Un viejo gato negro se desliza entre las piedras calientes que cubren el camino de Vista Hermosa, Hato Viejo y El Hueco, caseríos amorfos y precarios a las afueras de Santa Clara. Llega al que considera su hogar y mira con apatía a los otros gatos que le maúllan a Rosa, su anfitriona, cada vez que mueve un caldero en su estrecha cocina.
Ella está pendiente de las nubes oscuras. Extiende cubiertas de nailon, dispone cacerolas y vasijas sobre muebles y piso de cemento pulido, por si comenzara a llover. Es apenas media mañana, pero así se quedarán el resto del día. Bebe el último sorbo de café hecho al amanecer. Un pan, normado al día por la libreta de abastecimiento, fue su desayuno, junto a unos huevos revueltos y agua con azúcar prieta. Por suerte, tiene cinco gallinas criollas que ponen unos huevos muy colorados. “Tal vez por comer tanto cundiamor”, opina.
Casi siempre ama de casa, Rosa se dedicó durante años a elaborar postres para la calle, cuando vivía en el centro de Santa Clara, muy cerca del río Bélico, uno de los más contaminados que atraviesa la ciudad. Se inclina sobre un cajón, escarba entre mangos y algunos plátanos, alcanza del fondo tres boniatos medianos y ríe mientras acaricia las ramas crecidas. “Si los dejo un poco más, aquí mismo hacía mi propia cosecha”.
Vive con su hijo, Papelito, aficionado a la pesca. Suele ir de vez en cuando a la presa que está frente a la casa, un pequeño embalse construido por un vecino en la década del 90, cuando se impulsaron los planes de acuicultura local. Lleva anzuelo, lombrices de tierra y un trasmallo prestado. “Es mejor comerse el pescado fresco. Aunque demores más y pesques menos”, dice Papelito.
La vida de Rosa y su hijo lleva años poniéndose cada vez más dura, como sus manos callosas.
Vista del vecindario de Rosa, al fondo de El Hueco, a 6,2 km del centro de Santa Clara, Villa Clara (Foto: Sadiel Mederos).
Fachada de la casa donde viven Rosa y su hijo Papelito (Foto: Sadiel Mederos).
A Rosa la visitan con frecuencia cuatro gatos. Aunque no se considera su dueña, sufre las agresiones de que son objeto (Foto: Sadiel Mederos).
Rosa prepara un boniatillo, postre que le quitaban de las manos en sus tiempos de vendedora (Foto: Sadiel Mederos).
Endulza los boniatos con una miel de azúcar prieta. Le añadiría canela, anís o un toque de clavo de olor, pero hace años que no tiene esas especias (Foto: Sadiel Mederos).
Rosa comparte el boniatillo con algunos niños del barrio (Foto: Sadiel Mederos).
Es momento de sentarse, por fin tranquila, mientras escucha Radio Enciclopedia (Foto: Sadiel Mederos).
Desde que Papelito descubrió que de un guatacazo salen tres o cuatro lombrices de tierra en el patio de un vecino, inicia su expedición de pesca por el camino contrario (Foto: Sadiel Mederos).
Justo al lado de la presa existió, durante mucho tiempo, un vertedero de la Industria Nacional de Utensilios Domésticos (INPUD) (Foto: Sadiel Mederos).
Alguna tilapia encontró refugio en las márgenes más profundas de la presa (Foto: Sadiel Mederos).
En una hora pican solo dos tilapias, que limpia allí mismo sobre una piedra (Foto: Sadiel Mederos).
“Tendrán que pasar unos meses para que se pueda pescar aquí”, dice Papelito (Foto: Sadiel Mederos).
Papelito muestra con orgullo su mayor posesión: una antigua calesa, adquirida por su abuelo, que llegó a Cuba a mediados del siglo XIX desde París (Foto: Sadiel Mederos).
Hace tres años Papelito enfermó, tuvo que vender su caballo y entregar su patente de cochero. (Foto: Sadiel Mederos).
A las seis y media de la tarde, el calor que desprenden las tejas no logra ser disipado por el ventilador (Foto: Sadiel Mederos).
Después de la comida, Rosa y Papelito salen a coger fresco al patio. Atrás queda la mesa con el radio, la licuadora soviética y una botella plástica de ron por la mitad (Foto: Sadiel Mederos).