En el inmenso galpón de la Cooperativa ‘El Ceibo’, un antiguo predio ferroviario en la ciudad de Buenos Aires, Argentina, Cristina Lescano tiene su oficina. Está rodeada de plantas en macetas hechas con neumáticos pintados, y su teléfono no para de sonar.
Cristina viste ropa colorida y accesorios al tono. Habla con la soltura de quien pudo remontar su vida desde el infierno de comer de la basura, hasta dar conferencias sobre reciclaje en un lujoso hotel.
“Empecé a cirujear en el 89. Con la hiperinflación me había quedado sin trabajo, sin vivienda, sin nada. Me fui a una casa tomada con mis hijos. No teníamos para comer, y salíamos con otros vecinos a revolver bolsas y comíamos de ahí, de la basura”, cuenta la mujer de 60 años.
Recuerda lo dura que fue aquella época, cuando podían acabar en prisión por “cirujear”, término con el que se conoce en Argentina a la práctica de recuperar residuos y venderlos, proveniente de ciruja, “el que trabaja con las manos”. Pero también recuerda buenos momentos.
“Porque todo lo compartíamos. Lo que conseguíamos para comer lo poníamos en la misma mesa”, relata. Fue entonces que empezaron a organizarse. “No queríamos trabajar de noche, vivir en la calle, con incertidumbre”, cuenta quien hoy encabeza esta cooperativa en la que trabajan 290 personas.
Jackie Flores también empezó a cartonear (juntar cartón) a finales de los 80. Nació hace 52 años en Córdoba, provincia central de la Argentina, y a los nueve llegó sola a la capital para buscar a una hermana mayor, y huyendo de un hogar donde el alcohol y la violencia eran costumbre. Empezó a dedicarse al ambulantaje a principios de los años 80 -pleno gobierno militar- cuando Buenos Aires mostraba su peor cara: la de la persecución y represión policial, sobre todo con quienes trabajaban en la calle.
Después de 10 años, dos parejas y cuatro hijos, Jackie seguía trabajando como vendedora ambulante pero ya había logrado organizarse junto a otros compañeros. Hasta que la policía le decomisó todo. No pudo pagar el alquiler y tuvo que irse con sus hijos a una casa tomada.
“Ahí empecé a cartonear. Ni carro tenía. Me uní a la cooperativa El Ceibo, pero no en la cinta (donde se transportan los materiales para su separación mecánica) ni enfardando (envolviendo los materiales), sino en la descarga”, un trabajo pesado que la llenaría de fortaleza con los años.
Una historia similar vivió María Castillo, quien nació hace 43 años en Villa Fiorito, un suburbio al sur de Buenos Aires, la misma barriada humilde de Diego Armando Maradona. A los 22 María tuvo que salir a cartonear, abandonando su sueño de ser psicóloga. Pero su empeño la recompensaría después con otra responsabilidad: hoy es la titular de la Dirección Nacional de Reciclado y desde esta función pública, María Castillo articula el trabajo de las cooperativas de recicladores, con los distintos municipios del país y el sector privado.
“Empecé en el 2000, en plena crisis. Mi marido se había quedado sin trabajo y teníamos dos hijos chiquitos -recuerda- toda la familia de él ya cartoneaba y como lo que pagaban no alcanzaba, me sumé yo. Mi idea siempre fue estudiar, y cuidar a mis hijos… pero mi vida cambió completamente”, cuenta.
En ese tiempo y hasta 2007, el cirujeo era considerado un delito en el país. “Si te veían con el carro y pasaba la policía, te lo sacaba…”, dice María Castillo. Todas esas condiciones precarias llevaron a estas mujeres y muchas más a organizarse, un paso del que no habría marcha atrás y que no estaría exento de nuevos desafíos.
El primer reto hacia la organización: el machismo
Como Cristina, Jackie y María, muchas otras mujeres cayeron de golpe a vivir de los desechos urbanos, como resultado de crisis económicas durante las últimas cinco décadas. Sin embargo, su lucha no empezó por la comida o las condiciones de trabajo sino por la píldora anticonceptiva, que por sus escasos recursos no podían comprar.
“Encontramos un médico en el barrio que nos daba las pastillas. Y pensamos: ‘si conseguimos esto, ¿por qué no seguir avanzando?’”, recuerda Cristina. Pero uno de los primeros golpes con la realidad fue el machismo que regía (y sigue rigiendo) buena parte de la estructura en el manejo de desechos en el país.
Siendo joven y mujer, no era fácil lidiar con el “hola mamita”. Fue ahí cuando Jackie empezó a visualizarse, además de cartonera, como feminista. “Yo les respondía con respeto, y aprendí que si dejaba que me borren la sonrisa, era como que me imponían algo que yo aceptaba”, explica con su voz ronca, uñas cuidadas y cabello muy lacio.
Para María -delgada, de rasgos finos pero voz firme- tampoco fue fácil incorporarse a una labor donde las voces de mando son mayoritariamente masculinas. Más de una vez se plantó, siendo mujer y cartonera, frente a poderosos empresarios y sus equipos de abogados, para defender los derechos de sus compañeros.
Sin haber estudiado leyes, aprendió de memoria las normativas que obligan a las empresas a gestionar sus residuos y logró convencerlas de que las organizaciones de recicladores están capacitadas para hacerlo.
“En las cooperativas hacemos mucho más que separar, enfardar y valorizar residuos. En el trabajo del día a día también se abordan otras problemáticas: la violencia de género, el trabajo infantil, las adicciones… Muchas de las compañeras son mamás solteras. Al principio traían a sus hijos, no a cartonear sino a acompañarlos porque no tenían con quién dejarlos”, relata María. Es por esto que hoy en día muchas de estas organizaciones cuentan con jardines de infantes, así como escuelas de oficios y bachilleratos populares para que los recicladores y recicladoras terminen su educación formal.
Actualmente hay 12 cooperativas de cartoneros que trabajan en Buenos Aires, que antes de la pandemia de Covid19 recuperaban unas 2 400 toneladas diarias de materiales, de las ocho mil que genera la ciudad cada día. Estas organizaciones emplean a unos 6 500 recolectores en Buenos Aires y más de 15 mil en todo el país, pero solo el 10% está formalizado.
La Federación Argentina de Cartoneros y Carreros calcula que hay más de 150 mil recolectores en el país, de los cuales Jackie Flores calcula que hasta 65% son mujeres, lo que representa una importante presencia femenina y supera al promedio latinoamericano para el sector del reciclaje. Según la organización WIEGO, dedicada a empoderar a mujeres que trabajan en la informalidad, cerca de un 55% de las cooperativas de recicladores urbanos en la región están conformadas por mujeres.
“Hasta el día de hoy, este rubro sigue siendo muy machista”, dice Cristina. “A la hora de negociar y vender el material, se sigue buscando la figura del hombre. Pero se encontraban con nosotras, que no sé si somos mejores peleadoras o negociadoras, pero no nos podían pasar por arriba”, afirma.
Las organizaciones que cuentan con equilibrio de género o una mayoría femenina “tienden a ser más horizontales en el ejercicio del liderazgo, propician mayor participación de sus integrantes en la toma de decisiones y un mejor flujo de la información”, destaca la especialista de WIEGO en género y reciclado Sonia Dias, coautora del manual ‘Género y Reciclaje: de la Teoría a la Acción’. Agrega que las mujeres suelen tomar mayores precauciones en cuanto a la seguridad, la higiene y la salud de las personas.
La organización por los derechos laborales
El trabajo organizativo que inició por unas pastillas anticonceptivas ha sido una larga lucha que ha cambiado buena parte del panorama que vivieron Cristina, María y Jackie. Si bien la organización de cooperativas de recicladores urbanos -como hoy se les conoce en Argentina- se remonta a las décadas de 1970 y 1980, gran parte de ellas se crearon a partir de 2001 y 2002, cuando la Argentina se sumergió en una de las peores crisis macroeconómicas de su historia, con cierre de fábricas, aumento de la pobreza cercana a la mitad de la población y desocupación mayor al 20%.
El Amanecer de los Cartoneros, fundada en 2002, es hoy la mayor cooperativa de recicladores del país, con más de 3 500 asociados. Esta organización social, que pertenece al Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE), fue una de las impulsoras, junto a otras organizaciones sociales, de la formalización de los recolectores urbanos. Como corolario de esta lucha, 12 cooperativas fueron incorporadas al sistema de recolección de la ciudad de Buenos Aires.
En 2003, la cooperativa El Ceibo consiguió un espacio dónde acopiar los materiales gracias a un acercamiento fortuito con el entonces presidente argentino. “Fue gracias a Néstor (Kirchner). Cuando recién asumió, lo fuimos a ver a la plaza y le pusimos un papelito en el bolsillo, así como era él de acercarse a la gente”, cuenta Cristina. Ese papelito decía simplemente: “necesitamos un espacio dónde acopiar y reciclar materiales”.
Dos semanas después les llamaron de la Presidencia para ofrecerles el galpón, “que a mí me pareció una porquería, y hoy es el tesoro más grande que tenemos. Firmamos un convenio que ya hablaba de reciclaje con inclusión social”, comenta. Así, la cooperativa El Ceibo es la única de la ciudad que tiene un convenio y un espacio cedido por el gobierno nacional (y no el municipal, como el resto de las cooperativas de la ciudad).
María Castillo, siendo hoy la directora nacional de Economía Popular y Reciclado, recuerda cómo las condiciones de pobreza y las persecuciones por parte de la policía los llevaron a organizarse entre el 2000 y el 2007, cuando la ciudad de Buenos Aires sancionó la Ley de Basura Cero que reconoce su tarea como parte de la Higiene Urbana.
“Mi suegra conoció a Juan Grabois (abogado, dirigente social, fundador del MTE y amigo personal del Papa Francisco). Él nos ayudó a organizarnos y las cosas empezaron a cambiar. De venir colgados en un camión a la madrugada, con frío y lluvia, hoy tenemos nuestros camiones, un horario, lugar de trabajo y cobertura de salud”, cuenta.
María habla con seguridad y simpleza, desde su oficina desierta por la pandemia y el aislamiento, en un antiguo y señorial edificio del centro de Buenos Aires. Nunca deja de referirse a sí misma como “una compañera más del colectivo de cartoneros”.
“Al organizarnos pudimos plantear al gobierno de la ciudad que nos reconozca como trabajadores. Hay compañeros que empujaban el carro y hoy son choferes de camión, operarios y operarias en las plantas de reciclado. La mayoría vienen de la provincia, a trabajar a la ciudad. Acá se dio el puntapié para que otras cooperativas del país también empiecen a organizarse”, relata.
Por su parte, la cooperativa El Álamo fue creada en 2003 por habitantes del barrio porteño de Villa Pueyrredón, junto a recicladores que llegaban desde los suburbios en el “tren blanco” (una formación especial que circulaba hasta 2007 en horario nocturno, lo que les permitía traer sus carros en los furgones) para rescatar materiales y comida de la basura.
Roberto Pitu Gómez, actual presidente de la cooperativa y uno de sus fundadores junto a la docente y militante social Alicia Montoya, recuerda que en ese momento, tanto los habitantes del barrio como los cartoneros que venían por las noches a trabajar, la estaban pasando mal. Pero juntos comenzaron a organizarse -no sin controversias porque algunos vecinos no querían que se instalara un galpón de reciclado en su barrio-. Al final ocurrió y se conformó la entidad donde (antes de la pandemia) llegaron a trabajar 150 personas en dos turnos diarios.
El predio que actualmente ocupa la cooperativa, así como algunas máquinas enfardadoras, cintas transportadoras y balanzas electrónicas fueron cedidos en comodato por la ciudad de Buenos Aires. Los gastos de transporte de materiales, ropa y herramientas de trabajo también son cubiertos por el estado municipal, gracias a la pelea que dieron vecinos y cartoneros, unidos en esta cooperativa.
Para María Castillo, la organización ha sido clave para cambiar las condiciones de vida de muchos recicladores y recicladoras. “Estar organizados significa un montón de cosas: un ingreso económico, protección social y de salud; una mentalidad diferente a la del cartoneo individual. Muchos nunca habían tenido un servicio de salud. Y hubo que convencerlos y acompañarlos para que dejaran de trabajar unas horas para hacer los trámites”, dice María.
Y aunque las condiciones han mejorado para muchas de las personas que se dedican al reciclaje, para muchos otros el desafío sigue siendo el mismo: sobrevivir entre la gran disyuntiva de los residuos urbanos, las ganancias para unos pocos frente a las necesidades de una mayoría.
La ruta de la basura… y sus ganancias
Cada habitante de la ciudad de Buenos Aires genera en promedio 2.5 kg de residuos diarios, el doble del promedio nacional. Sumando la ciudad y su zona metropolitana, con sus 15 millones de habitantes (tres en la ciudad y unos 12 millones en sus alrededores), generan entre 17 mil y 24 mil toneladas de residuos diarios, según la Coordinación Ecológica Área Metropolitana Sociedad del Estado (CEAMSE). Estos residuos van a parar al relleno sanitario de la Coordinación, cuyos socios son la ciudad y la provincia de Buenos Aires.
Actualmente funcionan tres rellenos sanitarios, que están a punto de colapsar. Dos de ellos tienen una vida útil estimada hasta 2025, y el tercero hasta 2028, según la CEAMSE. La posible instalación de nuevos rellenos en otros municipios genera controversias dado que ningún vecino quiere que se instale uno cerca de su casa.
De todos modos, el problema de los rellenos sanitarios (un concepto perimido, ya que hoy se busca el aprovechamiento de los materiales, a partir de la economía circular), parece menor frente al desafío de erradicar más de 5 mil basurales a cielo abierto que, según datos del ministerio de Ambiente, aún funcionan en Argentina.
La realidad es que entre un 40 y un 50% de esos residuos podrían recuperarse y reintroducirse al sistema productivo, de acuerdo con el Observatorio de Residuos Sólidos Urbanos del Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable. Y aquí, como en toda América Latina, juegan un rol fundamental los recicladores urbanos.
La ciudad de Buenos Aires tiene desde 2013 un sistema mixto de recolección de residuos: los no reciclables (que constituyen el mayor volumen dado el bajo porcentaje de separación en origen) son retirados por empresas, y los reciclables por cooperativas.
Ganancias desiguales
En Argentina, cada día se tiran a la basura 12 millones de envases PET (para bebidas) que son 100% reciclables. Pero hoy solo se recupera un 30% de este volumen, con lo que “se pierden unos 100 millones de dólares al año”, según estimaciones de Ecoplas, entidad conformada por investigadores y representantes de la industria plástica.
La gestión de residuos implica entre el 15 y el 30% de los presupuestos municipales, según Luis Lehmann, ex director Nacional de Gestión de Residuos Sólidos Urbanos y autor del libro ‘Economía Circular, el cambio cultural’. Es el segundo rubro de gastos, después del pago de salarios. Sin embargo, “solo un 5% del presupuesto se destina a reciclado”, advierte Florencia Rojas, coordinadora del programa Reciclaje con Inclusión de la Fundación Avina.
De acuerdo con su Presupuesto 2020, la ciudad y los municipios del cordón urbano gastan en promedio 800 pesos argentinos por tonelada que se entierra (nueve dólares); en lugar de obtener unos 2 400 por la reventa de los distintos materiales recuperados (27.6 dólares).
Según la Dirección General de Reciclado, los recicladores perciben por su trabajo una asignación de 10 000 pesos argentinos (115 dólares) por mes. Esto equivale a la mitad de un salario mínimo de la economía argentina (que llegará en marzo a 21 600 pesos). Estos ingresos, que han caído en términos de poder adquisitivo debido a la alta inflación y sucesivas devaluaciones que enfrenta el país desde 2016, se complementan con la venta de los materiales que recuperan a la industria.
Actualmente, la ciudad paga unos 350 millones de pesos argentinos por mes a siete empresas de higiene urbana (cuatro millones de dólares) para la gestión de sus residuos, según se desprende del presupuesto anual de la ciudad. “El municipio paga dos veces: por la recolección hasta la planta de transferencia, y de ahí hasta al enterramiento”, señala Alicia Montoya, co-fundadora de El Álamo.
Asegura que las cooperativas de recicladores urbanos hacen ese mismo trabajo, cobrando casi el 10% (unos 30 millones de pesos argentinos por mes) y además recuperando materiales y generando empleo para sectores excluidos. Hoy, la recolección de residuos en la ciudad se realiza siete días a la semana (y en algunas zonas hasta dos veces por día), sin que esto signifique que la ciudad esté limpia. Por falta de educación y campañas de concientización, la basura en las calles, fuera de los contenedores dedicados a tal fin, es moneda corriente.
Los nuevos desafíos: la pandemia y los recicladores del resto del país
La crisis por COVID-19 afectó de muchas maneras al trabajo de los recicladores. “Al principio no éramos considerados esenciales. Algunas cooperativas siguieron trabajando con grandes generadores. Luego cada organización fue implementando protocolos (que incluyen medidas de distanciamiento social, uso de tapabocas, alcohol en gel, lavado de manos, equipamiento de protección personal); y se trabaja en grupos reducidos”, cuenta María Castillo.
Antes de la pandemia, las 12 cooperativas de cartoneros que trabajan en la ciudad recuperaban unas 2 400 toneladas diarias de materiales. Por las restricciones a su actividad, hoy sólo recuperan 800 toneladas diarias, según un relevamiento realizado en octubre por Latitud R, una iniciativa para el Reciclaje con Inclusión social impulsada por la Fundación Avina junto al BID (Banco Interamericano de Desarrollo), la Red Latinoamericana de Recicladores y compañías como Coca Cola, Pepsico y Dow.
Las fuentes consultadas para este reportaje coincidieron en que está creciendo la cantidad de recicladores informales, a medida que avanza la crisis y las restricciones al trabajo de las cooperativas “formales” durante la pandemia.
En la provincia de Buenos Aires funcionan unas 100 cooperativas y 80 de ellas lo hacen en el AMBA (Buenos Aires y zona metropolitana), empleando a unas cinco mil personas, según cálculos del Organismo Provincial para el Desarrollo Sustentable (OPDS). A nivel provincial no existe una ley que incluya a los recuperadores urbanos como servicio esencial, como sí ocurre en la ciudad de Buenos Aires.
Más allá de la Avenida General Paz, que separa a la ciudad de Buenos Aires de la provincia del mismo nombre, cada municipio tiene su propia normativa, y más de la mitad no tiene recolección diferenciada. La Matanza, el municipio más populoso del país, donde viven más de 2.5 millones de personas, aún no puso en marcha un plan de separación en origen.
Y entre aquellos municipios donde se separan los residuos, no todos incorporan el reciclado con inclusión social. En algunos municipios hay una co-gestión de los residuos sólidos urbanos: el estado provee un galpón de acopio y la cooperativa pone el resto (logística, equipamiento, retribución a los recicladores, servicios sociales y de salud).
“Hay varios proyectos que intentan impulsar una GIIRSU (Gestión Integral e Inclusiva de los Residuos)”, comenta Francisco Suárez, director del OPDS. Uno de ellos establece la obligación para todos los grandes generadores (industrias, grandes comercios, barrios privados, universidades) de presentar un plan de gestión diferenciada de residuos para obtener una certificación del organismo provincial, que otorga más puntaje si se generan acuerdos con las cooperativas de recicladores.
La realidad es que las grandes empresas, como cadenas de supermercados y farmacias, prefieren venderle sus residuos reciclables a la industria, en lugar de “donarlos” a los recicladores.
Muchas cooperativas en la provincia no están formalizadas, dada la complejidad y el costo de los trámites para lograrlo. Tienen que inscribirse en un registro y presentar balances e informes de gestión. En este sentido, se impulsa desde la OPDS que universidades públicas (La Plata, General Sarmiento y la Jauretche, en Florencio Varela) las acompañen y asesoren en las gestiones.
Recuperar materiales y personas
Nada ha sido fácil en el camino para organizar y fortalecer a la comunidad recicladora en Buenos Aires. “Es muy bravo el rubro de la basura, hay muchos intereses en juego”, dice Cristina Lescano, mientras mira de reojo, desde su oficina, los movimientos en la cinta transportadora y la tolva donde se vuelcan los reciclables, al tiempo que contesta mensajes sobre el recorrido de los camiones recolectores: todo como una gran directora de orquesta.
“De revolver bolsas de basura sin saber lo que era el ambiente, nos convertimos en trabajadores del reciclado. Pero tuvimos que pelearlas todas, desde la Ley de Basura Cero que nos reconoció como parte de Higiene de la ciudad, hasta la idea de ponerle chips a los contenedores para que los recicladores no se lleven la basura, que no duró ni dos meses”, recuerda.
Los logros no solo han estado en obligar al Estado municipal a darles mejores condiciones de trabajo, también ha habido un ejercicio de concientización para las mismas personas que se dedican al reciclaje. “Se armaban peleas fenomenales entre gente de distintos barrios. Había que enseñarles que esto era un laburo (trabajo). Empezamos pagando por día, porque si no, se gastaban todo, después por semana y después por mes y con la tarjeta. Tuvimos que poner reglas. Acá no entra la droga ni el chupi (alcohol)”, dice Cristina.
“Se crearon oficios y relaciones con los vecinos y las empresas. Tenemos comercios, restaurantes y hoteles que separan y nos llaman para que retiremos sus reciclables. Empezamos con plástico y cartón. Hoy trabajamos todos los materiales”, afirma la fundadora de El Ceibo.
Pero no se detiene en los logros, también habla de lo que viene. “Estamos haciendo una huerta. Para mí, que tuve que comer de la basura, cultivar verdura fresca en tachos o ruedas recicladas es fantástico”, dice. “Acá recuperamos materiales pero también nos recuperamos como personas”, afirma.
Jackie también ha visto un cambio dramático en la forma en la que valora su papel como recicladora. Ella participó de la Ley de Basura Cero en la ciudad, la primera en impulsar el reciclado con inclusión social y, a partir de ahí, conformó el primer cuerpo de promotoras ambientales. “Somos las que hablamos con los vecinos para que separen los residuos, les contamos cómo es la ruta que siguen los materiales que ellos tiran”.
Es el primer programa de reciclado de Argentina con perspectiva de género, porque “las mujeres, en el mundo cartonero, somos mayoría, aunque estemos invisibilizadas”, dice con orgullo.♼
Ilustración de portada: Andrea Paredes
Este reportaje es parte de la serie de publicaciones resultado de la Beca de producción periodística sobre reciclaje inclusivo ejecutada con el apoyo de la Fundación Gabo, Latitud R y Distintas Latitudes.