El nuevo coronavirus no ha creído en culturas diversas ni en climas dispares ni en hábitos sociales distintos.
En China, comedores de perros y gatos enfermaron. En Japón, alimentados con mariscos y pescado fresco han enfermado. De la misma manera han muerto de la COVID-19 italianos forjados en el horno de la dieta mediterránea, franceses degustadores de platillos refinados, alemanes anegados en cerveza, ingleses de la realeza, españoles entre tapa y tapa, entre chorizo y chorizo; rusos encurtidos y bien conservados, canadienses con colmillos de oso, brasileños entretenidos con la samba, caribeños ardientes e incrédulos, africanos cansados de la muerte.
La COVID-19 no perdona, como tampoco lo hace el hambre que millones padecen hace siglos sin esperanza de que alguien descubra una “vacuna”.
La nueva enfermedad será vencida; la vieja injusticia reinará para siempre, porque ningún laboratorio del mundo, ninguna industria farmacéutica luchará por liberar a los pobres de su virus milenario de hambre y mala vida.
Los hombres y mujeres negros seguirán luchando por sus derechos después de la COVID-19, pero tendrán más éxito si no son pobres, porque ser pobre es el color de la piel más oscuro.
Las mujeres tendrán que pelear por décadas, todavía, antes de lograr la victoria que ya se ve al final de la calle, pero en esa calle habrá aún muchas muertes por hambre.
En el mundo continuarán las contiendas de las minorías por tener derechos, por gozar del derecho a la existencia, por ser humanos sin importar cómo se ama, cómo se viste, cómo se habla, cómo se cree; pero las mujeres y los hombres pobres serán la base de todo el edificio de la injusticia porque ellos seguirán siendo las primeras víctimas del capitalismo brutal y del socialismo incumplido.
La pobreza no se contagia, por eso los pobres no usan mascarillas ni campanillas para que el transeúnte sepa que se acerca un leproso. Pero nadie quiere ser testigo de la vida miserable de la pobreza; algunos porque han escapado de esa experiencia hace poco tiempo, otros porque intercambiaron con el diablo para dejar de ser pobres, otros porque no quieren saber que hay dolor en el mundo.
La pobreza nos rodea, ahí están los pobres, practique el ejercicio de pensar en ellos. Asómese a su balcón con plantas y verá la vida de perros de algunos seres humanos. Ellos, los que nada tienen, tampoco tienen esperanza de sobrevivir a una pandemia.
El hambre no se vacuna. La pobreza no se quita con aplausos. La injusticia se extirpa con revoluciones o con lucha, al menos con lucha.
La falta de aire se combate con respiradores. La falta de comida y techo, la falta de esperanzas y medicinas se combate con políticas sociales, con socialismo justo, inclusivo, democrático y humanista, más allá y más acá del Estado, con el Estado, pero con la gente, porque solo el pueblo sabe dónde está el dolor que la burocracia solo presume.
El mundo perderá millones de pobres por la pandemia de la COVID-19, ellos pondrán la carne delante del cañón una vez más. Pero la pobreza seguirá ahí, esperando proporcionar más voluntarios para que perezcan en el próximo tsunami, en el próximo incendio, en la próxima propagación de un virus innombrable.
Por eso la pobreza, la injusticia social, la desigualdad, la inequidad, el machismo, los fanatismos políticos, los terrorismos de Estado y de grupos, el armamentismo, son más letales que todas las pandemias juntas, porque ellos seguirán ahí después de que un grupo de científicos chinos descubran la vacuna que venza a la COVID-19. Los pobres, por cierto, serán los últimos en la cola para ser inmunizados.
La vida siempre ha estado dura; la vida en Cuba está dura de nacimiento, viene dura antes de ponerse vieja, pero sabemos cómo lidiar con ella.
Tenemos al Estado, no es todo lo que necesitamos, pero es un Estado acostumbrado a tomar decisiones sin recursos, sin créditos, sin tecnología de punta, vigilado por un enemigo obstinado. Este Estado sabe trabajar bajo presión, posee un gobierno seguro y disciplinado, sin oposición reconocida y sin división de poderes, lo que hace que las medidas ejecutivas sean más respetadas que las bulas papales. Pero a la vez este Estado no tiene un buen currículo en su lucha contra la pobreza, porque de ahí no hemos salido en décadas. Sí ha tenido una interesante experiencia en repartir la pobreza para que no haya muertos de hambre, y ha sido más que exitoso al universalizar la salud pública y la educación como derechos humanos.
La lucha contra la pobreza será, entonces, también una tarea pendiente de la administración pública cubana. Antes deberemos confiar en que nuestras médicas y médicos, científicos y científicas, sepan ser más rápidos que el virus y nos dejen con fuerzas y ganas para seguir vivos.
Después, cuando podamos pasear con nuestros hijos sin antifaces de bandidos y besarnos sin escrúpulos en la calle, como si estuviéramos en una película del domingo por la tarde, veremos que todo está por hacer, que la democracia es indispensable y que la paz y la justicia son tan importantes como el oxígeno.
Ahora, partamos nuestro pan a la mitad, demos una de las partes a los que no tienen nada y dolerá menos quedarnos en casa con tanto que hacer.