En menos de tres días nos hemos adaptado tanto a la tristeza que las minucias nos dan placer. Tenemos un bombillo. Una luz led amarilla en la sala que a las 7:40 de la tarde nos deja conversar viéndonos, reírnos porque ayer a esta hora la única luz era el punto rojo del fuego en el cigarro, y estábamos en el patio porque de vez en cuando nos mirábamos con los focos de los autos. La adaptación es una rareza. Anoche en la penumbra el placer venía de tantear el suelo buscando el vaso de ron con refresco, de tantear la cocina buscando el pomo para hacer los tragos. Anoche, en uno de esos letargos que pasan porque el tiempo está corriendo a una velocidad que ni se nota, nos habíamos puesto a hablar de santos y de socialismo de la misma forma que ahora hablamos de tácticas para que dé negocio viajar de mula a Panamá. De día el tiempo es veloz: Yuri y Rosi lo pasan amontonando escombros, limpiando la cocina, el baño, los cuartos, no terminan nunca, no avanzan, la casa sigue revuelta.
—Extraño mi casa –repite Rosi.
—Estás en tu casa –repite Yuri.
Ahora ya es de noche y esta luz viene de una planta eléctrica que le prestaron a él en su trabajo: un aparato que se echa a andar haciendo girar el motor con una cuerda. Tiene buena potencia, lo que pasa es que funciona con 220 volt y la casa está acondicionada para 110, así que solo prende este bombillo que se conecta con el aparato por una enredadera de cables que Yuri entiende. Él sabe de eso. Él siempre es callado pero el nerviosismo lo ha puesto a alzar la voz sobre el ruido del aparato, un ruido perenne al que uno acaba adaptándose, como a la idea de mirar arriba y ver que entra el cielo completo en la sala.
Les tomó ocho años acomodar la casa. Tenía muebles, una mesa, adornos. Dentro, Yuri, Rosi y Lorena y Malena, las niñas de Rosi, eran familia feliz. Cuando el tornado, estaban en la sala. Yuri jura que era más temprano, que no había empezado el noticiero, pero eran las 8:40, o cerca, ellos en el sofá y en cuestión de segundos Rosi vio aquello por la ventana, se lanzó sobre las niñas y Yuri sobre ella. Cayó el techo. El hámster rodó por toda la sala. El perro también. Los pedazos de tejas cayeron en la espalda de él, le dejaron marcas. La ventana fue a parar a la calle y dejó un hueco desde el que se ve una parte de Vía Blanca, las primeras casas de Regla y, a lo lejos, La Habana con luces, la ciudad quieta.
Aquí las llaves no importan. La puerta está abierta todo el tiempo, no tiene cristales ni sirve la cerradura, y la cierran antes de dormir con una palanca, por costumbre. Ahorita por la tarde estábamos en el patio y los vecinos entraban y salían, le avisaban a Rosi de donaciones. La primera vez casi cruzamos Vía Blanca. Había rumores de que eran en Regla. La segunda, Rosi dijo que hasta que no viera a gente con bultos no salía de nuevo. La tercera, los vecinos fueron donde la delegada. La cuarta se parqueó una caravana de autos modernos con chapa de turismo a la entrada del barrio ―casas amontonadas― y unos hombres recorrieron la zona haciendo fotos, bajaron de sus autos cajas con ropas, latas de alimentos, dentífrico. La delegada vino a poner orden. Yuri llegó con una de esas cajas y Rosi la desarmó en la cocina, se puso alegre, se probó vestidos. Yuri le dijo que guardara cosas para salir a repartir después. Ella dijo que sí porque hacía un rato se había puesto a ver fotos de la calamidad en Diez de Octubre y había dicho que ojalá pudiera traer a toda esa gente, que a ellos por lo menos les quedaban paredes. Sacó una caja de leche y dijo que iba a llevársela a sus niñas, que están con el padre desde el lunes, en Alamar, que las extraña. Puso a calentar agua. Rosi tiene miedo a bañarse porque hace días, mientras se bañaba, pasó un helicóptero a ras y, dice, es probable que la hayan visto en cueros. Se bañó rápido y le dijo a Yuri que ella, ahora que tienen batería en los móviles por un cargador externo, le timbraba al regreso para que la buscara en la parada.
Entonces a Yuri le entró silencio. Tiene cerca de 50 años y un poco de calvicie. Rosi todavía no cumple 30. Sentados en el patio nos pusimos a hacer cuentas con Yuri. Dijo que necesita por lo menos 1 500 bloques solo para delimitar y levantar un muro de contención. Un bloque, en tiempos corrientes, cuesta seis pesos en tiendas del Estado. Dijo que el techo lleva como cien tejas de fibrocemento. En tiempos corrientes, cuestan 110 pesos c/u. Si subvencionan al 30 % los materiales, para rehacer la casa, sin contar cables, puertas ni ventanas, deben pagar unos 1 000 CUC. Suma la mano de obra. Ellos no tienen cómo conseguir tanto dinero. Yuri trabaja desde hace 11 años en el vivero de Alamar y Rosi en El Pavo, un restaurante a tres cuadras.
A las nueve hay oscuridad cerrada. La gente camina Guanabacoa con linternas. Silencio. Calles vacías. La panadería es el único lugar iluminado. Hay varios carros de la Unión Eléctrica en Avenida Rotaria. Los ómnibus, desviados. Fabricio, de 10 años, se la pasa prendiendo velas. Para dormir enciende tres o cuatro alrededor de la cama. Mirna, su abuela, casi 60 años, tiene secuelas del tornado. Dice que a veces habla incongruencias, que se le va la mente. “Fueron 14 años yo solita para construir”, dice. Y perdió todo. Ahora vive con Bárbara, su hija, que recuperó tejas de todas partes para rearmar el techo. Sentados en la sala, donde hay dos camas, Mirna trata de no llorar y Bárbara le dice que lo importante es la vida, esas frases que uno remacha para decir algo. Fabricio está pendiente de las velas. Llega un niño. Su madre lo mandó a pedir plátanos o algo para comer. Aquí no hay mucho. Algunas latas que trajo esta tarde un cantante que Bárbara no conoce. “Yo era feliz”, dice Mirna de pronto. “No quería más de lo que tenía”.
Mientras nos despedimos se escucha algarabía. En calle sexta, la calle contigua, llegó la luz. Hay gente en los balcones, gente que prueba equipos para ver si funcionan, bulla, fiesta, felicitaciones a los linieros que todavía están encaramados en escaleras, en la punta de los postes. “Menos mal”, grita Yuniel el barbero, “porque llevaba una pila de días sin trabajar”. Pedro, que el lunes estaba en el techo de su suegra, una mujer de 70 años al borde de la angustia, quitando algunas tejas de la sala para rellenar el cuarto, dice: “Parece que volvió la vida”.
En casa de Yuri hay una luz blanca porque Leidy, una vecina, vino a cargar un bombillo en la planta. Son las 11 de la noche. Yuri y Rosi ven en el móvil un video de las niñas. Después ven fotos viejas de la casa. Comemos algo que les donó alguien que también trajo un volante sobre lo bueno que es Dios. Quedan latas y algunas cosas, pero esto era comida cocinada y mañana se fermenta. Hacemos cola para los cubiertos: quedan un tenedor y una cuchara. Otra vez el letargo. Un gallo canta. Conversamos bajo luz amarilla cuando Leidy se va. Sacamos un colchón, un catre y par de butacas para la sala. Yuri apaga la planta. Fumamos mientras Rosi reproduce el video de Milena y Lorena y repite que lo filmó en Alamar. En el video, ellas le dicen a Yuri “te extrañamos” y “te queremos, papá”; enseñan juguetes que les han regalado. Milena, cuatro años, le dice que va a regalarle un pato plástico que ella quiere mucho. Silencio. Cansancio. Aplacamos el frío con toallas, con la puerta cerrada por costumbre. “El que ronque, cuidado no tumbe las paredes”, dice Yuri. El cielo estrellado en todos los ojos antes de dormir.