Icono del sitio Periodismo de Barrio

Se van los seres

I

Los pobres tienen que orinar afuera porque el baño fue el único pedazo de casa que les quedó bajo techo. Sobre el retrete, pusieron una tabla rectangular que, por las cuatro esquinas, se aguanta sobre cubos bocabajo, y el baño, que no tiene más espacio que el que ocupa la tabla, se convirtió en la cama donde descansa el niño, que es inválido, que mira atentamente hacia no se sabe qué y que, cuando ríe, hace que Maribel corra a sentarse en el colchón y empiece a acariciarlo, a decirle “Niñito, ¿tú me quieres?”, aunque sabe que el niño está en su limbo y ni la conoce ni sabe qué es risa ni va decirle que la quiere.

El niño es un cuerpo en calzoncillos. Lleva dos días metido en la cama. Maribel puso un fogón en el suelo y ahí, con una llama que se alimenta con alcohol, cocina un poco del arroz y los frijoles que les quedan. Hay pollo y carne en el congelador, pero no hay luz eléctrica en el pueblo ni, al parecer, en toda la provincia, y Maribel teme que la carne mala pueda enfermar al niño. Así que le cocina un par de huevos. Cuando están listos, los sirve en un plato, se sienta en el colchón y le hace llegar la cuchara a la boca mientras está tumbado sobre un hombro, porque el niño es demasiado pesado e hipotónico, y mantenerlo sentado requiere de un hombre sosteniéndolo.

No es que no haya hombres en la casa. Es que los dos que hay, Hugo y Alfredo, llevan el día entero tratando de armar la casa contigua, donde vivían el niño, su madre y su padrastro, y que acabó en el suelo después de que el ciclón la zarandease. Antes, tenía un cuarto, un baño, una cocina y un patio extenso sembrado con flores por el que andaban tres gallinas que ponían, cada una, un huevo diario: el desayuno, el almuerzo y la cena. También había un corral con un cerdo de casi 200 libras que la madre del niño alimentaba desde hacía meses con palmiche y sobras para, cuando llegara a las 300, venderlo en 6 000 pesos, que son más o menos 250 dólares, lo que cuesta en la tienda del pueblo un televisor a color de los antiguos.

La mañana de anteayer, cuando el ciclón ya se había marchado y tan solo quedaban la llovizna y el viento y la tristeza, la casa estaba inclinada hacia adelante. Pero ya ayer las vigas se partieron y el techo entero se desplomó.

Ahora no hay gallinas ni flores en el patio y, mientras la madre y el padrastro del niño escarban con desespero, tratando de salvar algún adorno, algún pantalón o lo que quede vivo bajo las tablas; mientras Hugo y Alfredo zafan los clavos buenos y los guardan, o buscan tablas que puedan servirles para hacer nuevamente las paredes, el niño abre la boca, Maribel no para de hablarle, y el cerdo está amarrado en la sala, a pocos metros del fogón.

II

Hace 32 años, pocos días después del ciclón Kate, les habían vendido cinco tejas a 250 pesos cada una porque la afectación, según los cálculos de los que vinieron a hacer los cálculos, había sido parcial. En realidad, necesitaban ocho. Pero el monto de tejas que el Gobierno pudo asignar a todo el municipio quedó mínimamente por debajo de las necesidades reales, así que Hugo enchufó aquellas cinco de manera que rellenaran el espacio de ocho, y también puso trozos de maderas y de cartones en los agujeros entre una teja y otra, o entre aquellos listones de fibrocemento de tres metros de largo por uno de ancho que le habían costado, cada uno, su salario mensual.

También les habían vendido dos vigas a 80 pesos la viga y con ellas, y con las buenas que quedaron, Hugo sostuvo el techo. Las paredes, por suerte, solo se habían tambaleado un poco, y las dos o tres tablas que volaron Hugo las pudo reemplazar por otras que consiguió en medio de la debacle del día después, cuando, ya se sabe, todo el mundo se lanza a buscar tablas o casi cualquier cosa que haya volado de las casas vecinas.

Pero eso fue en noviembre de 1985, cuando a Hugo le alegraba no haber sido uno de los cuatro muertos que habían mencionado en la radio, en los reportes, y le consolaba que los que vinieron a hacer los cálculos le hubieran dicho que no pasaba nada, que ocho tejas es una bobería, que el Kate, con sus vientos de 200 km/h, había tumbado 5 000 casas completas en Cuba y que la de él nada más que era una de las 60 000 que habían sido “parcialmente dañadas”.

Cuando aquello, Hugo tenía 37 años y pasaba las noches en un bote cogiendo peces, y pasaba los días en la escuela del pueblo, explicándoles a los niños cómo funcionan los peces, las aves, la vida en general. Dormía poco, y hacía menos de un año que había puesto en orden los papeles de aquella casa que antes había sido de sus padres, al costado de una de las lomas de Punta Alegre, un pueblito pesquero en Ciego de Ávila, de donde es Hugo, donde ha nacido toda su familia.

Pero Hugo ya no tiene ni esperanza porque, desde su puerta, lo único que ve son los escombros donde solía ver medio kilómetro de techos grises tapando las arterias asfaltadas del pueblo; porque el día después del Kate habían pasado a verle algunos policías, algún jefe zonal, pero ya hace dos días que el ciclón Irma le dejó la casa sin techo, excepto el baño; acabó con la casa de su sobrino, el padrastro del niño, y nadie ha venido a preguntarles nada.

Después del Kate, incluso, veía techos grises y no escombros. No tantos. Pero cuando aquello, mijo, Maribel era linda como una conductora de televisión y no esta mujer hosca de 66 años que no se calla, de cara huesuda y ojeras ovaladas, con saetas de pelo amarillo entre las canas.

Y cuando aquello, mijo, llevábamos tres años de casados, Maribel tenía dientes y el pelo le caía hasta la mitad de la espalda mientras apaciguaba a los dos niños (el suyo y el sobrino), y yo ponía el techo por las tardes, y me cogía la noche, y el ruido del martillo tenía a toda la cuadra despierta.

III

El 8 de septiembre de 2017, Cuba estaba completamente alerta. El huracán Irma, que se había formado como ciclón tropical el 30 de agosto, y que rumbo al Caribe había alcanzado categoría 5 en la escala Saffir-Simpson, había dejado cientos de viviendas destruidas en Haití y en República Dominicana, inundaciones soberbias, árboles en medio de las vías. Antes, en Puerto Rico, había dejado por lo menos tres muertos, más de un millón de personas a oscuras por daños en los sistemas eléctricos, y otras 200 000 sin agua en las llaves. Entre los tres países, había más de 50 000 refugiados. Eso, según los reportes parciales.

La radio y la televisión cubanas transmitían programas especiales las 24 horas. El Estado Mayor Nacional de la Defensa Civil, entidad encargada de la seguridad ciudadana en la Isla en tiempos de desastres, había dicho en su “Nota informativa número 3”, emitida ese día, que Irma mantenía rumbo oeste noroeste, que había incrementado su velocidad de traslación a 28 km/h, y que “a las seis de la mañana de hoy su posición fue localizada a 310 kilómetros al estesudeste de las islas Turcas y Caicos”, al norte de Haití. La “Nota”, además, establecía la Fase de Alarma para las provincias Guantánamo, Santiago de Cuba, Granma, Holguín, Las Tunas, Camagüey y Ciego de Ávila.

En Punta Alegre, desde el día 7, más de 2 000 de sus 7 665 habitantes estaban evacuados en casas de vecinos, y otros 675 en albergues: las dos escuelas del pueblo, el policlínico, un almacén. Según Juan Carlos Balmaseda, el presidente de la Zona de Defensa local, se había priorizado “la evacuación de las 198 viviendas de la zona litoral, que es la más vulnerable”. También se habían vendido al por mayor panes, dulces y galletas, a precios bajos. Había una ambulancia lista para pasar la noche andando, y en todos los albergues había un médico, una enfermera, medicinas básicas (dipirona, aspirina), un balón de oxígeno, agua potable, uno o dos cocineros…

Alfredo, el hijo de Hugo, se había echado el niño a los hombros y lo había llevado por el trillo angosto desde la loma en que viven hasta la calle asfaltada (unos cien metros), luego lo había llevado a casa de Elsa, una vecina, “que tiene el techo bueno y paredes de ladrillos”. Allí había más de 30 personas. Todas del barrio. Además, había muebles, televisores, refrigeradores. Quedaba poco espacio sin ocupar. Raúl, el padrastro del niño, había trasladado hasta allí su refrigerador y el de Maribel: los únicos electrodomésticos de la familia. También había intentado trasladar al cerdo, pero Elsa le rogó que no lo hiciera, así que lo amarró en la sala de Hugo.

A las seis de la tarde del día 8, mientras oscurecía, se escuchaba el ruido hueco del viento entre los techos, el niño estaba inerte en una cama del único cuarto de la casa de Elsa, y Maribel tenía entre las manos un radio a pilas que repetía la necesidad de mantenerse alertas, de cumplir las orientaciones dadas por la Defensa Civil. El resto de los vecinos se agolpaba en las butacas, encima de la mesa, en cualquier espacio libre de la sala, escuchaban la radio y hablaban poco y rápido por los móviles, los mantenían en modo de ahorro de energía, porque en casa de Elsa no hay teléfono fijo (en Punta Alegre hay muy pocos teléfonos fijos), la comunicación, en estos casos, es más imprescindible de lo usual y la luz eléctrica estaba cortada desde el día anterior.

A las 8:30 empezó a llover feo, era noche cerrada y no circulaba un alma por las calles. A veces, se escuchaba la camionetica de Juan Carlos Balmaseda, que iba de acá para allá, nerviosamente, revisándolo todo.

En la escuela secundaria, a cuatro cuadras de la casa de Elsa, había casi 70 evacuados y una barra de madera clavada en la puerta principal. Los evacuados habían comido arroz y jamonada en bandejas plásticas, pero los niños habían bebido un vaso con leche y los adultos no. La escuela secundaria estaba alumbrada gracias a un grupo electrógeno. Era uno de los pocos locales encendidos en el pueblo. Yandy, el hombre que me había ofrecido pasar la noche en su casa, a dos casas de la escuela, con 10 personas más, había pasado furtivamente un cable desde el grupo electrógeno hasta su cuarto, y veía las noticias en la televisión. Llovía fortísimo. La madre de Yandy preparó tamales y comimos bien. En la casa de Elsa, cada vecino había aportado algo, e hicieron una caldosa que Maribel no probó, porque lloraba, pensaba en que su casa estaba débil y podía derrumbarse; también pensaba en la casa del niño…

IV

El niño tiene 25 años. Su madre, Mayelín, es de Florencia, un municipio al norte de Ciego de Ávila. Allí, en los carnavales de diciembre de 2015, conoció a Raúl: fuerte, mulato, lindo, de 27 años. Ella tenía 43 y a aquel hijo sin padre que no podía valerse por sí mismo, porque un trauma que le ocasionó el fórceps, al nacer, había desembocado en una parálisis cerebral severa.

Raúl nunca tuvo padres. Lo criaron Hugo y Maribel. Por eso, él y Mayelín vendieron en Florencia y fueron a vivir a Punta Alegre. La casa les costó 20 000 pesos.

Cuando la conocí, Mayelín me pareció demasiado blanca y pensé que esa podía ser la causa de las grietas que tiene en la cara, en el cuello, en las manos. Tenía botas altas de goma, el pelo rubio, la blusa hecha un nudo a la altura del ombligo. Llovía y ella estaba encaramada en el guano que era el techo de su casa, escarbando. Cuarenta minutos antes, yo recorría los restos del pueblo viendo el desastre y Hugo me había visto, me preguntó si yo era el periodista y me llevó hasta el baño donde el niño miraba hacia la nada donde estábamos. Maribel siguió haciendo la comida, combada sobre el fogón en el suelo, murmurando. Hugo me enseñó el resto de la casa: piso de tierra húmedo, paredes de tablas húmedas, dos sillas húmedas, una cama cubierta por un nailon donde, me dijo, habían dormido todos menos el niño y Maribel.

—Antenoche volvimos pa’ aquí –dijo–. Le preparamos al niño ahí en el baño pa’ que… Bueno, pa’ que… Porque no vamos a estar todo el tiempo en casa de la vecina, molestando.

Después, me llevó a la casa contigua. Entonces, por supuesto, no sabíamos que Irma había derrumbado totalmente 778 viviendas de las 2 309 que conforman el pueblo; no sabíamos que había otras 245 a medio derrumbar y, mucho menos, que en todo el país Irma había dejado 158 554 viviendas afectadas. Incluso los periodistas obtienen esas cifras varios meses después. Así que ni Hugo ni yo sabíamos que esa tarde, por culpa del ciclón, había 10 cubanos muertos, pero comenzamos a sospecharlo cuando Yandy llegó con la noticia de que había uno en Bolivia, un municipio cercano a Punta Alegre. Al parecer, el hombre no había querido que lo evacuaran. La casa entera se le cayó encima.

Entonces Hugo, que es muy religioso, hijo de Oshún, la diosa yoruba de los ríos, tuvo un ataque de esperanza y dijo que había que dar gracias por la vida, y una hora después estábamos todos en la sala de Hugo, sentados alrededor de una vela encendida que habían colocado en la mesa, con una especie de cúpula que la protegía de los goterones de lluvia que caían sobre nosotros, en todas partes. También había flores, un crucifijo dentro de una copa y una palangana con agua en la que cada uno de nosotros metió las manos para bendecirse. El niño nos miraba fijamente. Maribel, Hugo, Alfredo, Mayelín, Raúl y Yandy coreaban cánticos en lengua africana. A veces, no cantaban, y Hugo decía cosas como “luz y progreso” o “gracias a Dios”. El niño seguía mirándonos. Había viento y caía la noche. Casi una hora después, Hugo dijo que había que despedir a los espíritus. Se levantó y, con las manos alzadas, mientras la lluvia le caía encima, dijo: “Al salir de aquí, que cada uno de nosotros se sienta fortificado en las prácticas del bien y del amor al prójimo”. Cantó:

Se van los seres, se van los seres,

se van los seres a otra mansión.

Gracias le damos, gracias le damos,

gracias le damos al Divino Señor.

“Se van los seres”, coreamos todos, y yo pensé que dejaban la lluvia, el fogón en el suelo, las paredes de madera en el suelo.

Se van los seres.

Nos dejan el cerdo, el techo del baño, los ojos del niño.

Se van los seres.

Continuamos solos.

Se van los seres, cantamos.

Se van.

Salir de la versión móvil