Viernes 12 de octubre, 2 p.m., y Laureano Miranda me había pedido que visitara el rancho que levantó hace 16 años, en un terreno con yerbas nacientes que pican las gallinas de los vecinos. Laureano se desplaza despacio y habla temerosamente. Negro, flaco, 75 años. Yo estaba fumando cuando llegó y esperó a que acabara para acercarse.
Su rancho está torcido por el viento. Techo a dos aguas. La puerta, que no tiene seguridad, abre de un empujón y da paso a luces: la de sol que entra por agujeros en las paredes, entre tabla y tabla, y por las yaguas que faltan en el techo; la de un bombillo blanco que cuelga de un palo que atraviesa el rancho y del que también cuelgan unas camisas y un pantalón que son la única ropa de Laureano. Una cama ocupa dos tercios del rancho; el resto, pomos plásticos, una nganga –que fue, mientras vivió, del padre de Laureano–, lagartijas, moscas enfermas de lomos brillantes.
Como su padre, Laureano nació en esta parte de La Loma, un caserío a orillas de la carretera que conduce a Arroyos, Mantua, Pinar del Río, en una casita también de madera pero mejor compuesta, acogedora, que desguazó un ciclón, él no recuerda si el Isidoro, que pasó por Cuba con vientos de 140 km/h a fines de septiembre de 2002, o el Lili, que pasó días después, a comienzos de octubre, con vientos próximos a 180 km/h. En todo caso, Laureano recuerda que entonces estuvo dos semanas con sus padres en casa de un vecino, que regresó, vio la suya en el suelo, y levantó este rancho con las tablas que recogió. Vinieron del gobierno. Le repitieron las palabras mágicas: facilidad temporal.
“Yo lo que hago aquí es dormir. Yo como en casa de la hermana mía, y voy al baño allí y hago todo allí”. Laureano fue pescador por 45 años. Cobra 270 pesos de retiro. Desde que fallecieron sus padres, hace como cinco años, se la pasa aquí solo. A veces, dice, guataquea un patio o hace cualquier cosa. Le pagan 60 pesos por patio. La tarde del lunes 8 de octubre el huracán Michael le llevó el caballete que le aguantaba las yaguas al techo. Removió las paredes. Como Laureano no tiene ni radio se enteró de que había tormenta por su hermana, que también vive en una facilidad temporal a 50 metros. El lunes en la mañana se fueron a la misma casa de hace 16 años, que es de las pocas de placa que hay en derredor. Antes de salir, Laureano aseguró el caballete con alambre.
—¿Por qué no se muda con su hermana?
—Porque si ven que vivo en otro lado no me hacen casa.
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Después de Michael, la carretera que cruza Guane estuvo incomunicada, inundada por el río Cuyaguateje. Para llegar a Mantua los choferes tenían que desviarse por Martí, un pueblecito de Sandino. En la terminal de ómnibus de la ciudad los carros particulares habían triplicado los precios del pasaje y llegaban solamente a Isabel Rubio, Guane. La tarde del miércoles, rumbo a Mantua, subí a una guagua atestada de gentes en la que una mujer me dijo que tenía familiares en Arroyos, que por culpa del transporte no había podido ir hasta ahora a ver cómo estaban. En Mantua, el pueblo, el servicio eléctrico estuvo cortado desde el domingo. Se restableció el miércoles, intermitentemente. Cuando llegué había música en el parque principal y gente en la wifi, en la cafetería de las pizzas, en la que venden helados. Había pedazos de árboles en las aceras y unos cuantos techos derrumbados. Lloviznaba. En el hotel del pueblo me dijeron que no había hospedaje hasta que se normalizara la electricidad.
La mañana del jueves había tractores recogiendo troncos y una pipa de 4 000 litros repartiendo agua en el policlínico, en la escuela primaria, en el círculo infantil, porque había afectaciones en el acueducto de Antúnez, que abastece el municipio con el de La Manigua. En la panadería, que había funcionado con una planta eléctrica durante Michael, la gente compraba al por mayor, peleándose. Una mujer en la cola me dijo que el ciclón “nos cogió desprevenidos”. “La Defensa Civil no avisó nunca”, gritaron varios. “Mi casa no sirve. Primero escampa afuera que adentro”, continuó la mujer. “En 2002 me tocaba cemento, clavos, madera, de todo, porque mi casa se cayó completa. Y no vi nada. Y ahora tú verás que va a ser lo mismo”.
Nancy Camejo, 50 años, vive cerca del gobierno municipal, en un caserón roto de principios del siglo XX. Las cuatro columnas delanteras inclinadas hacia la calle. En el portal hay tejas en pedazos y un cartel que avisa, por favor, no se sienten en el muro, que hay peligro de derrumbe. Al lado hay una tienda en moneda nacional donde un camión descarga pollo en cajas. La gente espera. En la sala de Nancy, hay ropa tendida en una soga, un puntal (viga gigante de madera) del techo al suelo. Hay otros seis puntales: en los cuartos, el baño, la cocina. Los pusieron ahí cuando supieron que venía mal tiempo. Nancy, sus hijas y su nieto bebé fueron el lunes a casa de una prima. Hasta el martes. Se llevaron el refrigerador, el televisor, los muebles. Regresaron, encontraron la casa empantanada. Y aquí están, esperando a que se les caiga encima. A que alguien les dé algo. Dice Nancy que en el gobierno le dijeron que iban a venderle un poco de tablas y asbestocemento (tejas negras), a ver de qué manera se construye una facilidad temporal.
El policlínico Juan Bruno Zayas, con sus 27 consultorios, atiende a los más de 24 100 mantuanos. Antes de Michael, recibió una brigada quirúrgica de apoyo, cortesía de la Dirección Provincial de Salud. Durante Michael se mantuvieron las condiciones mínimas. Una ambulancia y carros a la espera. El lunes atendieron 18 casos, tres de ellos, urgencias: una fractura de tibia y peroné, trasladada al hospital provincial Abel Santamaría, y otras dos fracturas (clavícula y rodilla) solucionadas en el acto. Según los médicos, fueron provocadas por caídas. No hubo afectaciones constructivas severas en ninguno de esos centros de salud.
Al techo de la casa de Marta García le cayó un árbol. Desbarató las tejas del portal y unas cuantas de la sala. “Yo nunca había visto el cielo en el techo”, dice. Nancy vive frente al parque que tiene el monumento al soldado invasor. Me explica que cuando el Lili ya un árbol le había partido el techo y que desde entonces ha solicitado por todas las vías posibles que desmochen los árboles que rodean el parque. Pero nada. El miércoles por la tarde vino una brigada de forestales a quitar la mata del techo con una motosierra.
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Hasta las 6 p.m. del domingo 7 de octubre, Michael, según el Centro de Pronósticos del Instituto Cubano de Meteorología (Insmet), era una tormenta tropical sobre el mar Caribe, con vientos de 85 km/h, que andaba dando vueltas a unos 295 km del sur del Cabo de San Antonio. Se preveía que se convirtiera en huracán al sudeste del golfo de México.
A las 10:45 a.m. del 8 de octubre, cuando en Mantua no había servicio eléctrico, el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos informó que Michael se había convertido en huracán en el extremo occidental cubano, y que sus vientos habían ascendido a 120 km/h. El Insmet, en su Aviso de Ciclón Tropical no. 7, anunciaba lluvias fuertes e intensas, y vientos de hasta 100 km/h en Pinar del Río, Artemisa, La Habana, Mayabeque e Isla de la Juventud. El Aviso añadía que en la península de Guanahacabibes, en el extremo occidental pinareño, estos vientos alcanzarían rachas de huracán a partir del mediodía, con peligro para la navegación e inundaciones costeras de moderadas a fuertes en Artemisa y Pinar.
El día 8, en su Nota Informativa no. 2, el Estado Mayor Nacional de la Defensa Civil (EMNDC) decretó la Fase de Alerta Ciclónica, que se establece cuando se ha informado que un ciclón va a tocar Cuba –con tiempo suficiente para que el pueblo, las FAR, los organismos del Estado, etc., comiencen las labores de protección humana, animal, material, según corresponda–, para Pinar del Río e Isla de la Juventud. Artemisa, La Habana, Mayabeque y Matanzas continuaron en Fase Informativa.
Nunca se estableció la Fase de Alarma.
Fue rápido. En Mantua se esperaba algo leve y, por alguna razón, al gobierno no le dio tiempo a salir a advertir con altoparlantes, como se ha hecho siempre, que cuidado, familia, que Michael era un huracán. La gente se confió. Mientras llovía, bajo la ventolera, se vio a muchos vecinos salir corriendo de un lugar a otro cargando niños, muebles, aparatos electrodomésticos; se vio a vecinos amarrando techos con sogas, taponeando ventanas; pájaros incrustados en los postes; tejas y gajos volando.
Jennifer, la hija de Higinio Pita, salió corriendo con una sombrilla y se refugió en casa de una vecina cuando sintió el temblequeo en la suya. Diez minutos después, dice su padre, cayó una mata del patio contiguo que tumbó el techo y la pared trasera del cuarto de la niña. “Me daban ganas de llorar. Figúrate. Un nerviosismo. La casa de uno es como la madre de uno: lo que más uno quiere”. Ahora Higinio, su esposa y Jennifer están viviendo a media cuadra, donde un amigo que está en La Habana. Rompieron la puerta. Se metieron allí. “Hasta que Dios quiera”, dice Higinio, “figúrate. Aquí esperábamos un vientecito y mira lo que pasó”.
Dos barrios pobres lindan con el pueblo: La CPA y El Plan. Son, la mayoría, casuchitas amontonadas a ambos lados de un camino de tierra al que llaman Calle Invasión. Paradójicamente, salvo algún tablón suelto, no hubo pérdidas. Los vecinos se quejan solamente del precio de los sacos de carbón, que subió de 40 a 80 pesos.
El martes 9, el EMNDC estableció la Fase Recuperativa para Pinar del Río. El resto de las provincias occidentales volvieron a la normalidad. “Se reconoce la labor desplegada por los órganos de dirección a todos los niveles y la solidaridad mostrada por la población en el cumplimiento de las medidas orientadas durante la respuesta a este evento”, apuntaba la Nota Informativa no. 3.
El 10 de octubre la prensa nacional reportó la visita del presidente Miguel Díaz-Canel y del vicepresidente primero, Salvador Valdés Mesa, a la provincia. Les enunciaron cifras preliminares: las afectaciones en viviendas ascienden a 694, se perdieron 18 800 canteros de tabaco, los principales daños estuvieron en el sistema electroenergético y el abasto de agua… (El sábado 13, la cifra de viviendas afectadas va a crecer hasta 1 082, y la actividad tabacalera va a reportar “la pérdida de más de 30 000 canteros destinados a la obtención de posturas para asegurar las siembras”).
El 11 de octubre, unos 900 electricistas enmendaron las roturas y pusieron el servicio a gran parte del 91 % de pinareños que no lo tenían; 440 centros escolares reiniciaron las clases. Según datos oficiales, hasta ese día, de las 8 450 viviendas que componen Mantua había identificados 10 derrumbes totales, 36 parciales, 22 derrumbes totales de techo y 289 parciales de techo. Además había daños en 109 facilidades temporales del consejo popular Pepe Portilla. Al parecer, el 11 de octubre, todavía las autoridades locales no habían ido a Arroyos.
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“Nos enteramos de que había ciclón cuando ya estaba aquí arriba”, dice Juan Francisco Pérez, un vaquero a lo Clint Eastwood pero sin pistola. Tiene 108 reses a su cargo. Su finca es la primera de La Manigua. “Cuando empezaron a caer los palos dije: ‘Esto es otra cosa’, y empecé a subir cosas en la mesa, en el escaparate. El río llegó aquí cerca. Me llevó el baño –las casas de campo, por lo general, tienen el baño afuera–. La vaquería hay que hacerla nueva. Las reses me las tuve que llevar bajo el agua a una caseta del Estado, bastante lejos. No perdí ninguna. Ayer [miércoles] por la mañana traje las 17 que están para ordeño; ya hoy me las llevo, hasta que levante la vaquería con los palos que quedan de la otra”.
A La Manigua se llega caminando 10 kilómetros por tierra arcillosa, vadeando fangales formidables, o en las llamadas arañas: carricoches tirados por caballos. El río Mantua está a casi un kilómetro de la llanura. Cuando crece, desborda los arroyos que cruzan el camino y lo interrumpen. No hay forma de llegar a La Manigua.
“A mí no me llevó techo ni nada, pero el ciclón lo pasamos aquí, porque [los de la Defensa Civil] ya vinieron a sacarnos cuando lo que quedaba no era nada –Olga Lidia Calas, sus cuatro hijos, otra casa inclinada de madera–. Íbamos siete gentes en una carreta y la halaba un tractor. Nos tiramos un nailon por arriba porque estaba lloviendo”. A los niños les parece gracioso, una aventura o algo. Luis Manuel Apablosa y su esposa, los otros que iban en la carreta, se quedaron en casa de un hermano de Luis Manuel. Olga Lidia y sus hijos llegaron al preuniversitario Susana Ávila a las nueve de la noche. Estuvieron tres días en un albergue. Ellos fueron los únicos mantuanos evacuados en un centro estatal.
“Yo me metí debajo de la meseta porque mi esposo estaba para la vega sacando los animales. Yo aquí sola. La ropa tiene peste, pero bueno, se seca, las cosas de la cocina se secan, pero bueno, ¿y los colchones? –Goya en un rancho solitario–. El portal está roto porque aquí hace mucha fuerza el río. Se nos metió dos metros [de altura] en la casa. Y no vino nadie ni a decir nada. Ni había corriente. Lo último que oí fue el noticiero de las ocho [del domingo]”.
Cheo, el esposo de Goya, calcula haber perdido 4 000 o 5 000 cangres de yuca (40 000 o 50 000 yucas). Manuel Camejo cree haber perdido 4 000 o 5 000 cangres de yuca y 300 sacos de arroz. Alberto Lozada dice haber perdido un poco de tomate que tenía sembrado y 40 sacos de arroz…
En La Manigua todo el mundo cuenta que el hijo de Magdalena, de tres años, empezó con diarreas y con vómitos a las 5 p.m., en pleno ciclón. Llamaron por un móvil al policlínico. Hubo que sacarlo a caballo, en la borrasca, hasta donde acaba el camino arcilloso y empieza Mantua. Ahí lo montaron en la ambulancia.
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Paredes de ladrillos. Divisiones: aquí estaba la sala, aquí la cocina. Nada más. Sin puertas. Sin techo. Donde hubo un cuarto ahora hay una cama con colchón de paja y jirones de ropas, la carrocería de un ventilador que no funciona, la carrocería de un televisor que no funciona, una plancha de cinc puesta con cordeles que amortigua la lluvia, una ventana. Ahí vive Juan. Así. Desde 2002. Juan tiene 60 años y un infarto cerebral desde hace dos que le ha estropeado el habla. Cobra 200 pesos de peritaje médico porque no le han aprobado el retiro. Antes era arrocero. Cobraba menos de 300 pesos. Cada plancha de cinc ahora, en Arroyos, cuesta 450 pesos, sin tornillos.
Frente a Juan, donde había un granero, vive su hermana. Paredes de fibrocemento, el techo de madera a una altura una cabeza menor que Juan que le obliga a doblarse para estar dentro, una cama, un tanque con el agua que traen en cubetas desde el pozo del pueblo, una cocina de querosene. Ahí vivieron Juan y su hermana hasta enero de 2003, o sea, hasta que Juan pudo comprar la plancha de cinc y ponerla en el cuarto de la casa que era de sus padres, y mudarse. Ella trabaja escogiendo tabaco. No cobra mucho. Juan no sabe cuánto. Ella está al llegar, llega sobre las 4. A Juan le cuesta hablar y prefiere que esperemos a su hermana. Está contento, hasta donde puede, de que alguien haya venido a visitarlos.
Este ciclón le movió un poco el techo al granero. Lo pasaron encogidos. Con Laureano y la hermana de Laureano y casi toda la gente de La Loma. Se fue el ciclón. Acomodaron el techo. La Loma entera acomodó sus techos. El ciclón no pudo quitarles nada. Ningún ciclón puede quitarles más.
A las 2 p.m. del 12 de octubre, a la puerta del rancho de Laureano, le pregunté si le habían dicho algo de casa nueva y dijo: “Los del Partido de Mantua estuvieron aquí hace par de meses. Me dijeron que fuera para hacerme un subsidio”. Entonces se bajaron aquellos hombres de una motorina, me interceptaron y, mientras enseñaban credenciales de la Seguridad del Estado, mientras me conducían cortésmente hacia un largo proceso interrogatorio sobre las maneras independientes del periodismo, Laureano Miranda me miraba alejarme, y yo le hacía señas de no dejes de ir al Partido, tranquilo, Laureano, que tú verás que todo va a estar bien.
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