Montañas y montañas de desperdicios por cuyas laderas trepan y descienden cientos de personas, como labradores salidos de alguna distopía. Al aire no le cabe ni un átomo más de podredumbre. A la tierra tampoco. Nada que alcances a ver, oler o tocar escapa a la podredumbre en un lugar como este. Si hay algo limpio aquí habría que buscarlo por fuerza en el corazón de esa gente que hurga en la basura, asediada por las moscas y por el calor y también, quizá, por la necesidad. Y yo creo que sí, que entre tanta inmundicia puede que algunos encuentren la manera de mantenerse limpios. Eso quiero creer.
Mientras estuve en la CUJAE, ¿cuántas veces miré hacia allá sin saber a ciencia cierta lo que estaba mirando? Demasiadas. A lo largo de cinco años. Y entonces, un día cualquiera, alguien me habla del vertedero de la calle 100, y ese día cualquiera me digo que tengo que ir. No tanto para confirmar lo que me han contado como por una especie de penitencia, como si viajando hacia esa cordillera plagada de gusanos me pudiera desintoxicar de lo que fuese que me tenía anestesiado, al punto de no ver esa mole de basura a un palmo de mi nariz.
Fui a la montaña, desde luego, y esto fue lo que vi.