La tarde del jueves 20 los bomberos de la estación de 23 y 6 empezaron a enchufar botes salvavidas a los camiones. Las guaguas cruzaban la calle 23 llenas de gente evacuada, con maletines. A las 5 p.m. empezó a llover y los transformadores de algunos postes saltaron en pedazos. De Línea a Malecón, de G a Paseo, se fue la luz. Como a las 8:30 p.m., con ventolera y la lluvia durísima, las olas se botaron del malecón, tupieron los tragantes, y Marta González prendió un tabaco en la única silla en la sala de su casa, a oscuras. Un mocho de vela en la ventana.
Los hijos de Marta se fueron ahorita. Habían estado toda la tarde subiendo muebles, lavadora, etc., a la barbacoa. Quitaron la escalera. Uno alcanzaba las cosas desde abajo y el otro las recibía arriba, las ordenaba. Ahora el cuarto está lleno. Va a ser difícil llegar a la cama. Pero cuando el mar empiece a meterse en la sala lo único que va a mojarse son las patas de hierro de la silla y la mesa. Marta no cree que suba más que eso. Casi nunca sucede. Solo una vez, cuando el huracán Irma, en 2017, pero ella no perdió mucho. Irma, como todos, lo que dejó fue tremenda tupición en las tuberías del solar de Marta, en A entre 3ra. y 5ta., El Vedado. Los vecinos pagaron un plomero y fin del asunto. También hubo líos con la cisterna. Se encargó el Estado. A Marta, que ronda los 70 años y ha vivido aquí toda la vida, las penetraciones del mar le parecen algo normal.
La mañana del viernes la policía había vallado todo. Estaban vigilantes, con sus abrigos, controlando el tráfico. Las olas que el jueves daban brinquitos ahora saltaban fácil tres metros sobre el muro del malecón. El mar se había metido par de cuadras por G. Había gente haciendo fotos. Había camiones recogiendo escombros. Había colas en las panaderías, las pizzerías, en el Oro Negro. A las 9 a.m., en el parque de 5ta. y D, los carros iban lento, sumergidos hasta los guardafangos. Los policías iban chapoteando de acera a acera. Dos ambulancieros sacaron a una mujer en camilla del fondo de un pasillo. La subieron. El chofer, descalzo, pantalón doblado, encendió la sirena. Se marcharon. En la panadería de C aparecieron galletas. La gente estaba fajándose afuera.
Entré por B con el agua en la ingle y doblé por 5ta. para coger A. Había algunos en la calle, en el agua, yendo no sé hacia dónde. Otros en los portales, ron y música, mirando el barrio como se ve un filme por cuarta o quinta vez. En los portales altos se está mejor. Hay un aire riquísimo. Desde el portal donde está la cisterna del solar de calle A, a la derecha, se ve el malecón, que a las 10 a.m. está tapado completo. Los vecinos creen que en dos o tres horas esté peor. Flota basura en jabas, gajos, pomos vacíos. Los chiquillos escuchan reguetón en los techos.
“Tremenda hambre en la casa. Fui a la panadería y pude resolver diez panes por la libre”, dice Chris Lam, 23 años. Ayer fue a la panadería y nada, “no había luz”. Por la mañana su abuela compró el pan de la libreta, cuatro panes. “Pero allá arriba hay una pila de negritos y nada que comer”. Así que fue él, hundiéndose. Fue por Paseo, que se inunda menos, cogió 5ta. hasta C.
La gente de esta zona, habituada a esto, sabe que en Paseo empieza una bajada que llega a G. En A el agua sube más que en Paseo. B, dicen, es un hueco. Se empantana. En C sube más o menos al nivel de A. Luego menos y menos.
En el solar no hay agua por tuberías desde por la mañana. La electricidad vino de madrugada y se fue por la mañana. Todavía hay gas, que es “de la calle”, dicen. Niños en los techos. Muebles en los techos. La gente va emigrando cargando perros, colchones, mochilas. Otros perros se meten hasta el cuello y los dueños los azoran para hacerlos volver. Hombres con niños en los hombros. Un buldócer empuja un jeep patrullero hasta desatascarlo. Antes de la crecida pasó un carro con altoparlante pidiendo que protegieran los bienes.
A Yarelis, 30 años, le preocupa que se le inunde el baño. Va cada 20 minutos, revisa y vuelve a sentarse en la cisterna. “Todavía”, apunta, y se da un buche de ron. Ella está construyendo. Tiene bloques y lozas apiladas contra una pared. Nada más en la sala. En la casa el agua da a media pierna. Entró desde las 10 a.m., antes que a las demás, porque no tiene muro en la puerta. Con Irma, Yarelis perdió los colchones, algunas otras cosas. Como damnificada compró el módulo que ofreció el Estado: dos colchones, sábanas, cocina de inducción y poco más por 1 400 pesos. Cuando aquello no tenía barbacoa. Ahora que la terminó, de placa, subió todo temprano.
Pedro Castellanos, 69 años, está llenando cubos con el agua que salta el muro en la puerta. Dice que así los cubos no se mueven. Tiene razón: hay una palangana vacía flotando. Empieza a llenarla. La palangana se hunde. En dos sillas en la sala Pedro encaramó un mueble de madera. El televisor, en una mesa de hierro. Ventiladores, olla. Todo en la sala. La barbacoa de Pedro está a punto de caer. Tabiques flojos. Además, su hermano, de 72 años, con una discapacidad física, está durmiendo allá arriba. A Pedro le da miedo que su hermano despierte en plena sala. Sin embargo, al mediodía del jueves, cuando vinieron dos hombres del Partido a preguntar si querían evacuarse, dijeron no. A Pedro le da miedo regresar y encontrar la casa vacía, flotando. A Marta le ocurre lo mismo.
Los que sí tienen fuerzas están sentados en la cisterna o recostados al muro del portal del solar. Hablan a gritos con los vecinos de al lado, o del frente. Llaman a otros vecinos por el móvil a ver cómo está la cosa. Algunos bajan, revisan las casas, suben de nuevo. A las 10:30 a.m. el clima se apacigua lentamente. Se nota porque las manchas de humedad en los postes están más altas que el mar. A las 11 el sol sale y Marta y su nieto parten hacia casa de la hermana de Marta, en un edificio cerca del hotel Cohiba. A Marta, que tiene una operación en la rodilla, le cuesta caminar. Pedro sigue en su casa. Yarelis entró al baño y “todavía”. Ahora está hablando con Alejandro.
Alejandro, 48 años, se está empinando una caja de Planchao y fumándose un cigarro. Él también nació aquí. Está acostumbrado. “¿Tú ves esto así?”, dice, “esto no es nada. Si a las dos de la tarde no ha subido más, baja a las seis”. De cierta forma la gente de esta zona se ha vuelto experta en meteorología. Se la pasan pendientes de los partes, vigilando las lluvias, las mareas. “Desde las 7:15 de la mañana empezó la penetración”, dice Alejandro, “y eso debe ser bueno para nosotros, porque si empieza a bajar a las 6, a eso de las 10 o las 11 todo está bien, y pasamos la noche agradablemente. Ahora el viento está fuerte, así que debe subir otro poco, pero no va a ser grave”. A las 11 el mar llega hasta la mitad de 7ma. Marta y su nieto van saliendo del agua hasta la serenidad, doblan, se pierden. Alejandro sale a buscar carbón para cocinar porque hace unos minutos entró a su casa y el gas se había ido. Hoy es el cumpleaños de su niña y la niña también lo pasó en el muro, sin nada que hacer. “Por lo menos que coma algo rico”. Lo demás le da lo mismo. “Que entre el mar, que se siente, que haga una media”, dice. “Y cuando diga me voy, ah, bueno, chao. Prendo un cigarro y me pongo a limpiar”.