Una mujer nudosa, negra, de unos 45 años, se acercó al último vendedor de la fila sur de puestos del mercado agropecuario situado en el parqueo del Guillermón Moncada y le ofreció comida para el día siguiente. Era un mulato delgado, con rasgos asiáticos al que llamó “chino”. Le prometió al chino una sazón especial. Celebró la calidad de los ajíes frescos y echó mano a dos sin pagar, luego a otro, y a otro más que le gustó particularmente mientras volteaba el cuerpo y se retiraba obviando consentimiento alguno. El chino movió la cabeza desaprobando, su boca bajo el nasobuco murmuró: “Qué cara más dura”. Luego se volteó al Periodista y le dijo que hacía más de una semana que no entraba producto alguno.
Otro joven fornido, blanco, de unos 35 años, dijo al Periodista que ese ají lo abasteció el día anterior “un fugado”, un camión que, según él, había roto el cerco que las autoridades habían colocado para no dejar ingresar el virus a la ciudad. Lo dijo en voz alta, como si su voz imitara, recorriera, la transgresión de aquel cerco. Un golpe de brisa hizo volar lo que le quedaba de cebolla en su puesto: películas nervudas, transparentes. Más allá, otro vendedor de 35 años, flaco, blanco, de ojos rojos, que ofrecía maíz seco molido y en granos, dijo que los campesinos sí estaban produciendo, solo que no les dejaban entrar nada.
Los apuntes anteriores son del miércoles 15 de abril. Más de la mitad del mercado estaba sin vendedores. Los que solían ubicarse al final se habían corrido ocupando los puestos vacíos cercanos a la puerta. No había viandas, sino polvos de especias, picantes, vinagre, rastrojos de cebollas y pimientos estrujados y marchitos que compartían mostrador con los lotes de ají frescos que habían ingresado la noche anterior. Flotaba la ansiedad, la incertidumbre. En la fila norte, donde venden bocaditos, batidos y comida elaborada no había dependientes.
El mercado “Plaza de la Revolución” de la ciudad de Santiago de Cuba se abastece de unidades estatales de producción agropecuaria y campesinos asociados o independientes con compromisos firmados con el Estado. Está situado a unos metros de la Plaza de los Machetes, y a una manzana de distancia de la Autopista Nacional. Por decirlo de algún modo: el mercado “Plaza de la Revolución” es quien salva la dieta alimenticia en Santiago de Cuba de las garras de la especulación, lo cual quiere decir otra cosa más: su abastecimiento o desabastecimiento puede dar una idea del estado en que se encuentran los vianderos en los hogares de la ciudad desde que fueran decretados los cierres de carreteras.
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10:30 a.m., 19 de abril. Vamos cazando los cachos de sombra. Amontonándonos. Eso hace que la fila se disperse, que aparezcan decenas de personas cuando crees que es tu turno porque estaban en la acera de enfrente o no sé dónde; porque marcaron en esta fila y en otras de otros mercados y van y regresan a ver si ya les toca.
Los primeros llegaron a las seis de la mañana. Cuatro hombres en short y nasobuco, de unos 50 años. Viven cerca. Ninguno acordó nada con el otro, pero llegaron casi al mismo tiempo, todavía con luna. A las nueve abrieron la tienda, que de lunes a sábado cierra a las cinco y los domingos a las 12. Los dos primeros hombres y sus esposas, que llegaron poco antes de las nueve, pasaron a las 9:17 a.m. Ya habíamos por lo menos 60 aquí reunidos. Es raro que alguien marque solo para sí mismo: quien tiene a otra persona suele marcar al menos para esa, para burlar los topes que el Estado puso a las compras y poder llevarse otro pomo de mayonesa. Entraron cuatro a las 9:35 a.m., y otros cuatro a las 10:06 a.m. Tengo 47 personas delante. Acabo de contarlas.
“Qué triste: horas de cola por un poquito de picadillo”, dicen.
No dejan pasar niños. Los niños en casa. Los niños no comen o comparten el picadillo de sus padres. Las madres que viven solas con niños no pueden salir.
Cada vez hay más gente detrás de mí, pero no menos delante. Hay pocos árboles y esta tiendita en 47 y Conill, Nuevo Vedado, queda entre casas que dan poca sombra.
“El problema es que pagan con tarjeta y eso demora”. La empleada que controla la cola también controla un pomo de hipoclorito: chorro en las manos de todos antes de dejar pasar. Usa espejuelos sobre el nasobuco y luce 50 años. En la voz ese ego de poder sobre los demás. “Pasen cuatro”, decide. “Disciplinadamente”. Pasan cuatro. “Dos para confituras”. Nadie pasa. Una mujer pregunta por aceite y ella responde que no hay ni en su casa. Enfatiza eso: “Ni yo tengo aceite y trabajo aquí”. Una mujer a otra: “¿Dónde compró frijoles?”. Los vio en la transparencia de la jaba. “Disculpe que pregunte, pero no hay”. La mujer le responde que son normados, los de la libreta.
Voy detrás de la del vestido a rayas sentada en la acera. Se llama Nancy. No pasa de 30. Párpados tatuados, pelo rizo. “Llevamos aquí tres horas: desde las ocho”. Dice: “Si todos vamos a comprar lo mismo deberían hacer módulos: una jabita con un precio fijo” –la misma idea esgrimió la ministra de Comercio Interior, Betsy Díaz Velázquez, en la Mesa Redonda del 9 de abril: “Para dinamizar las ventas”, dijo. Nancy remata: “Vamos a estar aquí hasta que aparezca la cura del coronavirus”.
Un custodio en la reja de la tienda y policías en la esquina. De vez en cuando pasa un patrullero. Los que salen explican que cada persona tiene derecho a dos latas de atún, dos paquetes de picadillo, cuatro barras de mantequilla y un pomo de mayonesa. Desde que salió el primero la gente se abalanzó a preguntarle. Y al segundo, al tercero, como si alguien fuera a informar que el asunto cambió de un minuto a otro y hay nuevos productos o tocan más.
“Yo fui a La Mariposa y nadie sabía qué estaban vendiendo. La gente ya hace colas por hacerlas, a ver qué encuentran. Me dijeron que ayer había café y jabón. Ayer en Tulipán había atún y leche evaporada. Por poco compro leche para hacer un flan, pero no tengo huevos”. Nancy me cuenta estas cosas.
Un policía. Buen día a la cola y va a apostarse a la entrada de la tienda, con el custodio. La que controla la cola se desorbita, grita y exige orden a 80 personas llenas de sol y desolación a las 11:30 a.m. El drama es que es domingo. “El último no puede dar más último”, ordena el policía. “A lo mejor hacemos un esfuerzo y pasamos a los que quedan”. Al rato explica que para ahorrar tiempo pusieron picadillo y mantequilla en el área de confituras. Pregunta quiénes quieren picadillo y mantequilla. Todos. Pero todos también quieren mayonesa y atún. Entonces la cola se disgrega. Gritos, empujones. “Vamos a entendernos”, grita la que controla. El policía promete pasar a todo el mundo, pero rápido, que nadie se ponga a deleitarse porque, total, lo que hay es poco y alcanza. Nos empieza a pasar de cinco en cinco.
La cajera trabaja sola en este sitio oscuro y caluroso, con cajas de compota sin organizar que bloquean los pasillos y afiches de “Por La Habana, lo más grande”. Los anaqueles con pomos de agua, aceituna y cajas de jugo; mayonesa casera 4 CUC; 65 centavos por barrita de mantequilla italiana y por jabón Lux, que dan dos por cabeza. En la nevera un picadillo de res mexicano, 500 gramos por 2,30 CUC. Nunca vi el atún. Elijo todo rápido. Cuando salgo son las 12:40 p.m. y quedan al menos 50 personas. Empiezan a pasar de diez en diez.
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El martes 24 de marzo, cuando apenas había unos 50 casos de COVID-19 confirmados en el país, el movimiento en el centro histórico de Camagüey ya era reducido. Las únicas personas se concentraban ante una decena de tiendas en las que había papel sanitario, jabones y dentífrico. Dos establecimientos alejados del área patrimonial ofertaban pollo, salchichas y picadillo.
En la tienda El Telégrafo, de la calle Maceo, una lugareña lamentaba haber pasado el día entero en colas. “Antes de esta tuve que hacer una en El Encanto por papel sanitario, y otra en La Gran Antilla por puré de tomate”.
Ese día, en Carlos III, La Habana, las colas se organizaban afuera, una para cada departamento, con policías controlando todo. Ya las tenderas utilizaban guantes y nasobucos. En el área de cárnicos había perros calientes, picadillo de pavo y hamburguesas. En el mercado, sardinas en aceite, mayonesa y espaguetis. La gente compraba por cantidades.
Ese día el popular mercado de Tulipán cerró a las 3 p.m. La oferta: plátanos, ajo, cebolla, jamón y chorizo. Al mediodía solo quedaban plátanos. Un Sylvain de Nuevo Vedado no tenía dulces, panes ni galletas desde temprano. Solo cigarros.
En la Mesa Redonda del lunes 23, el primer ministro Manuel Marrero Cruz criticó la estrategia de distribución adoptada con productos de alta demanda como pollo, frutas y viandas. “Las mayores aglomeraciones se han venido originando por ese motivo”, dijo. Aunque entonces no profundizó en la posible respuesta gubernamental, sí anticipó que parte de la actividad comercial sería transferida al sistema de la cuota normada.
Tal decisión seguiría los ejemplos de las provincias Holguín y Las Tunas, donde a comienzos de marzo se decidió suspender la venta liberada de artículos de aseo y organizar su distribución mediante la libreta de abastecimiento.
Desde antes del coronavirus en Cuba, el suministro de cárnicos ha sido irregular en Camagüey. Las colas multitudinarias y el acaparamiento han terminado por convertirse en sucesos corrientes. A la espera de orientaciones, los directivos de las cadenas de tiendas en divisas optaron por no realizar nuevas entregas a sus establecimientos. “Estamos vendiendo el pollo que nos quedó de ayer. No han informado que vayan a traer más”, afirmó el 24 de marzo una empleada de La Manzana, único comercio del centro de la ciudad que ofertaba ese alimento. Otros que habitualmente lo expenden amanecieron vacíos. “Si no hay gente afuera es que no van a traer”, aseguró un vecino de la tienda El Volcán, otro punto habitual para la venta de pollo. Sus anaqueles acomodaban botellas de ron y comida enlatada.
Ese martes tampoco trabajaron la mayoría de las carnicerías particulares. Los puntos de vendedores agrícolas no tenían más ofertas que alguna fruta descarnada: poco, para una ciudad que se preparaba para aislarse durante la pandemia.
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Cerca de la comunidad de Petrocasas, asentada a un lado de la Carretera Central, un directivo se vistió con un mono azul de obrero y limpió a machete el patio de su casa, hizo una montaña con la maleza y la quemó al día siguiente. Luego sembró plátanos, calabaza y alguna otra cosa más. Encima de cada semilla enterrada hincó un pequeño trozo de palo, para que cuando alguien transitara por allí no pisara las plantas. Se preparaba para una virtual crisis alimentaria, para el desabastecimiento, o simplemente para tener una certidumbre en la incertidumbre.
A un par de kilómetros de allí, en el barrio Cuabitas –actualmente con cuatro manzanas marcadas con cinta plástica amarilla y cerco de policías–, no todos los ventorrillos han permanecido cerrados en los últimos días, pero donde antes florecían a precios tensos el boniato, la col, el tomate, el plátano y la remolacha, ahora hay apenas anaqueles vacíos. Sobre el mostrador, en una esquina o una caja, venden los únicos productos en existencia: polvo de especias deshidratadas del tamaño de dosis personales, así como bolsitas y pomos plásticos de refrescos reenvasados con vinagres amarillentos y turbios.
Los dependientes, con nasobucos caseros colgando del cuello, suelen oír la radio, conversar con algún vecino o mirar quietos hacia la calle donde rebota el polvo. En otros puntos de la Carretera Central y Carretera de Boniato se percibe lo mismo: ventorrillos cerrados o abiertos, pero sin ofertas. El cuadro de estos pequeños puntos de venta humillados por el desabastecimiento cruza el estado de ánimo del transeúnte, que no halla contraparte en abastecimiento alguno.
Un vendedor del mercado “La Placita”, enclavado en la zona vieja de la ciudad, de unos 35 años, cejas pobladas, menudo, mulato, le explicó al Periodista que había dejado de trabajar porque “el campesino vende caro, el transportista está caro, y el intermediario también”. El intermediario vende lo que compra en Holguín y Guantánamo, pero cuando lo oferta en Santiago lo hace a un precio que no concuerda con las cifras permitidas.
“Yo no puedo vender así. No cuaja lo que uno paga con lo que uno puede vender, entonces si me cogen con precios altos me decomisan la mercancía. Porque además, nosotros tenemos que pagar la licencia diaria, si vendemos hoy tenemos que pagar hoy mismo. No debería ser así, deberíamos pagar mensual, para poder equilibrar los precios de lo que vendemos”. El Periodista le preguntó si creía que los campesinos estaban sembrando, el vendedor contestó que sí, pero que en general no estaban dejando entrar a los intermediarios con sus compras, solo dejaban pasar cargamentos del Estado.
Hace unos pocos días, a la medianoche, una cucaracha se posó sobre una silla del comedor del Periodista, el insecto saltó al piso, se escurrió por debajo de unos sillones y escapó por una puerta. Por alguna razón la asoció con la palabra “humedad” y comprobó que el aire estaba cargado de humedad. Al otro día la ciudad vio caer un breve chubasco de los que llegan a las tres de la tarde y se repiten durante una semana. La tierra del patio que el directivo había sembrado estaba tan seca que no se hizo fango. Al día siguiente cerca de la medianoche otra cucaracha atravesó volando la sala del Periodista, pero no llovió más durante la semana aunque el cielo estuvo anunciando lluvia y tapado de nubes grises. El vecino de Petrocasas apuesta a que le lloverá. Los plátanos que ya existían en su patio están tristes, endebles y marchitos por la sequía.
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Mariana Rey puso un estado en WhatsApp: “Se me está acabando el arroz. ¿Dónde habrá? ¿Alguien vende?”. Es pinareña, tiene 28 y estuvo alquilada en La Habana los cinco años de universidad. Sus arrendadores viajaban mucho y ella administraba la cuota mensual de esa familia de cuatro. “Entonces me sobraba la comida. Hasta ayudaba a mis padres”. Desde hace dos años Mariana vive en Santa Fe, Playa, con su esposo y su hijastro de cinco años. El niño fue a pasar la cuarentena donde la abuela, que tiene patio, porque el departamento de Mariana no es mucho más que un cuarto. Con el niño entregaron a la abuela dinero y buena parte de la cuota.
“El arroz está perdido”, le responden a su estado de WhatsApp.
Según el ministro de Economía y Planificación Alejandro Gil Fernández, para dar a cada cubano una libra de cualquiera de los productos que norma la libreta de abastecimiento, hay que disponer de no menos de 5 200 toneladas del mismo, porque el país tiene más de 11 millones de consumidores –unos 11 150 000 en 3 809 000 núcleos familiares.
En la Mesa Redonda del 27 de marzo, al informar medidas del Gobierno para enfrentar la COVID-19, Gil Fernández analizó el impacto de la pandemia en la economía e insistió en temas como priorizar la producción nacional de alimentos y distribuir equitativamente los recursos.
Así, por la equidad y porque era “opinión reiterada” del pueblo, decidieron normar por la libreta los productos de primera necesidad.
Cuota de abril para un niño y dos adultos: 21 libras de arroz, 18 de papas, 9 de azúcar refinada, 3 de azúcar cruda, 30 onzas de frijol negro, 30 onzas de chícharo, 2 paquetes de café, 1 paquete de espaguetis y 3 kilogramos de leche en polvo. Este mes a Mariana no le tocó la libra y media de aceite –compró cuatro bolsas de 500 mililitros que compartió con su suegra. En la carnicería: 15 huevos, 3/4 de libra de pollo normado y una extra por persona a 20 pesos.
“Si te dicen me dices”, le responden.
“Habrá una combinación de productos racionados y otros liberados, pero con regulación”, afirmó el ministro de Economía y Planificación. Minutos más tarde la titular de Comercio Interior explicó que los productos que no forman parte de la canasta básica serían distribuidos en la red de Cimex y Tiendas Caribe. Es decir: lo que habitualmente vendían los Mercados Artesanales Industriales (MAI) –azúcar, huevos, detergente líquido, pasta dental, etc.–, de forma liberada y en moneda nacional, ahora pasaría exclusivamente a la canasta básica. El resto, en CUC.
“Los mandados son una gran ayuda”, dice Mariana, “aunque yo siempre compro cinco o diez libras más de arroz para el mes”. En los MAI, a cuatro pesos la libra. Pero no hay. En la shopping viene en bolsas de 2,30 CUC el kilogramo. Pero no hay.
“Mi mamá lleva rato buscando y no aparece”, le responden.
La información de las nuevas medidas tuvo más de 50 comentarios en la web del diario Granma, la mayoría alabando su “efectividad” y “sabiduría”. El ministerio de Comercio Interior respondió algunas opiniones con un comentario tipo; además indagó en ciertos problemas, como a dónde no habían llegado los chícharos. Sin embargo calló ante comentarios como el de Enrique Bonilla, un argentino-cubano que dijo vivir en la calle, sin libreta; o el de María Elena Moreno, que no la tiene porque construyó su casa hace cinco años, pero aún no es legal por asuntos burocráticos.
Viviana –ojos saltones, aire de rockstar– tiene 22 años y cursa cuarto de Derecho en la Universidad de La Habana. Matancera, vivió con una tía en El Vedado hasta 2018, cuando se hizo novia de Yadiel, un barman de 25 años natural de Quivicán, Artemisa. En octubre de ese año se mudaron a Lawton. El trabajo de él, en un restaurante particular, daba suficiente para pagar ese alquiler de 80 CUC mensuales, comprar comida, salir los sábados. Tienen todo en La Habana, menos libreta de abastecimiento.
A finales de marzo Yadiel compró diez libras de arroz en un MAI que rindieron tres semanas. En ese tiempo cambiaron las cosas. Alquiló un carro y, a riesgo de que no le permitieran cruzar hasta Artemisa por las regulaciones del transporte, llegó a una finca privada en El Rancho, un pueblo entre Santiago de las Vegas y Bejucal, donde compró arroz a 15 pesos la libra. “Tuve que hacerlo porque en la bodega hay un cartel que dice que si no tienes libreta ni te acerques”.
La sección “Acuse de recibo” del diario Juventud Rebelde publicó el 15 de abril la historia de Eliana Álvarez, tunera que vive con su esposo y sus dos niños en La Lisa. Como su casa no está terminada, la Dirección Municipal de Vivienda no le ha dado condición de habitable, por lo que ella y sus hijos mantienen la dirección y la libreta en Las Tunas. “En el gobierno municipal de La Lisa me dijeron que no estoy desamparada porque tengo una cuota, pero dada la situación no puedo acceder ni a los productos más básicos”, apuntó Eliana.
Desde el 6 de abril, Radio Mayabeque informó que el Registro de Consumidores (Oficoda) de Güines trabajaba en procedimientos para otorgar libretas con seis meses de validez. Rosaura Páez Martínez, jefa de departamento de esa entidad en el municipio, explicó que el documento se entregaría a personas con dirección actualizada en otra provincia, a repatriados y a casos como Eliana.
En la Oficoda de Nuevo Vedado, una funcionaria explicó a Periodismo de Barrio el trámite correspondiente: el jefe del núcleo donde está inscrita Eliana debe darle de baja y enviarle una foto del documento. Mientras, ella debe pedir a alguien –un vecino, un amigo, el dueño del alquiler– en La Habana que le permita inscribirse en su núcleo temporalmente. Con la foto de la baja impresa, la autorización del jefe del núcleo donde va a inscribirse y un sello de 5 pesos, Eliana se presenta en la Oficoda del municipio y se le hace el traslado “al momento”, asegura la funcionaria. “Cuando se acabe el coronavirus –añade– se vuelve a hacer el trámite, pero al revés”.
“Yo no puedo mandar a mi abuela a hacer cola en la Oficoda de Matanzas en medio de una pandemia”, dice Viviana. “Me queda un jabón que me regaló mi tía del módulo que le dieron, pero no sé cómo conseguir más. Aquí en Lawton las colas son inmensas, y no voy a levantarme de madrugada para eso”.
Los artículos de aseo fueron normados como sigue:
Núcleos de 1 consumidor: dos jabones de tocador, un jabón de lavar, un tubo de pasta dental y un litro de detergente líquido.
De 2: tres jabones de tocador, un jabón de lavar, un tubo de pasta dental y un litro de detergente líquido.
De 3 a 4: cinco jabones de tocador, un jabón de lavar, un tubo de pasta dental y un litro de detergente líquido.
De 5 a 6: siete jabones de tocador, tres jabones de lavar, un tubo de pasta dental y un litro de detergente líquido.
De 7 a 8: nueve jabones de tocador, tres jabones de lavar, dos tubos de pasta dental y un litro de detergente líquido.
A partir de 9: 11 jabones de tocador, cinco jabones de lavar, dos tubos de pasta dental y un litro de detergente líquido.
Estos productos mantienen el precio con que se comercializan en los MAI: detergente líquido, 25 pesos; pasta dental, 8; jabón de lavar, 6; jabón de tocador, 5.
Por la libreta también se reparte legía al 1 % (1 peso/litro):
De 1 a 4 consumidores: 1 litro.
De 5 a 8: 2 litros.
De 9 a 10: 3 litros.
A partir de 11: 4 litros.
Desde finales de marzo también se vende a cada núcleo un litro de cloro por un peso.
Según la ministra de Comercio Interior, por cuestiones de la capacidad productiva de la industria, la pasta dental y el detergente líquido se entregarán cada tres meses. El resto, de manera mensual.
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Hasta que suspendieron el transporte público, el 12 de abril, al menos una vez por semana Magalys recorría la línea de ferrocarril que une la ciudad de Camagüey con los municipios Vertientes y Santa Cruz del Sur para atender sus negocios.
Durante casi una década ese itinerario ha tenido para ella dos paradas fundamentales: los poblados de Aguilar y Cuatro Compañeros, en cuyas vecindades vivió hasta 2012.
El día que decidió mudarse a la capital de la provincia, Magalys ya había definido la ocupación que le garantizaría el sustento. “En el campo falta de todo, así que comprar aquí para vender allá es ganancia segura”.
Su lógica resulta particularmente válida en regiones como la del llamado mediosur camagüeyano, donde las distancias se miden por decenas de kilómetros y no pocas comunidades tienen en el ferrocarril su principal –y a veces única– vía de comunicación.
Cinco o seis años atrás, la decisión de retirar los puntos de venta de las cadenas Cimex y Tiendas Caribe dificultó la vida de los lugareños, pero también hizo más provechoso el esquema comercial planteado por Magalys. “La gente no siempre tiene la posibilidad de viajar 30 o 40 kilómetros para comprar detergente”.
Atendiendo a las urgencias de cada momento ella transportó desde ropas y zapatos, hasta artículos de aseo, aceite y confituras. “La pasta dental para niños, que en La Habana cuesta diez pesos, allá puede venderse hasta en 60. El Estado casi nunca lleva nada a esos lugares”.
Históricamente, los trenes que cubren la ruta entre Camagüey y Santa Cruz del Sur han viajado al tope de su capacidad, copados por un trasiego que lleva hacia las ciudades personas y productos agrícolas, y de vuelta, encomiendas como las de Magalys. Ni siquiera luego de confirmarse la presencia del coronavirus en Cuba disminuyó el pasaje. Poco antes de la suspensión del servicio público entre municipios, una periodista local alertaba en su perfil de Facebook sobre el peligro al que se exponían los cientos de personas que tomaban la ruta, a bordo de vagones sobrecargados y con escasa ventilación.
Para conocedores de la zona, como Magalys, esa aparente irresponsabilidad debía entenderse como un riesgo inevitable. “No me imagino cómo estará resolviendo la gente ahora. Si la cuarentena es difícil en el pueblo, imagínese en medio del monte, lejos de todo, hasta de la bodega”.
Uno de cada cinco camagüeyanos vive en zonas rurales. Los cuatro restantes –más de 600 000– lo hacen en asentamientos que el Instituto de Planificación Física califica como urbanos. Dos tercios de ese segundo grupo se concentran en las tres mayores ciudades de la provincia: Camagüey, Florida y Nuevitas.
Desde su activación para enfrentar la crisis provocada por la COVID-19, el Consejo de Defensa Provincial ha brindado particular atención a esas localidades. A veces con gestos que pudieran parecer poco significativos, pero que resultan vitales en los tiempos que corren, como iniciar por ellas la distribución de los productos normados o concentrar las ventas en CUC. El módulo de aseo, por ejemplo, llegó a camagüeyanos, floridanos y nueviteros a comienzos de abril, en tanto la mayoría de los pobladores del resto de la provincia deberán esperar a mayo o junio para recibirlo.
Los “capitalinos” son, además, los únicos beneficiados con la venta libre de gas licuado y a quienes se limitará la entrega de las cerca de 3 000 gallinas ponedoras que cada mes retira de sus granjas la empresa avícola local.
“No se trata de un problema de distribución, sino de abastecimientos”, opina Edilberto Rivero, antiguo funcionario de la delegación provincial del Ministerio de Economía y Planificación, que recuerda la escasez como moneda corriente desde antes de la actual contingencia sanitaria, “en buena medida, por las carencias de la agricultura”.
“Sin ir muy lejos, en la última campaña de frío aquí se dejaron de sembrar más de 4 000 hectáreas de cultivos varios, fundamentalmente viandas y granos. Para el que no tenga claras las implicaciones del dato, basta acotar que equivale a una quinta parte de los terrenos que se destinan a ese fin en la provincia. Lo que no se plantó en noviembre o diciembre no se podrá cosechar ni distribuir ahora”.
En una nota reciente, el periódico Adelante atribuyó los incumplimientos de 2019 a la falta de combustible y otros insumos. También brindó detalles sobre la “ambiciosa” campaña de primavera –la “más grande de los últimos años”–, con la cual se pretende asegurar un segundo semestre de mercados mejor abastecidos.
No es primera vez que el optimismo colma los planes y declaraciones de los dirigentes del Ministerio de la Agricultura (MINAG) en el territorio. Pero lo cierto es que “desde que ‘perdió’ a Ciego de Ávila, Camagüey no ha logrado abastecerse de alimentos, salvo arroz y frutos de la ganadería y la avicultura. Pretender desligarse de las importaciones que siempre han llegado de las plantaciones avileñas o espirituanas es una utopía, al menos a corto plazo”, considera Rivero.
Para cumplir el compromiso de 30 libras mensuales por habitante que el MINAG plantea como base de su programa de autoabastecimiento municipal, en 2019 Camagüey debería haber acopiado más de 127 000 toneladas de productos agrícolas; en realidad, las entregas superaron por poco las 90 000 toneladas. La proyección de asignar este año mayores recursos al sector debiera traducirse en tarimas más surtidas, pero la experiencia indica que ambas variables no siempre guardan una relación proporcional.
A pesar de la escasez y de las multitudinarias colas que han trascendido a las redes sociales, hasta ahora Quinta San Zenón –sede de la gobernación y el Consejo de Defensa Provincial– ha insistido en no secundar el ejemplo de Las Tunas, donde prácticamente la totalidad de los alimentos y artículos de aseo se distribuye bajo control de la libreta de abastecimiento. La política de laissez faire defendida por las autoridades agramontinas no ha tenido, sin embargo, mayores éxitos. A mediados de abril solo funcionaban cinco de los 95 puntos de venta de carne de cerdo autorizados en la ciudad capital, publicó la Agencia Cubana de Noticias.
“El pollo es prácticamente la única proteína disponible, así que nadie debiera sorprenderse porque la gente pase horas –a veces de un día para otro– esperando para comprarlo”, opina un vecino del mercado Zona+, inmediato al Palacio de Pioneros de la ciudad, que en la noche del viernes 17 se vio copado por cientos de personas que pretendían agenciarse un turno para comprar ese alimento al día siguiente.
“Y conste que ya no vienen del campo a comprar en la ciudad, como sucedía antes del coronavirus. Ahí sí que hubiésemos visto colas”, asegura Magalys.
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El lunes 20 de abril a las 9:20 a.m., el Periodista tuvo un “Encuentro Especial con la Realidad (EER)”, uno de esos momentos epifánicos donde es posible que una realidad se manifieste en una complejidad no percibida anteriormente. El mercado El Marvy estaba completamente vacío, sin productos, sin dependientes, sin cola. Se acercó a un cartel que divulgaba el horario del mercado y aun cuando leyó que abría de lunes a viernes, de 9:00 a.m. a 9:00 p.m., creyó que en realidad el mercado no abría los lunes y que tal falta de coherencia era normal. Los anaqueles blancos le mandaban mensajes importantes alrededor de esta idea: “Tu optimismo del miércoles 15 tiene bases tan reales como este cartel”. En el mercado vecino tenían tomates grandes y pimientos sin cola alguna. Declinó comprarlos sin siquiera ver el precio, los productos agrícolas a precios asequibles en Santiago de Cuba generan colas y aglomeraciones. Así que se felicitó: caminar cinco kilómetros y medio hasta la ciudad por una botella de vinagre de uvas que le regaló una amiga de la familia.
La señora del vinagre le contó que tenía todavía reservas de viandas, jabones, detergente, carne enlatada. No era precisamente una actitud de pandemia, sino algo similar al escepticismo político de esas familias del sur de los Estados Unidos que en el gobierno de Ronald Reagan construían búnkeres en los sótanos de sus casas, dotados para sobrevivir a ataques y largos inviernos nucleares. Una semana antes de declararse el cese del tránsito entre provincias ella ya había cortado y congelado en trocitos una buena cantidad de calabazas, boniatos y plátanos.
El mercado agropecuario de la Plaza de la Revolución también estaba cerrado. En una dulcería de la Plaza de Marte compró tres gaceñigas cortas de 8 pesos. De regreso a casa, en la base de la loma de Quintero, entre una veintena de personas que hacían señas a los pocos transportes que subían hacia los poblados de Boniato y El Cobre, el Periodista se fijó si alguien llevaba alguna bolsa con algo de comer. Dos mujeres de más de 45 años sostenían unas acelgas pálidas. El Periodista calculó: acelga con picadillo, acelga con trozos de carne y salsa china. Preguntó dónde había.
En casa buscó en Internet noticias que dieran cuenta de alguna estrategia de distribución a la ciudad. No había información funcional –dónde, cuándo venderían alimentos– ni en el Portal del ciudadano, ni en el diario Sierra Maestra. El 22 de abril la versión digital del semanario Trabajadores citaba a Frank Hierrezuelo Betancourt, director municipal de Acopio, sobre la confección de 4 400 módulos que se venderían a 40 pesos en los consejos populares José Martí y Agüero-Marverde. Llegó el fin de semana, por el canal de Telegram @ElChagoSantiagoDeCuba anunciaron culeros desechables marca Bebesín de la primera etapa, y, como en el fin de semana anterior, colas y aglomeraciones de usuarios con nasobucos en varios puntos de la ciudad. El Periodista hizo algunas llamadas preguntando si alguien sabía por qué canal se conocía cuándo y dónde llegarían camiones con alimentos. ¿Por la radio local? Por la facilidad e inmediatez de los pases periodísticos en vivo esta información suele ofrecerse por las emisoras radiales locales. Pero las respuestas coincidieron en que nadie oía la radio; alguien dijo que el único canal de comunicación seguro que existía era el propio agro. Ese modelo, abastecer los fines de semana, parece la estrategia actual de distribución seguida por el gobierno y el Consejo de Defensa Provincial en Santiago de Cuba.
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Como nadie tiene la certeza de en qué tienda habrá qué, existen grupos donde la gente comparte lo que encuentra, es decir, comparte la información de dónde encontró, por ejemplo, jabones, a qué precio y la magnitud de la cola.
En Telegram: @DondeHayEnLaHabana (8 993 miembros), @donde_hay (2 754), @dondehay (1 102). Al menos un Dónde Hay en cada provincia. Otros sobre productos específicos: @DóndeHayGasolina (1 333), por ejemplo.
En WhatsApp: Qué Hay Playa 1, Qué Hay Playa 2, así en cada municipio. Estos grupos se llenan con 257 miembros, de ahí las numeraciones.
3:27 p.m. Yop:
“#jabon #rexona #lux #PastaDeDientes #CloseUp #nestum #nan 1 #aceite del galón inmenso #culeros #TBkids M y L #agua #AguaGaseada pomito #jugo #LaEstancia piña colada #chocolisto #NadaEnLaCarniceria en bajos de inmobiliaria de #5taY114 frente a la isla de coco. #colita de 10 personas”.
3:46 p.m. La Bella Cubana:
“#medicina #polivit y #vitaminaC en #19y6. Dan 3 pomos x persona de Polivit”.
3:56 p.m. Alba:
“Donde hay pollo???”.
3:57 p.m. Dariel:
“#pollo entero en #23y12 #muchacola”.
3:57 p.m. Susy:
“Hola dnd hay perritos?”.
4:00 p.m. Dariel:
“En #23y12 estaban descargando ahora mismo #perrito”.
Así el día entero.
Muchos de estos grupos no fueron creados durante la pandemia, sino antes, desde la “coyuntura”, e incluso antes, desde que los cubanos acceden a Internet por datos móviles.
Claudia Prado administra desde marzo Qué Hay Nuevo Vedado 1, Qué Hay Nuevo Vedado 2 y Qué Hay Playa 1. “Empezaron por la escasez, porque la gente necesita una fuente de información fiable para no estar dando vueltas”, explica.
Desde la crisis de abastecimiento que desencadenó el coronavirus, estos grupos también han funcionado como vía de ayuda interpersonal. “Los que están en la cola a veces dicen: ‘Estoy para tal producto, marqué para dos, si alguien quiere que venga’. Y ahora que hay muchas dudas con las compras online, se explican paso por paso. También comparten contactos de las tiendas y pancartas de los particulares que hacen delivery”, apunta Claudia.
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El 9 de abril, dos días después de que el país pasara a la fase de transmisión autóctona limitada de la COVID-19, la ministra de Comercio Interior anunció medidas tomadas por ese organismo. La lista incluía el cierre de grandes centros comerciales de la capital, como Carlos III; también se suspendió la venta de bebidas alcohólicas y de “todos los productos que no estén contenidos en la categoría de alimentos, aseo, de higiene, limpieza y canastilla”.
Para reducir las concentraciones de personas, el Gobierno decidió promover las compras virtuales. “En las 13 tiendas donde funciona el comercio electrónico, se regularán los tipos y cantidad de productos. En La Habana se abrirán siete nuevas unidades de este tipo, y se estudia su incremento en otras provincias”, explicó la titular. Añadió que del 17 al 30 de abril, se aplicaría una bonificación del 10 % en las compras online, lo cual permitiría la entrega a domicilio a través de Correos de Cuba.
Comentarios en la web del diario Granma:
Yuliozp (9 de abril): “Las tiendas virtuales no son efectivas. Realicé una compra el 24 de marzo y todavía no me llaman, aunque ya pagué. Llamo a Carlos III y siempre está ocupado o no contestan. Tengo 25 CUC que no sé su destino y no recibo respuesta”.
Yuya (10 de abril): “¿Tiendas virtuales? Llevo casi un mes intentando comprar alimentos a mi familia en Cuba y solamente está en Carlos III. Da pena lo que tienen en oferta y exigen un mínimo de 50 euros. ¿Se imaginan 50 euros de perritos?”.
La mayoría de estas compras en Cuba se realiza a través de la página TuEnvío.cu, de la corporación Cimex, que hasta el 22 de abril contaba con 18 tiendas distribuidas por todo el país. El centro comercial 5ta. y 42, en Playa, perteneciente a Tiendas Caribe, es el único que cuenta con su propia web para este servicio.
“Los pagos se realizan a través de las plataformas estatales Transfermóvil y EnZona, y para ello se puede emplear cualquier tarjeta magnética del Banco Metropolitano, del Banco de Crédito y Comercio o el Banco Popular de Ahorro, incluso las de moneda libremente convertible, previa asociación con alguna de las pasarelas mencionadas”, explicó la ACN.
“Estimado cliente, a partir de las regulaciones vigentes para el comercio minorista, podrá acceder a dos unidades por producto”, advierte la página de TuEnvío.
Las tarifas de entrega de Carlos III oscilan entre 0,12 CUC y 4,96 CUC; en Camagüey, de 0,84 a 5,10 CUC; en Santiago de Cuba de 0,60 a 8,63 CUC. En todos los casos no especifican tiempo de entrega. En Camagüey demoran entre cinco y siete días hábiles.
Rosario Ferrer San Emeterio, vicepresidenta comercial de Cimex, explicó en el programa televisivo Libre Acceso del 17 de abril, que trabajan en pos de solucionar las insatisfacciones con este servicio y de reducir tiempos y tarifas.
Justificó la demora en las entregas con el aumento del número de órdenes –de un promedio de 110 diarias en marzo a 1 150 en abril. Explicó que, como no todo el mundo tiene Internet, añadieron la opción de realizar los pedidos por teléfono en el mercado de Cuatro Caminos. Respecto a las elevadas tarifas dijo que “no están exentas de revisión”.
Comentarios en la página de Facebook de Libre Acceso:
Are GL: “Ya había hecho compras por TuEnvío. Ahora está muy congestionado. Es un excelente proyecto de franco perfeccionamiento. Tengo esperanza de que en breve se estabilice”.
Pepito Otero: “Yo llamé a Carlos III y me dijeron que las entregas estaban de 10 a 15 días porque no tenían suficiente transporte”.
Actualmente hay negocios particulares que despachan comida a domicilio: Alamesa, Mandao, Fuumiyaki… Algunos ya ofrecían el servicio y otros lo implementaron a partir de las nuevas circunstancias.
El 12 de abril apareció en WhatsApp el grupo Te lo lleva Cuber. Se trata de una red privada de taxis que comenzó a entregar productos de los agromercados en los municipios Playa, Marianao, Plaza, Cerro, Diez de Octubre, Centro Habana y Habana Vieja.
Hasta el día 14 funcionó de la siguiente manera: publicaban diariamente un listado con frutas, vegetales y viandas: lo que hubiese en los agromercados. De esa lista, el cliente elegía lo que deseara y pagaba el precio de compra más 2 CUC por el domicilio, que recibía al día siguiente.
Cada cliente podía elegir cierta cantidad de libras por producto.
Los días 15 y 16 Te lo lleva Cuber no tomó pedidos. El 17 cambió la dinámica. Ahora publican diariamente dos paquetes de productos, un precio fijo por cada paquete, de los cuales el cliente debe elegir uno. El precio de entrega subió a 5 CUC.
Jueves 23 de abril. Oferta A: Plátano futa (3,5 lb), guayaba (2 lb), mango (3 unidades), piña (1), ajo porro (6 mazos), perejil (1 mazo), ají cachucha (6 paquetes), acelga (1 mazo), remolacha (1 mazo), ajo (5 unidades), col (1), tomate (3 lb), cebolla (3 lb), malanga (3 lb), calabaza (3 lb), boniato (3 lb). Precio total: 341 pesos (más domicilio).
Oferta B: Plátano fruta (3,5 lb), guayaba (2 lb), mango (3 unidades), piña (1), apio (1 mazo), ajo porro (1 mazo), perejil (1 mazo), lechuga (1 mazo), zanahoria (1 mazo), ajo (5 unidades), pimiento (3 lb), tomate (3 lb), cebolla (3 lb), malanga (3 lb), boniato (3 lb), plátano burro (3 lb). Precio total: 317 pesos (más domicilio).
La entrega de los pedidos del jueves 23 se efectuará el viernes 24, de 7:00 a.m. a 11:00 a.m.
“Lo único que tratamos es de ayudar a aquellos que por motivos de salud o edad de riesgo no pueden salir de sus casas”, dijo uno de los administradores del grupo.
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El Periodista, 40 años, mestizo, ha estado saliendo a pie dos veces por semana en busca de alimentos para su familia compuesta por una hija de 10 años, un hijo lactante, esposa de 36, padre de 84, cinco gatos y tres perros. Como no hay transporte debe caminar unos tres kilómetros hasta el mercado de la Plaza de la Revolución, luego un par de kilómetros hasta Ferreiro –segundo centro de la ciudad–, donde hay comercios, y otro kilómetro y medio hasta la Plaza de Marte –primer centro de la ciudad–, en cuya ruta existen mercados y cafeterías –no sobrepasan la decena–, donde suelen ofertar productos cárnicos, agrícolas, o elaborados. Según sus cuentas, sumando algunos metros, se trata de siete kilómetros contados desde la habitación donde duerme. La ida y la vuelta suman 14 kilómetros.
Como norma sale con 300 pesos, un nasobuco casero, una mochila Thaba, dos bolsos de tela para cada mano y unas cinco o seis bolsas plásticas por si adquiere granos, que no se mezclen entre sí. Suele ir de bermudas por el calor y algún pulóver lo suficientemente atractivo como para no multiplicar o reafirmar la sensación de incertidumbre o desesperanza. También lleva una gorra azul L.A de Mayors Leages que un amigo le regaló hace par de años, pero que luce como nueva, y un eReader Kobo para leer mientras camina y hace colas.
Subiendo la avenida de Las Américas, al pie de la acera, el Periodista encontró el 15 de abril a una chica de unos 25 años sentada en una silla. Sobre la mesa y un mantel bastante limpio “exhibía” una caja de papel de cigarros baratos de la marca Titanes. Se trata de una dependienta de la cafetería del estadio Guillermón Moncada, distante a unos 50 metros de allí. Ya que los estadios intimidan –multitudes que no dejan de vociferar aun cuando el edificio está vacío–, estas dependientas sacan sus productos a la acera y se sientan bajo los árboles a mirar gente pasar –atletas, estudiantes de ingeniera o medicina del complejo de centros docentes que rodea la zona.
La chica dependienta dijo que el día anterior, y toda la semana, había vendido bocaditos de croquetas de pollo –fritas, desabridas, a veces de pescado de agua dulce resaborizadas, redirigidas al sabor a pollo– y panqués. La tablilla de ofertas tenía todas las entradas vacías menos la que anunciaba aquel paquete de cigarrillos a siete pesos la unidad. El Periodista quiso saber a qué hora más o menos traían los panqués, la chica, algo ansiosa, se encogió de hombros. El Periodista le dijo que a él le gustaba el panqué, y que si ella creía probable encontrarlo por Ferreiro. La chica dijo con tono de quién sabe, que se había estado haciendo panqués todos estos días. El Periodista caminó animado hacia Ferreiro bajo las copas de los altos arboles de la avenida.
En Ferreiro el ánimo se reafirmó. Ferreiro es un nodo urbano con comercios, parques, hoteles y escuelas donde confluyen vías provenientes de centros habitacionales importantes como el distrito José Martí, el distrito Abel Santamaría y el poblado El Caney. Había tránsito, alegría, gente detenida, gente caminando. En una panadería vendían panes calientes a razón de aproximadamente 11 segundos por usuario y una cola que no pasaba de nueve personas. La chica dependiente, de unos 25 años, negra, delgada, con bata, gorro y nasobuco blancos, usaba guantes de cirujano y servía sentada tras una mesa que bloqueaba la entrada para evitar el ingreso al local.
En una pizzería estatal al doblar la esquina sur, vendían esa clase de pizzas de 10 pesos coronadas con coágulos de queso, que por encima de una fina salsa rojiza de tomate parecen pequeños charcos de agua. Las pizzas estaban allí, enfriándose, tapadas con un nailon blanco. El Periodista consideró comprar una, pero siguió, y mientras caminaba sacó cuentas. Sumando uno: cola de nueve usuarios para panes calientes. Sumando dos: pizzas poco suculentas enfriándose. Resultando: probablemente no había demasiada hambre en la ciudad. En el año 1994 unas pizzas como aquellas generaban colas bajo estricta vigilancia policial para evitar desórdenes y hechos violentos.
Eran las 12 p.m., a unos metros de allí, el mercado agropecuario de Ferreiro estaba cerrado. Tres sujetos sentados a la puerta de una carnicería privada miraban cómo un hombre en bermudas y gorra de las Mayors Leages se les acercaba por la calle vacía. Aun cuando no tenían aparentemente nada que vender, el local seguía abierto. Uno de ellos, 45 años, bajo de estura, cadena mediana de oro, gordinflón y mulato, le dijo al Periodista mirándole a los ojos que nadie había vendido viandas en el mercado hoy, y que él no tenía carne. Era esa clase de carnicero que nunca mira a los ojos a nadie salvo en momentos como aquel, conmovedores, de causa mayor, en los que su carácter muta y se disipa en autocompasión. Dijo que había tenido picadillo de pollo aunque ya se le había acabado. El Periodista hizo una pausa efectista y le preguntó si sabía cuándo llegaba la carne. El carnicero dijo que eso no se sabía. El Periodista hizo una mueca de pésame apretando los labios, levantando las cejas, y se marchó.
En las Tiendas de Recaudadoras de Divisas de Ferreiro vio anaqueles repletos de una sola marca de aceite de soja, cuyo resplandor teñía de amarillo la ropa de los clientes; anaqueles repletos de una sola marca de atún; anaqueles repletos de diferentes tipos de bebidas alcohólicas. En unos pequeños mostradores vio cajas de atún ordinario, atún blanco y paquetes de galletas rellenas de chocolate y vainilla, cuyo abuso e intenso sabor proporcionan no solo la misma acidez que provoca comerse un plato de yuca, sino también la sensación de perder media hora de vida con cada unidad que se digiere. Vio unos frascos de paté de gallina, de hígado, de lengua, en laticas algo más pequeñas que una de betún de zapatos. Todo esto que veía le hacía concluir que nada le gustaba, que la crisis sanitaria le provocaba cierta deriva hacia una dieta ideal que ya ni siquiera su imaginación podría concebir, en conclusión, era la misma susceptibilidad dietética, la misma dieta imposible a la que suele aspirar una mujer embarazada.
En el Mercado Ideal El Marvy, enclavado en los bajos de un edificio racionalista, oficiales de la Aduana –las fronteras del país están cerradas– respondían por el orden de la cola, la cual se hacía tranquilamente siguiendo unas barricadas de madera sin pulir, zigzagueantes como en los aeropuertos. Los Mercados Ideales son tiendas de la red minorista que comercializan productos locales a precios no subvencionados. Estas colas lentas, civilizadas, con mayoría de personas menores de 40 años, separadas por sexo, hacían inexplicables las barricadas. No obstante, a través de @ElChagoSantiagoDeCuba, el Periodista había visto fotos de tumultos. En el mismo canal se divulgaron fotos de personas que hacían colas toda la noche esperando un cargamento de pollos congelados que al otro día no llegaba.
Dentro del mercado había una variedad de productos que revelaba crisis, pero al mismo tiempo, para los estándares locales, cierta atenta distribución. Carne de conejo en lata: casi 3 CUC por una unidad algo más voluminosa que una lata de cerveza; frijoles, latas de vegetales, bizcochos, gaceñigas de 8 y 20 pesos, galletas Cristina, caramelos, panes pequeños, helados, yogur de leche, harina lacteada –que cada día se parece más al polvo de sorbetos–, raspadura de caña, mayonesa, pasta de kétchup, etc., a precios asequibles, aunque no baratos.
Un producto que no todos compraban, pero que de alguna manera revelaba el esfuerzo por mantener una oferta lo más variada posible, era el gofio. El gofio o polvo de trigo tostado suele ser un producto-síntoma en Cuba.
Frente al Marvy los puestos de comida vendían la “completa” a 30 pesos y en cajas para llevar. La completa suele consistir en un trozo de carne, vianda, arroz y alguna verdura como ensalada. Antes de la epidemia vendían usualmente para comensales de paso. En la media hora de cola que el Periodista estuvo esperando, solo llegó un hombre que pidió ocho cajas de fricasé y bistec de cerdo, lo único que ofertaban. Cuando el cliente se fue, los cocineros comenzaron a pregonar de nuevo sin que nadie asistiera. El Periodista anotó una idea: “Parecen plantas carnívoras submarinas que un derrame petrolero ha dejado sin pececillos que atrapar”. Mientras hacía la cola sucedieron dos episodios que también anotó: un vecino de su barrio le ofreció un chicharrón de cerdo, el Periodista intentó comerlo sin quitarse el nasobuco y creyó por unos segundos que había perdido la boca. El otro hecho fue con relación a algo que exclamó un cocinero. Uno de los oficiales de Aduana que cuidaba la cola se le acercó para comprarle batido y comenzaron a hablar de la escasez de productos, de que el cocinero –50 años, barrigón, mulato– tenía suficiente dinero como para comprar cualquier cosa donde la hubiere, y que estaba esperando solo que le avisaran. Estalló una breve discusión en la cola que distrajo al Periodista, hasta que la exclamación del cocinero lo devolvió a aquella conversación: “¡Cuánto cuesta el cielo para comprarlo!”.
Demasiado extenso. Agota.
qué buen articulo!!! Gracias muchachos.