El tiempo que vivió estuvo muriéndose. No de la forma lenta en que uno muere cada minuto, sino literalmente: en el borde entre la muerte y la vida.
Miriam Pineda lleva par de horas en la sala de espera del Gobierno de Centro Habana, un caserón antiguo en la avenida Reina, esquina Ángeles. Es una mujer de 54 años con la piel dura y collares de santo. Se mece en la butaca, sale, fuma, regresa, habla con la recepcionista, mira si reconoce alguna sombra en el piso superior, vuelve a sentarse, observa al guardia de seguridad, firme al pie de la escalera. Miriam perdió la cuenta de las veces que ha venido este mes. Siempre le piden que vuelva el lunes o el martes o el miércoles: el presidente, Jorge Luis Fajardo, está reunido o la atiende luego…
El guardia y Miriam casi se conocen de tanto verse. Él comprende lo que ella planifica y se hace el distraído; ella sube las escaleras rápido. Miriam también ha estado varias veces en estas oficinas. Se ha reunido con los delegados y vicepresidentes. Todos le han respondido que no tienen manera de ayudarla, que vuelva el lunes o el martes o el miércoles. Una vez le dijeron: “No te preocupes, en diciembre tenemos que entregar 19 casas y una es la tuya”. Pero pasó diciembre y pasó enero y pasó febrero. Otra vez: “Ven el jueves. No te quiero alegrar, pero hay algo para ustedes”. Pasó el jueves y el viernes y cambió el año.
Miriam está otra vez frente a las oficinas. Salen delegados y funcionarios. Ella llora. La sientan, le dan agua, miran la misma carpeta que trae siempre: fotos y papeles médicos. Ella vuelve a explicar lo que explica siempre. “Sigue insistiendo, que esa es tu nieta”, la incita un delegado.
Cuando la conocí, Angie era una niña de un año y ocho meses y 6.7 libras que dormía en los brazos de su madre. Le habían puesto un mono color rosa y una cinta en el pelo, con una florecita que le lucía gigante en la cabeza. Su madre intentaba llevar la vida en la butaca: revisaba el teléfono, conversaba, meciéndola, meciéndola. Mirándola para medirle mentalmente el ritmo de la respiración. Luego la niña se despertó. Se movía muy poco. Pensé que con un año y ocho meses mi hijo se encaramaba en los muebles y pedía pan. Angie no hacía nada: era menuda y frágil como un bebé.
Había nacido en julio de 2018. Un mes antes a Lisnaydi Sardiñas le habían diagnosticado polihidramnio (excesivo líquido amniótico), una complicación del embarazo causada por malformaciones fetales o anormalidades genéticas. En el Hospital Materno Ramón González Coro los ultrasonidos dieron normales. En el policlínico Luis Galván Soca los ultrasonidos dieron normales. Angie Sardiñas nació sietemesina, pero con buen peso: 6.2 libras. Once días después tuvo una fiebre de 38˚, sostenida. “La ingresaron en el Juan Manuel Márquez y empezaron a estudiarla, porque veían que no era normal”. Ahí estuvo diez días. Luego dos meses en el Cardiocentro Pediátrico William Soler.
Le diagnosticaron Síndrome de Costello, una enfermedad rara de base genética de la cual se describen unos 300 casos en el mundo. Le pronosticaron entre seis meses y dos años de vida.
Orula, el dios adivino, la calificó como “ave de paso”, que en lenguaje yoruba significa lo que en cualquier lenguaje: se va pronto.
–Yo bajé el caracol de Eleguá a ver si podía hacer algo para salvarla y dijeron que no. Que le dé mucho amor hasta que ya…
Mientras Lisnaydi me contaba esto le daba a Angie un biberón con compota. Miriam trajo su carpeta para enseñármela, la dejó en el brazo del sofá y subió al cuarto. Sentí sus pasos en el cielorraso. Casi hay que encorvarse para estar de pie. No eran las dos de la tarde. Un solo bombillo en la sala oscura, estrecha. Sensación de aplastamiento. También por el color de las paredes: azul, morado y negro. Un balón de oxígeno tras la puerta, el noticiero en el televisor, altares de santería. Después Miriam entró por la cocina y abrió un catre para la niña frente al sofá. Angie ni balbuceaba.
Un informe de la Universidad de Ciencias Médicas de La Habana apunta que el Síndrome de Costello “se caracteriza por el retraso del crecimiento y el desarrollo postnatal, facies tosca, retraso sicomotor, problemas de alimentación, alteraciones cardíacas y endocrinas, anomalías ectodérmicas y esqueléticas, así como una mayor predisposición a desarrollar tumores”. Esto quiere decir que los pacientes presentan discapacidad motora e intelectual, trastornos hormonales, problemas en el corazón…
El diagnóstico prenatal de este síndrome solo se realiza mediante análisis a una muestra de corion o al líquido amniótico. Por eso todos los ultrasonidos dieron normales.
Respecto al tratamiento, Orphanet apunta que es sintomático. Esto quiere decir que esa dipirona que te recetaron te va a aliviar el dolor de cabeza, pero no va a curarte la migraña.
Todo esto lo explica la carpeta de Miriam. También detalla cada tratamiento y cada ingreso de Angie. Lisnaydi domina esa información con precisión milimétrica.
–Los médicos me han dicho que la niña debe vivir en un mejor ambiente. Y cerca de un hospital, para que yo pueda salir corriendo si le pasa cualquier cosa.
Lisnaydi tiene 21 años: mulata achinada, uñas cuidadas, piercing en el labio. Terminó Agronomía embarazada, me dijo. Le pregunté por su vida.
–Me ha cambiado bastante. Imagínate. Yo era más divertida, más alegre.
En la mañana, ella estaba con Angie en el pediátrico de Centro Habana, a dos kilómetros de su casa, en la consulta de nutrición que tiene dos miércoles al mes. En la casa, Miriam llevaba una bata azul cielo con el dibujo de un panda. Prendía un cigarro cada dos minutos, entraba a la cocina y servía café.
–Nosotras no dormimos –dijo, fumando–. Nosotras no vivimos.
Se refería a su nieta y a los trámites en el gobierno, al peloteo ese. Dijo que si un día de estos no la atendían iba a colarse escaleras arriba.
En el solar de la calle Tenerife viven unas 50 personas. Tuberías y cables de electricidad suben por las paredes, se conectan con otras tuberías y cables en el piso superior, que se sostiene milagrosamente de vigas y piezas de bloque rotas. De vez en cuando sueltan boronilla. Se llega allá arriba por escaleras que tiemblan. El piso de arriba tiembla. En el de abajo hay charcos de agua albañal. Las puertas son tablones con listones que tapan las hendijas para que no entren ratas. “Aquí esos bichos se le tiran a uno”, me había dicho Lisnaydi. “Están grandísimos, parecen gatos”. Salen de una montaña de basura entre las casas, al final del pasillo.
Un vecino llamado Marcos Álvarez asegura que el basurero está ahí desde tiempos ancestrales, y que, de hecho, el solar está declarado inhabitable e irreparable desde 1969.
En septiembre de 2017, cuando el huracán Irma batió en La Habana con vientos de 150 km/h y dejó parte de la ciudad inundada hasta la cintura, hubo varios derrumbes en el solar. Al techo de Marcos, que era de madera, le cayeron escombros que lo obligaron a mudarse de cuarto. Al año siguiente los más temerarios, los más cansados de vivir en ruinas, ocuparon un local en desuso en la calle Reina. Ese día, en la tarde, aquello era un hervidero de policías, funcionarios del Partido, del Gobierno. “Enseguida empezaron a hacer gestiones”, recuerda Marcos. “A los dos o tres días se llenó la cuadra de camiones: ‘Arriba, para mudarse’”.
A Miriam le ofrecieron un albergue en el barrio Las Guásimas, Arroyo Naranjo, casi en el límite con Mayabeque. Un aula de una escuela con baño colectivo. Entonces Lisnaydi estaba embarazada. Con Angie tuvieron que regresar para Centro Habana por cuestiones prácticas: en Arroyo Naranjo hay dos hospitales que ofrecen servicios de pediatría, el Julio Trigo y el Ángel Arturo Aballí, pero a Las Guásimas llega poco transporte: unas cinco rutas de ómnibus de las que llaman alimentadoras y locales, fantasmas casi todas.
Tampoco es que en Centro Habana sea fácil. Dependen de un vecino o de un milagro o de algún carro que pase. De la disponibilidad de una ambulancia. O de caminar hasta el hospital.
–Estamos en un estrés muy malo –me había dicho Miriam–. La niña está bien y de momento se descompensa y hay que salir corriendo. Hay que estar vigilándola. El último ingreso fue hace tres meses. Estuvo tres veces en terapia intensiva.
El paquete de culeros que trae Miriam para cambiar a Angie debe haber costado cuanto menos los 228 pesos (9.5 dólares) que el Estado paga a Lisnaydi por “madre cuidadora”. No sé cómo harán luego para buscar comida: las lentejas, los chícharos, los cereales que Angie debe comer cada tres horas según el nutricionista. No sé cómo administran el dinero. Sé que el novio de Lisnaydi las ayuda, un novio que no es el padre de Angie porque ese hombre se desentendió y se buscó una vida nueva. También sé que Miriam renunció a su trabajo de limpiapisos para no dejar a su hija sola.
–Aquí han venido trabajadores sociales, han anotado mi nombre, los medicamentos que toma la niña, pero nada. Le escribí al Consejo de Estado, le escribí al Partido. No sé qué más hacer.
En la televisión empiezan unos muñequitos didácticos. El catre está frente al aparato, pero Angie mira a ninguna parte y se chupa los dedos. Ronca cuando respira. Lisnaydi, que había salido al pasillo, entra, le seca la saliva y se sienta frente a ella. Un año después el lugar del sofá será el único cambio notable en la sala. Estará donde la pared morada, frente al televisor. Entonces Miriam se va a pasar los días y los días ahí acostada mirando novelas. La boronilla del piso de arriba también caerá adentro. Derrumbes silenciosos, les llama. Pero no va a levantarse ni a cambiar de canal excepto cuando su hija tenga hambre. Dentro de un año no estará el balón de oxígeno tras la puerta y lo único nuevo que habrá en la sala serán dos sillones de rejilla que ahora están en el albergue. Miriam los va a traer en un camión de aquí a cinco meses con todas sus cosas, que no pintaban nada en aquel lugar. Un año después Miriam va a estar vendiendo pirulí a dos pesos, pensará si retomar su trabajo y habrá pasado de tres cajas diarias a dejar el cigarro. “Aquí cada cual tiene su dolor”, va a decirme. “Mi dolor está en el cielo”. Lisnaydi va a estar un poco más flaca y habrá empezado a fumar. Ahora me cuenta de un caso que vio en Facebook.
–Una niñita que sacaron pa’ afuera.
–Yo la vi –apunta Miriam.
–Le hicieron varias pruebas allá, qué sé yo, para ver por fin qué enfermedad tenía.
–Yo la vi, yo la vi.
–Esa niña era normal y se volvió un vegetal. Los médicos subieron la foto pa’ Internet, de cuando le estaban sacando sangre. Y Álvaro Torres la ayudó y todo.
Un año después, con 18 personas en el solar y un déficit de más de 185 000 viviendas en la ciudad, Granma va a publicar que en homenaje a otro aniversario de la Revolución las autoridades entregaron 11 casas a familias de Centro Habana. Familias que vivían en derrumbes o en construcciones a punto de derrumbarse. En el solar circularán rumores de que Vivienda está acondicionando una antigua tabaquería a dos cuadras, de que los van a mandar para ahí, de que hay funcionarios presos por vender materiales de construcción y locales por la izquierda.
El basurero seguirá donde mismo.
Jorge Luis Fajardo seguirá donde mismo.
Pero Angie no.
Angie habrá fallecido el 12 de septiembre de 2020. El día de Oshún, santa que tiene coronada Miriam.
Ahora Lisnaydi juega con la niña. La carga, la mece, le dice kikiti. Miriam trae otro biberón con compota. Deja la carpeta en el brazo del sofá, vuelve a la cocina, enciende un cigarro y sirve café.