Los vecinos más desesperados de Merced 212 dicen que en Habana Vieja las cosas solo se resuelven de una manera y que esa manera es el escándalo. Más cuando se trata de viviendas y hay que resolverlas con urgencia. Saben que si algo no soporta el gobierno es que la gente saque el perro muerto de su casa. Que los problemas se vuelvan públicos. Fue por eso que el lunes 11 de septiembre decidieron sacar a la calle butacas, sillones, un banco; lo que estimaron suficiente para hacerse notar y recordar a las autoridades que aquí, en un edificio declarado inhabitable, seguían habitando 16 familias: 44 personas, 11 menores de edad, 3 embarazadas.
El día anterior, que era el día después del huracán Irma, al revisar el inmueble, habían descubierto que lo peor había empeorado. Las grietas que ya estaban se habían agrandado y otras habían aparecido. Irma apenas había rozado La Habana al salir de Cuba rumbo a La Florida. El ojo pasó a unos 140 kilómetros. Pero La Habana, en especial esas hermanas caídas en desgracia que son Habana Vieja y Centro Habana, solo necesitan que las roce un huracán para estremecerse desde los mismísimos cimientos y, en ocasiones, colapsar.
Merced 212 no colapsó con Irma. Se estremeció, pero no colapsó. Tuvo dos derrumbes parciales: unos cuantos ladrillos que se desprendieron y algunos trozos de balcón. Nada alarmante. Lo usual con las tempestades más ordinarias, así que es un buen resultado para un huracán.
El problema, aseguran sus habitantes, son las grietas que permiten a los ojos mirar del otro lado. Las grietas en los muros de carga, en la azotea, en los techos de las viviendas.
A solicitud de Olga Fresneda, vecina del tercer y último piso, un arquitecto de la Dirección Municipal de Vivienda acudió a examinarlo en la mañana del 11 de septiembre y confirmó el agravamiento del caso. En una hoja de papel escribió y firmó una “Notificación de Peligro”, en la que advirtió que se evidenciaban “afectaciones hacia el muro perimetral ya en desplazamiento activo y existencia de agrietamiento” y recomendó trasladar a albergues o viviendas a los residentes de la última planta.
El dictamen técnico oficial, que lleva cuño y sello, quedó en confeccionarlo en los próximos días. Los vecinos, tres semanas después de su visita, no han vuelto a tener noticias suyas.
Después de Irma, Yuliet Miranda, la hija de Olga de 16 años que tiene 36 semanas de embarazo, no ha vuelto a subir al cuarto que su esposo y ella recién terminaron de reparar con motivo de la niña que va a nacer. Repellaron paredes y techos. Taparon sus grietas. Pintaron de azul, blanco y rosado.
Claro que sabían que el edificio estaba declarado inhabitable y que el último piso era el peor de todos. El edificio está en mal estado desde hace 50 temporadas ciclónicas. Pero la gente de aquí lleva demasiado tiempo haciendo lo mismo: preparando derretidos de cemento y arena, atravesando vigas, colocando parches, tumbando pedazos podridos, pintando y volviendo a pintar. Y eso, vivir en pugna con el deterioro y el clima, es lo normal.
Sus habitantes, en algún punto, determinaron no esperar a salir de lo inhabitable para comenzar a vivir sus vidas; sobre todo, porque nadie nunca ha sabido, como tampoco nadie lo sabía antes de Irma, ni nadie lo sabe ahora, cuánto tiempo hay que esperar.
—No es que seamos conformistas –dice Olga, la madre de Yuliet–, nosotros nos hemos movido, pero nunca nos han hecho caso, o nos han dado respuestas negativas: no se puede hacer nada, no tenemos, no hay. Y una no tiene para dónde irse.
También, en algún otro punto, pudieron haber dejado de creer que saldrían de lo malo y que esto era todo, su suerte, su cruz, lo que les tocaba.
No es raro, teniendo en cuenta los antecedentes, que hoy muchos vecinos expresen más fe en la resistencia del edificio, que en quienes sean que disponen del poder para salvarlos de un derrumbe. Merced 212, en medio siglo, les ha defraudado menos.
Rita María Abreu, quien ocupa la habitación del fondo de la planta baja, no se evacuó porque su hijo no quiso evacuarse y ese es el único hijo que a ella le queda. El otro se le murió con apenas 27, hace cinco años, y dice que no quiere volver a llorar a otro hijo. Rita no se queda en un edificio en ruinas sino al lado del hijo que no quiere perder.
De acuerdo con los testimonios de los vecinos, al edificio sí vinieron a evacuar.
El sábado, sobre las tres de la tarde, la delegada de la circunscripción apareció, se paró en el patio interior, pidió a los vecinos que se asomaran en los pasillos y, desde ahí, les comunicó que debían salir, sin llevar sus bienes consigo. Unos no entendieron adónde debían ir, otros dejaron de entender cuando escucharon que debían dejar atrás sus bienes, otros no recuerdan ni lo que dijo, otros no se enteraron de que estuvo ahí, otros no estaban a esa ahora en el lugar.
Yiván Torriente cuenta que él estaba, se asomó al pasillo y escuchó, pero que cuando salió como a la media hora para intentar evacuarse, porque tiene un bebé de cinco meses y una esposa embarazada, en la calle no encontró a nadie que estuviera evacuando, ni medios de transporte, ni nada que le indicara qué rumbo tomar.
Jeyser Rodríguez era uno de los que estaba trabajando cuando la delegada vino. Su madre, Martha Fábregas, sí estaba, pero Jeyser de todas maneras ya pensaba pasar el mal rato aquí. Dice que no tuvieron quien les ofreciera refugio y tampoco querían dejar sus cosas solas.
Su madre y él son originarios de Baracoa, una ciudad del Oriente de Cuba, situada a unos 990 kilómetros de La Habana. Aquí llevan solo cinco años. Hay un tío, pero no les gusta molestarlo. A las dos de la mañana, no obstante, tuvieron que molestar al tío.
A las dos de la mañana, una pared del cuarto donde residen empezó a temblar. A Martha la atacaron los nervios. La pared es la pared que tiene una de las grietas más brutales. La gente dice que el día que ocurra el derrumbe, va a ocurrir por ese lado, que el edificio se abrirá como un abanico.
Martha pensó que la profecía del abanico se cumpliría con Irma. Sin embargo, Jeyser regresó a su cuarto.
Una vez que el huracán estuvo lo suficientemente lejos de la Isla, quienes se habían marchado del edificio retornaron. La mayoría, el mismo domingo, como si los riesgos hubieran desaparecido. Pero si algo aprenden los inquilinos de un inhabitable es que si mala es la tempestad, peor es la calma que sobreviene.
Los riesgos no desaparecen cuando el cielo se despeja. Muy al contrario, se incrementan. Lo que las lluvias y el viento no tumban, puede tumbarlo el sol. Los dos derrumbes parciales reportados por los vecinos de aquí ocurrieron en la tarde del jueves 14 de septiembre.
Aunque en Merced 212 ya se pueden escuchar cafeteras colando, ollas de presión, batidoras eléctricas, televisores con novelas y noticias, conversaciones en los pasillos, cantos y rezos afrocubanos, pasos en las escaleras, puertas que se cierran, es decir, los ruidos clásicos de la rutina doméstica en una ciudadela habanera, la posibilidad de una tragedia que interrumpa abruptamente esa rutina no ha disminuido.
Hay familias, las menos, que no han vuelto a dormir en el edificio después del huracán. Las demás no tienen para dónde ir. Su estrategia de protección consiste en exponerse lo indispensable al peligro. Pasan el mayor tiempo posible en la calle y van a sus casas solo a cambiarse de ropa, comer, bañarse y dormir.
También hay quienes han renunciado a la barbacoa y colocado sus colchones cerca de la puerta de salida, que es colocarlos más lejos del techo, y ahí duermen, como se dice, con un ojo abierto y otro cerrado. Yiván, por ejemplo, mal duerme en una butaca junto a la puerta, desde donde vigila el sueño de su esposa y su hijo, al tiempo que presta oídos al edificio, por si le siente estertores que anticipen un derrumbe.
Quieren pensar que, si finalmente todo se desploma, el entrepiso que divide la habitación en dos niveles puede servir como contención y soportar lo que sea que caiga y, quizás, ganarles unos segundos para escapar. Quizás.
Ruth Rivera sí decidió marcharse desde 2006 con su hija de seis años, tras un derrumbe atroz que las despertó en la madrugada y las hizo huir despavoridas. Desde entonces, no han vuelto. O no del todo, porque Ruth viene casi a diario. En su cuarto, en el primer piso, es donde se pone y se quita el uniforme de enfermera.
Su trabajo y el preuniversitario donde estudia la hija quedan en este mismo barrio.
Antes de Irma, de vez en cuando ella y la hija se quedaban a pasar la noche. Ahora no. Ahora Ruth no deja a la hija ni siquiera entrar. Su hija está embarazada. Sin embargo, Ruth insiste en que, si bien las han acogido en otro lugar, su casa es el último cuarto del primer piso de Merced 212. Ahí nacieron ella y su hija y esa es la dirección que registran sus documentos de identidad y será donde inscribirán al bebé que nazca.
El último dictamen técnico que se preserva data del año del derrumbe que espantó de manera irremediable a Ruth. (Lo que se derrumbó fue el baño colectivo del cuarto nivel –o tercer piso– y un tanque de hormigón que almacenaba agua). Dicho dictamen habla de “muros agrietados, socavados”, “filtraciones a través de la cubierta”, “peligro inminente de derrumbe en otras áreas” y, al final, recomienda la demolición parcial del cuarto nivel y una reparación capital de todos los niveles.
La recomendación, vale aclarar, no debe entenderse como un plan, ni a corto, ni a mediano, ni a largo plazo. Es, en concreto, una sección del formato de los dictámenes técnicos que no debe dejarse en blanco.
Elizabeth Martínez, vecina del segundo piso, cuenta con un documento más reciente. Se trata de una “Notificación de Peligrosidad” fechada en mayo de 2016. Se la entregaron con motivo de otro derrumbe, que tuvo el mismo origen que el de 2006, y está firmada por un inspector técnico de la Unidad Municipal de Inversiones de la Vivienda de Habana Vieja.
La notificación de Elizabeth, madre de dos niños pequeños, dice, con contundencia, que la habitación que ocupa ofrece peligro para la vida de sus inquilinos y PROHIBE (así, en mayúscula y negrita) “el uso o estancia de dicha área o elemento”. Más abajo, recomienda, “como medida de emergencia y seguridad”, que “sea desocupada inmediatamente” (igual, en negrita).
Un año después de todas esas letras en mayúscula y negrita, Elizabeth continúa en la misma habitación.
El lunes 11 de septiembre, cuando los vecinos más desesperados decidieron sacar a la calle el perro muerto que es el hecho de que el edificio donde viven puede venirse abajo, no estaban intentando poner de manifiesto un problema que causara el huracán Irma. Han debido transcurrir muchos años de papeles inoperantes para llegar hasta las circunstancias actuales.
La orden de albergue más antigua, a nombre de la madre de José Ignacio Perdomo, residente en el primer piso, data de 1967. José Ignacio, quien vino a vivir aquí con un año en 1963, cuenta que Merced 212 se agrietó tras la segunda explosión del barco de vapor La Coubre, en 1960. Sin embargo, han sido el tiempo, la falta de mantenimiento y la hostilidad del clima lo que más ha lastimado la estructura. El edificio se construyó hace más de 100 años.
En La Habana, al cierre de 2015, había más de 34 000 familias con anuencia de albergue, que es decir más de 34 000 familias residiendo en viviendas declaradas inhabitables.
Merced 212 ya no puede continuar tentando la suerte. Lo saben sus vecinos y las autoridades del municipio, que lo han identificado como una de las dos edificaciones del Consejo Popular San Isidro que, por quedar con secuelas de Irma, debe ser evacuada.
En la tarde del martes 12 de septiembre, dos funcionarias de la Unidad Municipal de Atención a Comunidades de Tránsito, institución mejor conocida como Albergue, vinieron para levantar información. En la sala de Ana Victoria Rodríguez, en el primer cuarto de la planta baja, apuntaron nombres y apellidos, carnés de identidad, dictámenes técnicos, órdenes de albergues, títulos de los usufructos y hasta enfermedades, y dijeron que recogieran y empaquetaran sus bienes porque iban a mandar camiones para mudar.
Al anochecer, los vecinos más desesperados guardaron las butacas, los sillones, el banco. Desmontaron la protesta.
El miércoles en la mañana, una funcionaria del Partido Comunista de Cuba del municipio convocó a una reunión en la Casa de Abuelos, justo frente al edificio. Los asistentes recuerdan, especialmente, que les dijeron que tuvieran confianza en el Partido. Confianza en el Partido, confianza en el Partido, confianza en el Partido: es lo que reiteran todos. Como si la funcionaria no hubiera dicho nada más.
Después de ese encuentro, alrededor de las once, un grupo de vecinos se dirigió a la sede del gobierno de Habana Vieja para ver al presidente de la Asamblea Municipal del Poder Popular y averiguar pormenores de su caso. Ahí, el presidente les atendió en la calle y les dijo que estaba buscando una oferta que hacerles. A Yilam Quintero, en específico, le pidió que citara a los vecinos para una reunión a las tres de la tarde, que llegaría con una respuesta, y que les exhortara a no continuar sacando muebles para la calle.
A las tres de la tarde, en las afueras de Merced 212, los vecinos se miraban las caras. A las cinco de la tarde, todavía se miraban las caras y comenzaban a desesperarse. Se preguntaban qué había pasado con el presidente y por qué no había enviado a alguien en su nombre con la respuesta o al menos con una disculpa. Entonces, decidieron jugar dominó.
Si hay que mirarse las caras, más vale no aburrirse. Sacaron los muebles de antes, más una mesa y cuatro sillas para jugar dominó y las pusieron en el mismo medio de la calle.
En menos de dos horas, la policía llegó. Los jugadores de dominó estaban bloqueando la vía. Es cierto que Merced no es una vía muy transitada, pero se transita. Aquello era considerado inadmisible. Pero había varias cosas que los vecinos también consideraban inadmisibles, así que continuaron jugando.
—Yo tengo que hacer algo para que me ayuden, para que nos ayuden… –dice Yiván, que jugó dominó–. Entonces es la amenaza: que si te vamos a llamar a la policía, que si te vamos a llamar a la especializada. Uno no tiene miedo. Y mucho menos cuando la vida de sus hijos está en riesgo. Uno no tiene miedo.
Sobre las nueve de la noche, el presidente del gobierno municipal apareció en un auto, acompañado por otras dos representantes del gobierno. Las otras dos representantes permanecieron calladas. Quien habló fue el presidente, que dijo, de acuerdo con los testimonios de quienes asistieron a su aparición, que le dieran un chance hasta mañana, que iba a sorprenderles con una oferta de locales temporales tan pero tan buena, que luego nadie iba a querer irse de ahí cuando fueran a otorgar viviendas.
Al día siguiente, poco después de las cuatro de la tarde, las mismas funcionarias de Albergue que habían estado el martes en la sala de Ana Victoria levantando información llegaron para comunicar que los jefes de núcleos familiares debían presentarse en el gobierno municipal a las cinco de la tarde. Finalmente, les harían saber la oferta.
A las cinco de la tarde, los jefes de núcleo estaban en el gobierno municipal. Ansiosos por que les sorprendieran. Allí había una comisión integrada por cuatro personas sentadas en torno a una mesa redonda. El presidente no era una de esas cuatro personas.
Uno por uno, los jefes de núcleo fueron pasando, daban los datos que ya habían dado en la tarde del martes, escuchaban la oferta. Cada vez que alguien salía, contaba al resto la oferta que había escuchado. En todos los casos era la misma. Y, uno por uno, fueron también rechazando la oferta. Luego, firmaron un documento donde dejaron constancia de su rechazo y retornaron a sus viviendas.
Lo que ofertaron fueron unas oficinas en un edificio de la calle Obispo, que poco a poco iban a ir habilitando. Con baño colectivo. Uno para más de cuarenta personas, incluyendo a los niños.
No habría cocina, ni siquiera colectiva, apenas una meseta donde podrían colocar el desayuno, almuerzo y comida que el gobierno les iba a mandar a diario, mientras estuvieran allí. Sería algo temporal; aunque no sabían precisar cuánto tiempo cabía en la palabra temporal.
Y lo más importante: no podrían llevar para las oficinas sus pertenencias. Todo, sus ropas, sus muebles, sus equipos, tendrían que dejarlo en el edificio. Había que ir con las manos peladas. No a vivir sino simplemente a estar, a estar vivo, como mismo se está vivo en una esquina o en el banco de un parque.
Yilam y otras tres personas han querido aclarar que no aspiran a una habitación en el Hotel Manzana (en el Hotel Manzana Kempinski). Su aspiración es que les oferten algo que cuente con las condiciones indispensables.
Cuando hablan de condiciones indispensables, hablan de un espacio para cada familia con baño y cocina, aunque sea en una única habitación, que es en definitiva lo que tienen en el edificio. Hablan de privacidad y protección. Hablan de llevar consigo sus bienes. Hablan de acceso a los servicios de agua, electricidad y gas. Hablan de algo tan vital como la dignidad.
Ana Victoria, la del primer cuarto de la planta baja, se niega porque no quiere perder sus comodidades. Es una mujer con 67 años de edad y las piernas enfermas, que ha trabajado más de la mitad de su vida. Fueron 23 como maestra de primaria y secundaria, porque ella es licenciada en educación, y otros 20 como vendedora ambulante.
El aula la abandonó en 1998. Su madre era diabética, le salió una úlcera en un pie, quisieron cortárselo, la madre dijo que se mataba, y Ana Victoria se la llevó a su cuarto para cuidarla ella misma. En el Servicio Militar estaba el hijo, que criaba sola. Y como el salario de maestra no alcanzaba, empezó a vender cosas en la calle.
Las comodidades que no quiere perder y por las que está dispuesta a arriesgar su vida son una cocina y un baño azulejados, una barbacoa con escalera –que casi no usa porque le cuesta demasiado subir–, un televisor, un refrigerador, un ventilador, una olla arrocera y algunos muebles. No es que sea insensata o superficial. Ni ella ni ningún otro vecino que plantea la misma disposición.
Si la gente arriesga la vida por lo poco que tienen, es porque le cuesta demasiada vida lograr lo poco que tienen.
Ana Victoria no se aferra a azulejos, ni a un televisor, ni a un refrigerador. Lo que no quiere perder, en realidad, son 43 años de trabajo: de dar clases, de no vestirse, de no pasear, de revender cigarros, de ir detenida por vender sin licencia, de vender tamales en la playa y maní afuera de los teatros, de cambiar el aula por la calle, de un sacrificio tras otro. Ana Victoria, vaya contradicción, se está aferrando a su vida.
Rita, un año menor que Ana Victoria, se enfrenta al mismo conflicto:
—Mientras yo tenga las cosas mías quiero cuidarlas, porque después de los cincuenta años no se hace nada… ¿Cómo voy a recuperar mis cosas si las pierdo?
El presidente del Consejo Popular San Isidro, Silvio Mederos, en entrevista con Periodismo de Barrio, realizada el 22 de septiembre, informó que las dos edificaciones afectadas en esta zona por el huracán Irma que planean evacuar debido al peligro que representan son Merced 212 y San Ignacio 713. San Ignacio 713 acoge a una sola familia, pero conformada por 12 niños y 10 adultos. Sin embargo, no disponen todavía de un sitio para trasladarles.
La Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana (OHC) cedió al gobierno municipal el primer piso del edificio del Grupo de Trabajo Estatal Bahía de La Habana, situado en la Avenida del Puerto, en el mismo municipio, y para ahí trasladarían a los habitantes de ambas edificaciones, pero en estos momentos las oficinas están siendo adaptadas a viviendas y Silvio Mederos no sabe qué tiempo demorará ese proceso. Lo que sí asegura es que, una vez queden listas, las personas podrán trasladar consigo sus pertenencias.
Hasta el sábado 23 de septiembre, en el piso prestado por la OHC había ocho familias alojadas, procedentes de un edificio de Centro Habana, ubicado frente al Malecón, que con las penetraciones del mar ocasionadas por Irma había sufrido múltiples derrumbes (de paredes, techos y columnas) y sus habitantes se habían visto obligados a abandonarlo. Cuenta Andrea García, una de sus habitantes, que cuando les trajeron para este sitio en la noche del 21, llevaban 12 días durmiendo a la intemperie con las pocas cosas que habían conseguido salvar.
Pero las labores de habilitación de este albergue no habían finalizado entonces. Recién comenzaban.
Ese sábado, mientras una brigada constructiva levantaba paredes de cartón yeso (o pladur) e instalaba los servicios sanitarios, las primeras 23 personas albergadas comenzaban a organizar sus muebles y equipos y a recrear la calidez de sus hogares perdidos. De acuerdo con Robin Galindo, administrador del albergue, el plan es adecuar a viviendas un total de 42 oficinas.
No todas tendrían ventanas, solo hay ventanas de un lado, y ninguna tendría baño en su interior. Los baños serían colectivos. Hasta ese momento, había ocho funcionando. Tampoco se pondría gas. El piso es un préstamo temporal y, eventualmente, volverá a ser un centro de trabajo; por lo cual debe alterarse lo menos posible su estructura.
Sin embargo, todavía ninguna de las 16 familias, ni la otra de San Ignacio 713, sabe, con certeza, a qué lugar será trasladada.
Yilam, junto con otras tres vecinas, el 3 de octubre acudió al gobierno municipal en busca de una respuesta y, luego de persistir durante casi siete horas y quedarse sola, el presidente la atendió y le comunicó que mantendría la oferta de Obispo, que para ahí podrían ir con sus bienes, una vez que terminaran de adecuar las oficinas. En cualquier caso, corresponde continuar esperando.
Lo único que sí saben los vecinos de Merced 212 es lo que quieren y lo que no. Si a algo temen tanto como a los derrumbes es a los albergues. Nadie concibe el albergue como un espacio transitorio, una escala rumbo a un destino mejor. Un albergue se asocia más con un naufragio que con un refugio. Hay demasiadas historias en su contra.
La familia de 22 personas de San Ignacio 713 vive ahí en condición de albergada. San Ignacio 713 es un local que le entregó la Dirección Municipal de la Vivienda de Habana Vieja, mediante Acta Jurada, por un período de 20 días, porque un derrumbe había destruido el cuarto del edificio donde originalmente residía. Eso fue en enero de 1998: hace casi 20 años.
Y 20 años y doce nacimientos después, la familia de 22 personas espera para ser trasladada a otro albergue, pues en la noche del 9 de septiembre se derrumbó parte del esqueleto del edificio que queda en el patio del local, y Andrés Miranda, de 51 años, quedó sepultado por los escombros. No murió, pero sufrió lesiones graves en la cabeza y en una pierna.
No muy lejos, en el edificio de Obispo, donde primero propusieron evacuar, conviven actualmente tres familias que fueron para ahí por quince días y ya llevan cuatro años.
Es comprensible que los vecinos de Merced 212 no confíen, que cuando escuchen hablar de albergue, no piensen en el sitio donde pasarían una ínfima parte de su existencia sino donde podrían pasar la mitad o la tercera parte de su existencia, los mejores años o los últimos. Por eso exigen que se parezca a una vivienda. En alguna medida, intentan garantizar que, si les olvidan, sus vidas continúen lo más dignamente posible.
En un edificio inhabitable hay miedo al derrumbe y hay miedo al olvido, pero hay también un cuarto que se puede llamar hogar. En un albergue, que no tuviera lo necesario para llamarse hogar, solo quedaría miedo al olvido. Aunque la familia de San Ignacio 713 diría que no, que, en ocasiones, en un albergue también hay el miedo al derrumbe.