A las 4: 25 de la tarde, un día antes de que el huracán Irma azotara la costa norte central de Cuba, Josefa Mellado Carvajal, alias Fefa, estaba preparando café en un exiguo apartamento del cuarto piso del edificio La Villa de París, en Sagua la Grande.
Si no fuera porque “a esa hora inconveniente” escuchó el aviso de alarma de un altoparlante, habría pasado toda la tarde en su poltrona mullida, atendiendo las noticias de la radio local. Lo que hizo fue esto: apagó el fogón, dejó la cafetera a un lado, echó un paquete de café Hola en la cartera, y se fue.
Fefa Mellado solo volvería a su casa tres días y tres noches después.
Esa misma tarde –8 de septiembre– Elizabeth Díaz Morales había decidido no evacuarse. A partir de los pronósticos meteorológicos difundidos por la televisión cubana, esta señora pensaba que el ojo del huracán Irma pasaría al noreste de las costas de Isabela de Sagua. A esa distancia –se figuraba ella– la ciudad apenas sería abatida por los vientos de tormenta tropical.
Si Elizabeth hubiera sabido, como sabe ahora la Estación Meteorológica de Sagua la Grande, que el ojo de Irma iba a rozar la costa de Isabela de Sagua, a 17 kilómetros de la ciudad, y que no los vientos de tormenta tropical, sino los de huracán categoría 3 en la escala de Saffir-Simpson, soplarían sobre su edificio, Elizabeth se habría marchado un día antes de la llegada de Irma, a la misma hora que su vecina Fefa Mellado.
En la otra esquina del cuarto piso de La Villa de París, debía aparecer, antes que el huracán, Bárbara Ramos Cuní. Un mes antes, Bárbara había optado por pasar una temporada con sus hijos en La Habana. Cuando quiso regresar a Sagua la Grande, la Empresa de Ómnibus Nacionales había suspendido todas las salidas de guaguas Yutong desde el Occidente al Centro y Oriente del país.
En definitiva, Bárbara no llegó a su casa antes que Irma. No clavó las puertas, no salvó el colchón, no protegió su televisor ni resguardó sus otros equipos electrodomésticos.
María Elvira Baena Santiago, Nuris, la última de las señoras que habitan el cuarto piso de La Villa de París, tampoco llegó a tiempo. Un día antes de que las condiciones del tiempo se deterioraran, como suelen decir los meteorólogos, ya Nuris estaba, con su hermana y la familia de su hermana, en la escuela mixta Ramón Ribalta, un centro de evacuación más de 20 kilómetros al sur de la costa.
“Ahí nos atendían de lo más bien. Nos dieron una habitación con otras dos personas mayores. Había agua siempre. ¡Y la comida! Yo soy comilona: comí todo lo que me daban”, explica Nuris después del desastre. María Elena, su hermana, y ella tuvieron que compartir el espacio de una litera estrecha, porque ni una ni otra, septuagenarias como son, podían escalar hasta la cama de arriba.
Antes de abandonar Isabela de Sagua, adonde Nuris fue a cuidar a María Elena hace dos años por la fractura de un codo y ciertos desvaríos mentales, la familia había llevado sus pertenencias más valiosas a una casa de mampostería, lo más lejos posible de la desembocadura del río Undoso. Antes de subir a los ómnibus que trasladaron a los isabelinos hasta casas de familiares y amigos, o hasta el centro de evacuación habilitado en Sitiecito, Nuris no tuvo tiempo de asegurar las puertas de su propia casa, en La Villa de París.
Sin Nuris, sin Fefa, sin Bárbara, Elizabeth pensó que los modelos de pronósticos no eran exactos, que los ciclones podían variar su trayectoria en pocas horas, que había un margen de error en las predicciones, que “sabe Dios lo que pase en un edificio tan alto y tan viejo”.
“Vamos”, le dijo al marido.
Y los dos, que parecían dos almas en pena, atravesaron el parque La Libertad, la madrugada del sábado 9 de septiembre. Por desgracia, Elizabeth cayó varias veces en los charcos de la calle. Su marido halaba el cuerpo magro y maldecía.
***
Fefa tiene los ojos pintados, el pelo recogido debajo de un pañuelo amarillo, las gafas sobre el pañuelo. “Aquí no hay ropa mía. Ni ropa ni zapatos”, dice. Cuando el Estado Mayor Nacional de la Defensa Civil decretó la fase de Alerta para la provincia de Villa Clara, Fefa Mellado empezó a reunir en dos bolsas la ropa que más le gustaba, esto es, una decena de atuendos medio sucios y raídos que, en otro tiempo, daban señas de coquetería. Hasta hoy, sus sayas, sus blusas, sus carteras, su maquillaje y sus tacones están resguardados en el apartamento de la solícita vecina del tercer piso.
De la misma forma que Fefa salvó sus tacones, Bárbara “habría intentado salvar sus puertas y su colchón y su juego de cuartos”. Si, por azar, los vientos huracanados de Irma no hubieran soplado en dirección oeste, las puertas de su casa no hubieran caído. Hubieran caído, entonces, las de Fefa o las de Elizabeth. Las de Nuris, tan inseguras, habrían caído de todas formas.
Después del desastre, una vecina llamó a los hijos de Bárbara, preocupados en La Habana. “Llamaron allá y dijeron que todo esto estaba en el suelo”.
—¿Te lo dijeron a ti?
—No, a mí no, porque yo estoy enferma del corazón. Se lo dijeron a mis hijos. De todas formas, yo me imaginaba lo que había pasado. Cuando arreglé la casa no dejaron cerrar [los balcones]. No dejan hacer nada. Y a mí no me gusta estar fuera de la ley. ¿Me entiendes? Pero si me hubieran arreglado estos balcones, eso no habría pasado.
Bárbara sabe que la Dirección Municipal de Planificación Física, la Unidad Municipal de la Vivienda y la Oficina de Monumentos no permiten alterar los balcones de su casa. Sabe que se deben proteger los valores patrimoniales de la ciudad aunque no sepa a ciencia cierta que el centro histórico de Sagua la Grande, donde se alza desde 1920 La Villa de París, fue declarado Monumento Nacional en 2011. Sabe, a fin de cuentas, que ninguna institución competente le permitiría cerrar los balcones o poner puertas y ventanas de aluminio.
—Cuando llegamos aquí mis hijos entraron primero. No querían que yo entrara. Pero dije: ¡Cómo no voy a ir! Y cuando vine encontré todo esto tumbaʼo aquí, en el suelo.
—¿Qué perdiste?
—Todo. Mira.
Hace un gesto abarcador con los brazos. Papeles inservibles, ropas, escombros, pedazos de madera y cartones cubren el piso.
—¿Algo en específico? —uno insiste.
—¡Mira, niño! El juego de cuartos. Ahora hay que botarlo.
Fefa, Elizabeth y Nuris se van a quedar en el edificio hasta que se mueran. Bárbara no.
—Yo me tengo que ir con mis hijos. Así no me puedo quedar aquí. Mañana voy a reportar los daños al Gobierno. Después trataré de vender.
—¿Así como está la casa?
—Así mismo.
Y después dice que ella siempre tuvo su apartamento “muy arregladito”. Que ella antes estaba “encantá de la vida”. Y que ahora tiene “ganas de tirarse por un balcón”.
***
Cuando Fefa estaba evacuada “en la casa de su amiga, la hija del doctor Santillana”, mandó a que revisaran, de lejos, el estado de La Villa de París. Cuando pasó Irma, La Villa de París existía. Entonces mandó a que revisaran puntualmente el estado de las puertas de su apartamento, en una esquina del cuarto piso del edificio. Las puertas existían, aunque el viento había roto las lucetas.
Una ráfaga odiosa entró por el hueco que dejaron los cristales y quebró un cuadro, El sagrado corazón de Jesús.
—Eso es todo lo que perdí.
Fefa señala con el dedo adonde estuvo la imagen de Cristo. Y si no fuera sacrilegio, se ufanara. Las demás perdieron las camas, los colchones y la ropa. La ropa. Sobre todo la ropa que Fefa sí salvó.
—¿Cómo quedaste?
—Como todos: sin corriente, sin agua.
Y entonces se ve en la obligación de recordar que más de 15 días antes de que Irma azotara Sagua la Grande, ella no recibía una gota de agua. Ni ella ni nadie en el cuarto piso de La Villa de París.
—Yo sabía que si pasaba el ciclón nos íbamos a quedar así. ¿Quién se va a acordar de nosotras cuando Isabela está destruida?
Detrás de “nosotras” Fefa insinúa el cuerpo de cuatro ancianas. Fefa y Elizabeth y Nuris y Bárbara superan, por mucho, la edad mínima con que los adultos se vuelven adultos mayores en Cuba: 60 años. Fefa y Elizabeth y Nuris y Bárbara no solo son adultas mayores: son parte del 21, 9 % de la población más envejecida de Villa Clara, que es, como si fuera poco, la provincia con más ancianos del país.
Aunque Fefa escamotea la edad cada vez que puede, la edad, tristemente, le sale por encima de la ropa cuando tiene que bajar y subir
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escalones, desde la calle hasta la puerta de su casa, en el cuarto piso de La Villa de París.
Sin agua corriente, Fefa y Elizabeth y Nuris y Bárbara no solo tendrían que bajar y subir las escaleras de La Villa de París. Tendrían que bajarlas y subirlas, cuando menos, con un cubo de agua.
“Por eso es que Norma –otra vecina más joven, apunta Fefa– llamó al Partido tres días antes del ciclón y dijo que si no mandaban agua se iba a crear un conflicto político en La Villa de París”.
—¿Y qué dijeron ellos?
—Nada. Le colgaron.
***
Si bien en la Villa del Undoso el huracán Irma desencajó puertas, quebró cristales, sacó las ventanas de sus goznes, levantó cubiertas ligeras, destechó las principales industrias, arrasó los parques, derribó postes del servicio eléctrico y provocó numerosos derrumbes parciales, sobre todo en los repartos alrededor del centro histórico; los mayores destrozos se concentran en el poblado costero de Isabela de Sagua, donde el mar y el viento, unidos, afectaron total o parcialmente el 80 % de las viviendas, según reportó el diario Granma.
No es un paisaje grato: el mar arrastró el fango hacia dentro. Las casas que cayeron, los escaparates que se desencajaron, la ropa que salió volando, la basura que antes era sábana de alguien, equipo de alguien, colchón de alguien, casa de alguien, está tirada en el fango.
Cuando Nuris y su hermana María Elena llegaron a Isabela, descubrieron que no quedaba nada: el cadáver inflamado de cuatro cachorros estaba en el pantano anegado que había sido, antes, la casa.
—Pero los diez gatos sobrevivieron –dice Nuris.
Y enseguida se echa a llorar, no por los cachorros que murieron, no por los pollos que se ahogaron, no por las paredes que cayeron. Llora –hay gente así– por los diez gatos que sobrevivieron.
“María Elena, mi hermana –explica Nuris, cuando puede– acostumbraba a guardar todos los equipos en una casa más segura, pero esa casa se llenó de agua también. Y todo se cayó. Todo se mojó. El refrigerador no sirve. La lavadora menos. El DVD, todas esas cosas, se mojaron”.
De acuerdo con el diario Granma del sábado 16 de septiembre, en la pérdida de equipos y muebles “influyó no acatar las orientaciones del Consejo de Defensa de evacuar esos artículos, para lo cual se dispusieron más de 30 camiones; así como el exceso de confianza de sus moradores”.
Cuando Nuris –ajena a cavilaciones alrededor de la culpa y la imprevisión– vio que todo lo que era Isabela estaba perdido, se marchó a su propia casa en Sagua la Grande. No obstante, a nadie le pareció que abandonaba el campamento en medio de la guerra. Al contrario: íbase y se hacía, en el acto, una boca menos.
“Yo vine a dar vueltas aquí, a la casa [de La Villa de París]. Pero no sabía semejante cosa”, dice y apunta a la destrucción que es ahora su hogar. Detrás tiene la ropa en percheros. Tiene el colchón mojado y las puertas caídas.
Tan vieja, tan frugal que inspira pena, subió las escaleras con el pantalón sucio, los zapatos mojados. No dice a nadie que un perro, sobreviviente, le saltó encima y le enfangó la cartera, ni que en ese momento, cuando el perro húmedo brincó a la altura de su pecho, ella se olvidó de su ropa sucia, de sus puertas rotas.