Después de pasarme dos semanas buscando a alguien que me diera acceso a un solar en La Habana, me conectaron con una mujer en el viejo barrio de Belén. Es una premiada escritora de cuentos infantiles que vive en el solar con sus dos hijos pequeños.
Atravieso las pesadas puertas de madera escoltado por ella. Un grupo de jóvenes espera por la navaja de un barbero descamisado. Mi anfitriona y yo nos dirigimos a un patio soleado, con precarias escaleras que te llevan a varios niveles. Por un pasillo muy angosto, casi claustrofóbico, se llega a otro patio trasero abierto al cielo.
Una cara ajena es vista con sospecha y cierto repudio, por eso es necesario entrar con alguien del lugar. Ella me presenta como un fotógrafo extranjero que viene a interesarse por la situación de las viviendas. Algunos sonríen y me dan la bienvenida. Otros me ignoran silenciosamente. Hace un par de años, las viviendas del tercer y cuarto piso no tienen servicio de agua; hay grietas en las paredes y los pisos por donde entra la lluvia. Me piden que pise ligero, pues los pasillos exteriores están sostenidos por vigas de hierro desgastado. Tienen mucho miedo al desprendimiento.
Sobran cables eléctricos a la intemperie. “Cuando llueve hay que tener cuidado, pues te puedes electrocutar”, me dice una señora que vive en el solar desde 1986.
Una madre y su hija adolescente están sentadas afuera de su puerta. Viven ahí desde que la niña era bebé y no tienen esperanzas de mejorar. Hace 10 años están en una lista de espera de Vivienda. “Aquí se olvidaron de nosotros”, me cuenta, mientras le pasa el peine a su hija. “Me han ofrecido domicilio en las afueras de La Habana, pero mi madre y hermano viven aquí en Belén. ¿Qué hago yo a tres horas de la ciudad, en medio de la nada y sin transporte?”.
Me presentan a La Flaca que vive en el tercer piso y nunca baja; a la señora que limpia en una embajada y a una abuela que cocina con leña para varias familias y ancianos. Conozco a Jacinto, el plomero camagüeyano que también es albañil y, “si no es muy complicado”, electricista.
El cuarto piso es un verdadero laberinto. A través de los restos de una ventana, miro hacia los techos más bajos, soleados y gastados por el tiempo.