“¿Tú ves ese niño?”, me dice Idailenis, y señala a un chiquillo de seis años, vestido con un short, que corretea. “Él lleva, por lo menos, un cubo de agua”.
“¿Para bañarlo?”.
“Claro”.
En el patio, el aire mueve el humo del café que bebemos, el que sale de los tabacos que se fuman otros, y un tercer humo, lejos, que trae hollín de basura quemada. Estamos en taburetes, bajo un árbol. Idailenis tiene un bebé sobre las piernas, Jonathan, de diez meses, con culero y pulóver; ella, licra, chancletas, blusa a rayas con tirantes, huesos en los cachetes, pelo rojo, cejas rojas, rezagos de tinte en la frente, rojo. A pesar de los árboles y el cielo, hay demasiado rojo. En todas partes. Cuando uno sale de la carretera, adivina que aquel cartel metálico dice “Bienvenido. Batey La Esperanza” y baja al camino, empieza a salir rojo: en la tierra, en las botas, en la piel de la gente, en los sembrados, en las ruedas de los coches de caballos, en los portales, en las flores, en la ropa, en los sacos, en los cubos, en las tejas, en las tablas que hacen las paredes, en el cinc de las puertas de los patios, en los tanques.
Idailenis tiene 25 años. Conversa conmigo aunque está reacia porque hace tiempo, dice, vinieron trabajadores sociales, la entrevistaron, y ella les dijo que tenía tres hijos, dos divorcios, noveno grado, ningún sueldo estable. Ellos dijeron que iban a ayudarla. Entonces, Jonathan no había nacido, y Roilandy, el chiquillo de seis años, tenía tres. Pero nunca volvieron. Ella llama a Roilandy, me señala el churre en sus calcañales. “¿Ves lo que te digo?”, dice.
“¿Un cubo de agua es mucha agua?”.
“Claro”.
***
El Mamey, que es donde vive Idailenis, eran naves del antiguo Ministerio del Azúcar (Minaz), donde dormían los movilizados de la zafra. Mucha de esa gente, en algún momento, se asentó allí y, como son colindantes, El Mamey pasó a ser una especie de ampliación de La Esperanza, un batey a la orilla de la carretera Circuito Sur, cinco kilómetros después de Los Palos, el último pueblo de Mayabeque, y cuatro kilómetros antes de Cabezas, el primero de Matanzas. La Esperanza (196 casas, 644 habitantes) pertenece a Los Palos. El Mamey (20 casas, 60 habitantes) flota, mientras el grupo empresarial Azcuba, que remplazó al Minaz en 2011, y Mayabeque deciden quién lo asume.
Para construir sobre La Esperanza existen dos maneras: el Estado cede el terreno a través de Vivienda o lo vende. Pero El Mamey es un limbo. Hay mucha gente que vive en las naves y gente que ha levantado casas con tablas, o casas de mampostería. En lo que va de 2018 creció en tres casas para 11 inmigrantes, aunque el CDR sigue siendo uno, el # 5, Julio Antonio Mella; aunque ninguna casa tiene número y la dirección de los vecinos dice, simplemente, El Mamey. Dairis, la presidenta del CDR, cuenta que de vez en cuando llega gente pidiendo trabajo a los campesinos, construyen, se quedan; si no construyen, o mientras construyen, se meten en las naves. De vez en cuando, una familia recoge y se marcha. Casi siempre, familias que habían pasado años en las naves, sin poder construir.
Si llueve poco, los caminos de tierra apisonada, sin cuneta ni asfalto, se complican. Si llueve mucho, se desborda el río Santa Bárbara, que está a más de un kilómetro, y los inunda.
Por la carretera pasa una guagua Diana a las siete de la mañana, cuando sale de La Lima para Güines, y regresa a las siete de la noche. Todos los días. El resto del día, aparecen taxis que vienen de Cabezas y cobran cinco pesos hasta Los Palos. Si ocurre alguna urgencia por la noche, hay que buscar los carros de guardia, dos carros estatales y dos particulares que funcionan con combustible del gobierno municipal y que no cobran nada, pero tienen una misión estricta: llegar al policlínico de Los Palos y regresar.
Abajo, en La Esperanza, hay un consultorio médico que abre de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. Odalys, la doctora, viene todos los días desde Cabezas. Descansa los domingos. La enfermera, Otilia, está disponible 24/7, porque vive en el barrio. El consultorio tiene un botiquín: dipirona, furosemida, hidrocortisona, todo inyectable. La farmacia más próxima está llegando a Los Palos, en el Central Manuel Isla. Hace un año, no había balón de oxígeno. Ahora hay uno, porque Ivette Ramos, la delegada, lo gestionó, aunque casi nunca encuentra transporte para ir a rellenarlo al policlínico. Si ocurre alguna urgencia por el día, Otilia acude a uno de los dos teléfonos fijos del batey, o al teléfono público, y llama a la Central de Ambulancias de Nueva Paz, pero la Central tiene solo dos carros, así que casi siempre las urgencias llegan a Los Palos en taxi.
En La Esperanza hay una escuela con dos aulas: primero-segundo y tercero-cuarto. Pero tercero-cuarto no tiene maestros, así que esos niños, con los de quinto y sexto, salen por las mañanas en un coche tirado por caballos, que les cobra dos pesos hasta el Central: la escuela Manuel Isla tiene maestros primarios suficientes. La secundaria se cursa en Los Palos. Por las tardes, la masa de estudiantes regresa como puede.
En La Esperanza hay una bodega donde les venden la canasta básica, el pan, que siempre llega por la tarde, en un camión que viene de Los Palos, y algún producto extra (arroz, azúcar). Hay un quiosco para el pollo y los cárnicos normados. Ahí mismo venden ron, café, tabaco, cigarros Criollos, Titanes, Aromas, panes con pasta, panes con croquetas, y ahí mismo, en el suelo, junto a la puerta, se pasan el día los vagos y los borrachos del pueblo, que, según el Diagnóstico de Salud, en 2017 eran 62. “De todas maneras”, dice Dairis, “aquí siempre hay comida. Tú vas a los campesinos, les pides un cangre de yuca y te lo venden”. Pero los 80 obreros agrícolas que suman El Mamey y La Esperanza solo siembran maní, tomate, yuca y maíz. El resto “hay que conseguirlo como se pueda”.
Cuando oscurece, las únicas luces son las de los portales porque en El Mamey no hay postes; en La Esperanza hay dos y nunca sirven. La carretera es oscura. Algunas casas tienen bombillos grandes en los aleros que alumbran hacia afuera. Se ve poco. A los dos pueblos, el servicio eléctrico les llega por las vías oficiales. El agua no. El agua es un problema. Como no hay agua, hace ya dos años que Idailenis no paga el CDR.
***
Del otro lado de la carretera hay un campo de caña recién nacida. Detrás de las dos últimas casitas de La Esperanza, camino a Cabezas, hay un campo de caña recién nacida. El trillo que lleva a El Mamey atraviesa un campo de caña recién nacida. En el mapa, hay más de 30 iconos de caña en dos kilómetros a la redonda.
La tarde que llegamos a El Mamey por primera vez había mucho silencio. Perros, cerdos, gallinas y caballos. En un jardín, había ropa tendida. La casa hecha con piedras desnudas, sin repellar: algunas piedras blancas; las más cercanas al suelo, corroídas por la humedad; las más cercanas al techo, grises; techo de tejas; una ventana en medio de la pared. “Buenas tardes”, gritamos. “Buenas tardes”, nos gritó una mujer desde el fondo del pasillo contiguo, separado de aquella casa por una hilera de cactus. Se acercó: piel rojiza, chancletas, bata blanca. Le dijimos que éramos periodistas. Respondió que qué raro que hubiera periodistas esa tarde, exactamente esa, porque antes, en la mañana, había habido problemas con “el jefe de todos los CDR”; dijo que nananina, que no hablaba, que los periodistas son chivatones, y entonces le expliqué que no, que mira, que el trabajo que estábamos haciendo…, y diez minutos más tarde había también otra mujer, un hombre y un tercero que vino, saludó y fue a acostarse en el portal, como en las películas: brazos cruzados, sombrero en la cara. Frente a nosotros, una segunda nave a medio caer.
“Lo que pasa es que, mira, aquí hace tiempo que nadie paga el CDR, porque no hay agua, y si aquí no hay agua, ¿cómo vamos a pagar el CDR?”.
Destaparon dos tanques oxidados, grandes, con dos dedos de agua en el fondo. Les pregunté cómo habían lavado los de la casa de al lado.
“Porque, mira, la gente va al batey con par de pomos a ver si alguien se los quiere llenar”.
Del otro lado de la carretera, 60 metros al interior del campo de caña recién nacida, hay una turbina. Esa turbina extrae agua de la cuenca subterránea Melena-Nueva Paz (HS– 5): alimenta la caña y abastece el batey. Esa turbina es propiedad de Azcuba. Esa turbina bombea 32 000 litros/ hora, durante cinco horas cada día, hacia un tanque en La Esperanza que funciona como un pequeño sistema de acueductos: almacena el agua y la distribuye mediante tuberías. El problema para el batey es que lo hace sin orden, porque cada persona está conectada al tanque como puede. El problema para El Mamey es que esa turbina no es suficientemente poderosa como para llevar agua hasta allí.
Ellos no lo entienden. Tampoco ha venido alguien a explicarlo. La segunda en llegar, 50 años, pelo rizo, espejuelos, dice que están cansados de mandar cartas a los periódicos, de ir a ver a Fulano el del Partido, a Zutano el del Gobierno; que lo único que piden es que extiendan la tubería. Le respondo poco. En realidad, mientras hablo con ella, la única idea que tengo de cómo funciona una red hidráulica es que hay que abrir la llavecita plástica del tanque de mi casa cuando se va el agua en el edificio, y que, cuando la abro, el agua del tanque sale por las llaves. Le pregunto cómo les llega el agua. La mujer que había dicho que no hablaba, persigue con la mirada cada movimiento de Marcos, de la cámara de Marcos; le dice a la otra mujer que no siga, que veamos a Dairis, que ella sabe.
Dairis es la suegra de Idailenis. Su casa (mampostería, dos cuartos) está frente a la casa con la ropa tendida. Idailenis, que es una niña grande, anda corriendo detrás de Roilandy. Dairis, trigueña, 48 años, está haciendo un flan. Dice que es presidenta del CDR desde hace ocho años, que lo asumió en un momento en que nadie quiso asumir y lo siguió asumiendo porque nadie ha querido relevarla. Hace dos años empezó el problema. Los vecinos dijeron que no iban a pagar más CDR y ella, que trabaja como custodio y cobra 330 pesos, pagó los tres pesos/año de 2016 de cada vecino; perdió el dinero. Por eso esta mañana, cuando vino Lorenzo, el coordinador de los CDR de Nueva Paz, y le exigió el dinero de 2017, ella le dijo que no iba a fajarse con nadie, que fuera él personalmente. Los vecinos dijeron lo del agua. Lorenzo dijo que el agua no tiene que ver con los CDR, dijo no sé qué cosa de Martí y no sé qué cosa de Mariana Grajales y Odalys le gritó que si querían que ella fuera hija de Mariana, que no la tuvieran como un gorgojo pasando sed. Resistencia pacífica.
“Ahora mismo, mira, sin ir más lejos, hace diez días que estamos en seco”.
***
Antes de convertirse en asentamiento, El Mamey tenía un pozo que, con una turbina sumergible, bombeaba agua hacia un tanque colector que abastecía las naves mediante tuberías. Ahora el tanque es una ruina de hierro formidable, rodeada de árboles. El brocal tiene grietas. El pozo está cerrado. Dicen que por contaminación. Hay dos versiones: fue una avioneta de fumigación o fue el agua enfangada que trae la lluvia. El pozo, sin embargo, no aparece en el registro de pozos de la Empresa Aguas de Mayabeque (EEAM). Según este, en la provincia hay 157 pozos, 15 de ellos, en Nueva Paz, que es el municipio que contiene a Los Palos. Los pozos clausurados son 12, pero todos por roturas, entre ellos el del Central Manuel Isla, por problemas mecánicos. Esta rotura afecta a 721 personas. Las 12 roturas, juntas, a más de 13 500.
Hace seis años, en El Mamey abrieron otro pozo. Dice Dairis que entre los vecinos le hicieron almuerzo al grupo de hombres que vino con las máquinas. Uno de ellos, en algún momento mientras comía, les dijo que el pozo era para el caserío. Pero se terminó, y no lo activaron. “Hace unos meses”, dicen los vecinos, “supimos que es reserva de las FAR”.
Así que el agua –desde no saben hace ya qué tiempo, porque Dairis vino de Pinar del Río hace 18 años y Odalys, la hija de Mariana, llegó de Las Tunas hace 24, y desde entonces es el mismo sistema– les llega en pipas.
Cuando llegó Odalys, era un tonel grande con dos ruedas halado por un tractor, que repartía un día y otro no. Después, el tractor pasó a ser un camión-pipa que entraba cada tres o cuatro días. Después, martes y jueves. Ahora, a veces.
En Mayabeque, 5 065 personas reciben agua por pipas de forma permanente: Madruga: 2 300; Bejucal: 1 118; Güines: 607; Quivicán: 550; Melena del Sur: 299; Batabanó: 135; Playa Mayabeque: 55; y un viejito que no quiere mudarse de un lugar muy intrincado en Estilita, Melena del Sur, al que le llevan agua una vez a la semana. Para ofrecer el servicio, hay siete camiones cisterna en la provincia, distribuidos en seis UEB. San José, Santa Cruz, Madruga, Quivicán y Nueva Paz, tienen, respectivamente, uno; Bejucal, dos. Aguas de Mayabeque tiene otros dos carros como reserva, para asistir en caso de roturas.
En cualquier cabecera municipal una avería afecta, como promedio, a 10 000 personas. Si ocurre, y los dos carros de reserva no cubren la demanda, se solicita apoyo a otros territorios que, si apoyan, desestabilizan su servicio interno. A principios de mayo, por ejemplo, se reportó una avería en la bomba que abastece a San Antonio de Río Blanco, un pueblo de Jaruco. El agua comenzó a salir rojiza. La Empresa profundizó en el problema. Intentó corregirlo. Para hacerlo, interrumpió el abasto mediante redes, accionó la reserva, y hubo piperos que hicieron negocio: llenaban todas las cisternas, tanques, cubos y jarros que hubiera en una casa por 10 CUC.
En El Mamey es distinto. “¿Pagar el agua? ¿Aquí? ¡No, mijo, no!”.
La pipa de Nueva Paz, de 10 000 litros, Kamaz, cabina roja, llega a El Mamey desde hace un año y medio por un contrato entre la UEB y el gobierno del municipio. Antes, llegaba un carro de Azcuba. Los vecinos no notaron el cambio. El costo de que el agua llegue a El Mamey, que sufraga el gobierno, es el producto entre los metros cúbicos que transporta la pipa y la cantidad de kilómetros que recorre desde el punto de abasto. Suponiendo que la pipa recorra Nueva Paz, de cabo a rabo, completamente llena, el costo asciende a 5 220 pesos: 208 CUC/cada viaje. Esa pipa abastece también a Castellano, Capitolio y Lote Seco, en la provincia, y a Roca Azul, un barrio de Cabezas. Pero tiene el motor medio quemado, la cabina hecha añicos; está activa, pero nunca ha pasado el somatón.
Lo establecido es que esa pipa reparta, a diario, 50 litros de agua por persona (dos cubetas y un poco). Lo que hace: repartir, cuando puede, lo que pueda llenar la gente.
Odalys tiene un tanque grande, azul, de 208 litros, para ella y su esposo. Dairis tiene cuatro, de 100 litros, para ella, su esposo, su hijo, Idailenis y Jonathan. Roilandy vive enfrente, en la casa con la ropa tendida, que es la casa de la madre de Idailenis, con sus hermanos: Rosalba, ocho años, y Emmanuel, tres.
La tarde que llegamos a El Mamey por segunda vez había mucho silencio. Perros, cerdos, gallinas y caballos. Las tardes se repiten. Idailenis, que es una niña grande, andaba corriendo detrás de Roilandy. Dairis estaba cosiendo a máquina. El hijo y el esposo de Dairis siempre están en el campo. Esa tarde, había ropa tendida en los jardines, ya yo tenía nociones de cómo funciona una red hidráulica, y traíamos el mapa de un proyecto del que ningún vecino tenía idea, a ejecutar en 2019, que nos habían facilitado en la EEAM:
La presente inversión, denominada “Perforación de Pozo de Abasto. Asentamiento La Esperanza”, solicitada por la UEB San José Servicios Ingenieros, se realiza con el objetivo de perforar un pozo que será utilizado como fuente de abasto para servir, a partir de una red complementaria de tuberías a construir, al asentamiento referido y otras áreas pobladas aledañas en el territorio, actualmente abastecidas por pipas.
La inversión es compatible con el Plan de Ordenamiento Territorial y Urbano e incluye la perforación de un pozo para abasto de agua con un diámetro de 0.40 m y una profundidad aproximada de 70.0 m, encamisado hasta una profundidad de 50.0 m (lisa de 10.0 m y ranurada de 40.0 m).
La zona seleccionada se localiza en el asentamiento La Esperanza, en la cuenca HS-5, con cota aproximada de 47.0 m sobre el nivel del mar, previéndose un caudal de explotación de 10.0 litros/segundo.
“Así que un pozo”, me dijo Idailenis. “Un pozo”, dije. Levantó una ceja. Dijo que no les iba a hacer almuerzo a los hombres que vinieran con las máquinas, no vaya a ser que fueran de las FAR.