolución de trámites, estímulos privados vestidos moralmente de “homenaje del pueblo”, etc.
Este hábito colectivo es monumental y supera la voluntad del propio médico. Cae sobre él como una red, como cae sobre un joven recién graduado el robo en una institución a la que llega preñado de principios morales, al descubrir que oponerse a ello es oponerse a la dirección en que bajan los maderos por un río.
Es bastante común entonces, en una consulta, ver como mínimo a un doctor molesto, incómodo por este hábito de compra, adulación y seducción. Los pacientes, como moscardones, lo emplazan moralmente todo el tiempo; y como asfixiado por ello, por la vulgaridad del rito, el médico suele intentar liberarse, resistirse, recomponerse usando artimañas, retruécanos, galimatías ceremoniales.
Por lo que no se trata, en los mejores casos, de una compra directa, sino de un largo trabajo de seducción que probablemente vaya convirtiéndose en verdadera amistad y mutuo afecto. Este era el caso de la pediatra y su amiga la Máster. Entre ambas habían encontrado afinidades que no se basaban en lo material, sino en prodigarse cuidados mutuos.
La Máster llamó al móvil de la pediatra con el fin de ganar influencia en el hospital y que esta empujara un poco a favor de conseguir la alimentación de su hijo para esa noche. La pediatra hizo más, casualmente estaba de guardia en alguna parte del hospital: cuidó de desinfectar un recipiente, calentó la leche y encontró a una doctora amiga, con acceso a la zona de aislamiento, que le pudo entregar el encargo a la Máster. La operación terminó a las 11 de la noche. Con el biberón de leche a esa hora, el bebé ganó el sueño tres horas después de su horario habitual, pero se evitó el desastre; la porción que debió llegar por el canal institucional nunca apareció.
¿Por qué razón la Máster intuyó acertadamente que la leche del bebé no iba a llegar? ¿Por qué no esperó tranquilamente a que el producto apareciera? ¿Por el exergo de Dashiell Hammett? Exacto.
He aquí el primer elemento: el lunes le dijeron que la leche que el bebé había tomado el sábado y el domingo por la noche no le tocaba, o sea, que había sido beneficiaria de un favor. El nutricionista le reveló que no había asignación nocturna de leche para niños mayores de un año, pero que él iba a ver cómo le conseguía algo. La Máster se indignó, no era amiga del nutricionista, no quería su favor ni su misericordia, tampoco su benevolencia: que fuera ley no quería decir que fuera justo. Su hijo necesitaba leche por la noche. Le respondió que decir: “Voy a ver cómo consigo la leche de tu bebé”, no era la respuesta. La respuesta correcta del nutricionista, según la Máster, debía ser: “Conseguir las 8 onzas diarias puntuales a las 20 o 21 horas es responsabilidad y obligación mía y del hospital”.
Segundo elemento: todas las mañanas llegaba al cubículo la leche, pero de forma irregular. El primer día le dieron las 8 onzas que exigía, el resto de los días podían llegar de 4 a 6 onzas, sin regularidad alguna. La pantrista, encapuchada, anónima, metía un cucharón en un cubo y le decía: “Esto es lo que hay hoy”.
Tercer elemento: la comida que recibió el bebé no se correspondía con sus hábitos de alimentación, basados en leche de pecho, de biberón y en puré, y no en alimentos enteros como granos, viandas y carnes sólidas, que demandaban masticar. El niño no comía, o comía muy poco, a veces también por la impuntualidad de las comidas, que llegaban entre las 12:00 y las 14:00 horas.
Cuarto elemento: el incumplimiento de las promesas hechas por los paramédicos que fueron a recogerla a la casa, junto con la mala conciencia que generaba en la Máster el haberles hecho caso entonces, conociendo la eficiencia inherente a las instituciones cubanas. Haber caído presa de ellos fue liberando en ella cualquier estado de pasividad consciente, y afloró en su lugar un instinto, cierta actitud similar a la que desarrolla un jugador de béisbol de alto rendimiento, listo en todo momento para con su cuerpo, su fluidez y habilidad predadora, hacer el milagro de buscar la bola, saltar, estirarse y hacer de lo imposible un acto de creación.
Existe una enzima en el sistema de salud cubano entre el servicio y el usuario, entre la institución y el beneficiario, que no solo impide que se consuma el desastre, sino que las personas se curen, logren la sobrevida y luego olviden, o recuerden solo lo mejor, incluyendo sus habilidades para sortear las dificultades.
***
La Máster fue liberada la noche del 11 de diciembre. Un taxi que pagó el gobierno la dejó en casa a las 21:30. La casa estaba tal cual. No había entrado ningún ladrón, todos los equipos, los productos, las propiedades se reían de ella, del Periodista, del padre. Seguían en sus escondrijos, llenas del polvo de esos días. ¿Si había regresado al mismo hogar que dejó, el peso de tanta inquietud y estrés era vano? ¿Si no habían robado nada los ladrones, pero aún permanecía el sentimiento de robo, de sustracción, qué era, en cualquier caso, lo que había sido robado?
***
En la segunda discusión con la enfermera, el Periodista dio con la palabra “Exijo”. La vio entre la maleza como se ve de pronto a una cebra, y fue hacia ella.
Dentro del Periodista ocurría un desbalance, y este le insuflaba unidad a todo. Sus sentidos estaban excitados. Los objetos, la luz, tenían un resplandor interior, una suspensión, un levantamiento de sí mismos que los llevaba al extremo de algo, los llevaba a SIGNIFICAR, porque estaban suspendidos, en crisis, fuera del eje. Se trataba de algo, del resplandor interior del suicida, del loco que recibe confirmaciones del drama que solo él entiende en cada objeto que ve y toca; lo había visto en los cuadros provenzales de Van Gogh, en los de Edgar Degas, donde hay una continuidad que vibra, una relación absoluta con la nube, con el sol, con el sonido de la cigarra, con el sombrero de la señora de mirada perdida en la taberna, con el murmullo de la multitud, el ciprés y el caballo estremecido.
Dentro del Periodista el murmullo conectaba las extremidades con el cerebro, provocando una consecuencia mutua. La criatura lo esperaba, en verdad lo esperaba, porque no corrió, no se salvó, su lomo de bestia se sacudía y espantaba las moscas; su ojo negro lo miraba inquieto; dejó que él se aproximara y la montara, aun sabiendo ella, la bestia, que a una cebra no se le monta, porque si se le monta sería el principio del fin de la cebra.
Lo que lo llevó a la cebra, a la palabra “Exijo”, lo llevó a identificar que la enfermera hacía continuidad con el hospital, y el hospital con el virus y el virus con el control y el control con el poder, y el poder con el virus. El hospital era una Isla, y en la Isla había personas cautivas que no estaban ya totalmente aisladas y que podrían ser sacudidas por derechos conquistados fuera de la Isla, del hospital; de ahí que fuera decisivo, para gritar, para encontrar en la maleza la palabra “Exijo”, aquel mensaje de su amiga holandesa que se abrió paso a través de continentes y ciclos históricos, y le hizo preguntarse acerca de su condición allí: ¿Cómo era posible que aún no estuviesen los resultados de los PCR? ¿Cómo era posible que estuviera retenido en un hospital sin, al menos, como mínimo, gritar?
El Periodista les dijo a la enfermera y a la doctora que no quería hablar más con ellas. Que cesaran de tratarlo como represoras, como si tuvieran alguna autoridad sobre él, o sobre alguien, y que se comportaran como el personal de salud que ofrecía un servicio de amor y de cuidado físico y mental a la población. Dijo la palabra “Exijo”. Y exigió una entrevista con el especialista principal, so pena de seguir gritando, aunque esto último no lo dijo, pero al parecer quedó flotando porque la especialista principal fue.
Luego del grito suyo, en el edificio se escucharon protestas afines a lo largo del día. El sujeto que se había estado burlando, que era –según la ubicación de su voz en el espacio– el único que aplaudía todos los días a las 9 de la noche en honor a los trabajadores de la salud, se cansó de hacer bromas y en su lugar comenzaron a oírse voces que reclamaban marcharse y denunciaban la lentitud de los PCR. La mayoría de los pacientes llevaba dos semanas allí, sin saber el resultado de ninguno de los dos o tres exámenes realizados.
Luego del almuerzo, una mujer confinada en el mismo piso se acercó al cubículo del Periodista a agradecerle el grito y también a avisarle, en voz baja, de que en los bajos del edificio había una comisión de doctores preguntando por el paciente que había gritado en la mañana. Al Periodista le entraron nervios, se sentó en su litera y trató de organizar su defensa. Quería denunciar algo, pero ¿qué?, ¿por dónde empezar?, ¿por el principio o por el final?
En uno de los fragmentos descartados para este texto, el Periodista escribió que la Máster había decidido callar y mantenerse serena con los paramédicos que la paseaban por la ciudad, alejándola del horario de cena del bebé, porque explicarles sus derechos sería como entrar a una cárcel de máxima seguridad atravesando rejas, controles, firmas de libros y cacheos, solo para recuperar en una oficina una rosa olvidada sobre un buró.