En el contexto de amenaza a la salud pública que supone la COVID-19, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha reiterado la importancia de los principios de proporcionalidad, necesidad y no discriminación al declararse medidas o estados de emergencia. Tales declaraciones deben ser públicas y notificadas a la ONU cuando impliquen la limitación significativa de derechos como la libre expresión y reunión –considerados como “derogables” en este tipo de circunstancias, según la práctica del derecho internacional– y la libertad de movimiento.
La ONU advierte que los estados de emergencia no deben utilizarse para atacar determinados individuos, grupos, o minorías, como forma camuflada de represión del disenso, o para silenciar la labor de defensores de derechos humanos, abogados y periodistas. Los principios de proporcionalidad y necesidad también implican que las autoridades no hagan uso excesivo de los poderes de emergencia, a través de su normalización o extensión indefinida, una vez terminada la situación excepcional.
Estas recomendaciones derivan de reiteradas denuncias formuladas por organizaciones internacionales e investigadores desde antes de la aparición de la COVID-19. Existía ya una sobreutilización global de declaraciones formales de emergencia y ejercicios de facto de poderes excepcionales. Así ha sucedido de manera significativa, por ejemplo, en Estados Unidos con la guerra contra el terrorismo después del 11 de septiembre; el estado de emergencia declarado entonces por George W. Bush, aún se encuentra vigente.
En el contexto de la emergencia nacional declarada por la COVID-19, la Administración Trump ha propuesto al Congreso serias limitaciones a los principios del debido proceso, algunas de las cuales ya se ejercitan en contra de migrantes, como la suspensión de juicios y trámites administrativos, la continuación de prácticas de detención y reclusión penitenciaria, así como de las llamadas “deportaciones en caliente”.
Los estados de emergencia, acompañados por toques de queda, han sido también utilizados para justificar la represión de movilizaciones contra reformas neoliberales y criminalizar así la protesta social. Este ha sido el caso en países como Ecuador, Chile y Colombia, en 2019.
Los estados de emergencia en sus distintas modalidades y en momentos previos a la pandemia han servido para la normalización de la excepcionalidad, con la consiguiente perpetuación de la militarización y la vigilancia institucionalizada. Es por ello que insistimos en que, al analizar impactos a corto y largo plazo de las 80 declaraciones de estados de emergencia a nivel global como respuesta a la COVID-19, deben tenerse en cuenta las alarmas levantadas de antemano.
Junto a los efectos de amplificación de la desigualdad y la precariedad asociada a esta crisis epidemiológica, la expansión del autoritarismo se presenta como riesgo, encubierto en la justificación de la gestión gubernamental de la salud y la prevención del contagio.
En contraste con la Constitución y la Ley No. 75 de la Defensa Nacional, vigente desde 1995, Cuba no ha declarado formalmente el estado de emergencia. A pesar de esto, diversos entes gubernamentales han hecho uso de poderes excepcionales recurriendo a otras normas legales.
El Ministerio de Salud Pública (MINSAP) ha ocupado un rol central. Al amparo de la Ley No. 41 de la Salud Pública (1983), su Reglamento, y la declaración de la COVID-19 como pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS), el MINSAP emitió la Resolución No. 82 de 23 de marzo de 2020 donde califica la presente situación higiénico-epidemiológica como “de emergencia”. A través de esta norma se dispuso, por ejemplo, el aislamiento obligatorio de las personas que arriben al territorio nacional y las que se identifiquen como casos sospechosos, y se definió la cuarentena epidemiológica como medida de carácter extraordinario, aunque no se determina claramente cuáles son las autoridades territoriales encargadas de su aprobación y su terminación.
Según reportes de medios de prensa oficiales, han sido los Consejos de Defensa Provinciales y Municipales los que han declarado “cuarentena,” “incremento” y “refuerzo” del “aislamiento”, o “la vigilancia reforzada” en provincias como La Habana, Cienfuegos, Villa Clara, Camagüey, Holguín, Sancti Spíritus, Granma, Ciego de Ávila, y el municipio especial Isla de la Juventud.
Si bien estas decisiones parecen lógicas ante el alto índice de contagio, la ausencia de regulación legal pública, sistemática y clara sobre medidas de prohibición absoluta de circulación y el cierre de espacios públicos, incrementa la incertidumbre sobre sus previsibles efectos de limitación de derechos. Piénsese en el impacto adverso que la cuarentena puede tener, por ejemplo, para personas empobrecidas con necesidad de trabajar, casos de pacientes con condiciones médicas crónicas, personas sin vivienda, mujeres víctimas de violencia de género en el espacio doméstico, personas que deben desplazarse para cuidar de otros a su cargo, o acceder a alimentos y suministros básicos.
Otras medidas anunciadas por el gobierno, aun cuando implican directamente la expansión o regulación especial de ciertos derechos sociales y económicos, carecen de respaldo legal y publicación formal en la Gaceta Oficial de la República de Cuba. Esto también adiciona incertidumbre al momento en que vivimos. Así, la legitimidad social de medidas como la extensión del plazo de estadía de cubanos en el exterior, la suspensión temporal de licencias de trabajo por cuenta propia, o la protección a las madres trabajadoras, no debe silenciar el hecho de que su no escritura en forma legal socava su existencia como derechos. Reclamo que también considera la necesidad del reconocimiento de estos derechos en un futuro escenario pospandemia.
Algunas decisiones sociales de alcance nacional sí han sido respaldadas por la formalidad y publicidad propias del Derecho. Ejemplo de esto ha sido la extensión de dietas médicas por seis meses y la suspensión de intereses de créditos previamente otorgados a trabajadores con interrupción laboral, incluidos trabajadores por cuenta propia.
Entre las medidas con respaldo legal merece mención diferenciada la Instrucción No. 248 del Tribunal Supremo Popular. Dicha norma dispone no atender nuevas demandas y suspender procesos judiciales en curso, salvo aquellos considerados necesarios o impostergables. A pesar de dicha suspensión, han sido juzgadas 114 personas por delitos como propagación de epidemias, desobediencia, especulación, acaparamiento y apropiación indebida. El 71 % de estas personas han sido sancionadas a privación de libertad. Estos datos revelan la exaltación de lógicas punitivas frente a la pandemia.
Sin restar importancia a las consecuencias que este tipo de “conductas” pudieran adquirir en el actual contexto, la actuación penal debe considerar los riesgos de contagio que supone la cárcel para personas recluidas, el personal de seguridad, y la población en general. Cabría preguntar entonces cuáles han sido, más allá de suspender visitas y pases, las medidas adoptadas para prevenir el contagio de la población penal en Cuba.
Lo dicho hasta aquí evidencia una forma fragmentada de regulación de la emergencia, que afecta la transparencia en la gestión de gobierno y limita el nivel de predictibilidad y control sobre la actuación estatal. Al mismo tiempo, resulta afín con el hecho de que la excepcionalidad ha sido normalidad en Cuba. Vale recordar al respecto los regímenes legales de la provisionalidad anterior a 1976, del Periodo Especial durante la década de los 90, y de la experimentación asociada a las recientes reformas económicas.
Dotar de legalidad al conjunto de decisiones adoptadas para hacer frente a la COVID-19 resulta imprescindible; pero la declaración de estado de emergencia no asegura per se resultados satisfactorios. En el presente escenario, no deberíamos esperar que una mayor concentración de poderes en el Consejo de Defensa Nacional, como establece la Ley No. 75, vaya a devolvernos el respeto por la legalidad que necesitamos. No debe perderse de vista que algunos de los derechos fundamentales susceptibles de ser regulados de forma “especial y ajustada” en nombre de la salud pública, según los artículos 10 y 11 de dicha Ley, cuentan con ejemplos previos de limitaciones en condiciones ordinarias. Véanse, por ejemplo, denuncias asociadas a deportaciones de migrantes internos (Decreto 217 de 1997), libertad de creación artística (Decreto 349 de 2019), y libertad de pensamiento y expresión en redes digitales (Decreto Ley 370 de 2019).
No pocos activistas e intelectuales progresistas comprometidos con la defensa de derechos humanos en distintos países han celebrado, con justa razón, el rol de los médicos cubanos en la lucha internacional contra la pandemia. Desde la experiencia de estos sectores, que incluyen intelectuales como Angela Davis y Naomi Klein, podemos señalar que las acciones contra el virus en Cuba necesitan más del fortalecimiento de las instituciones de salud y asistencia social que de la presencia de fuerzas militares y policiales.
En resumen, la crisis global producida por la COVID-19 demanda repensar la institución jurídica de los estados de emergencia. Esto implicaría recuperar su origen histórico dentro de la tradición del republicanismo democrático, en el sentido de garantizar el mantenimiento de la soberanía popular. En correspondencia, la prioridad debe estar en el mayor y mejor abastecimiento alimenticio y de provisiones médicas y sanitarias, y no en la restricción de derechos o en la estigmatización de las iniciativas de gestión de la crisis y otras formas de solidaridad provenientes de la sociedad civil.
Lo anterior no significa que, en efecto, puedan afectarse temporalmente ciertos derechos. Pero los Estados deben corregir los efectos adversos y discriminatorios de medidas de excepción como las cuarentenas. Es en esta dirección que la actuación estatal debe moverse. Esto es, hacia una noción del estado de emergencia que, en oposición a un ideal abstracto de bienestar, reconozca las diferencias y desigualdades sociales desde las que enfrentamos la COVID-19.
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