Eduardo Campos nació en 1946 y debió haber muerto el 9 de septiembre de 2017. Lo salvó el miedo a su propia casa.
En el número 744 de la calle Ánimas, entre Gervasio y Belascoaín, Centro Habana, ocurrió un derrumbe parcial de la cubierta del edificio donde residían los hermanos Roydis y Walfrido Antonio Valdés Pérez. De ellos sabemos que venían del reparto Frank País, en la provincia Granma, que tenían 54 y 51 años, que Roydis estaba enfermo, y que el 9 de septiembre el techo de la parte del edificio que les tocaba se desprendió y los mató durante el paso del huracán Irma por las cercanías de la capital.
El 744 no destaca entre tanto edificio de la calle Ánimas. Tiene apenas dos pisos y sus balcones no están ni más ni menos deteriorados que los del resto de la cuadra. Si alguien no señalara el lugar y advirtiera que “ahí fue la cosa”, pocos podrían imaginar que ese edificio estaba más en peligro de derrumbe que el resto de los edificios de Centro Habana. Ahora quedan 4 familias, recuerda Eduardo, “aunque siempre hay uno por allí y otro por allá metido en un cuarto”.
Nadie dice casa o apartamento cuando habla del lugar que habita en el número 744. Poco sabemos de lo que hay al interior porque el peligro de un próximo derrumbe imposibilita el paso. Eduardo le llama “cuarto”. Otros, ni siquiera eso.
El “cuarto” de Eduardo fue lo que le tocó después del divorcio y la permuta de su apartamento en la zona 9 de Alamar hace siete años. Cuando pasó el huracán, él no estaba allí, sino en casa de una prima y una sobrina. A su cuarto no puede entrar porque “está igualito que donde se mataron los otros dos. Los cuartos estaban pegados uno con el otro”, dice. La escalera de caracol que da acceso al sitio donde duerme se cayó y, desde entonces, espera en la acera en frente del edificio.
El lunes 11 de septiembre, el primer secretario del Partido Comunista de Cuba del municipio pasó por la zona y prometió evacuar a todas las familias. Les llevaron desayuno y almuerzo. A las 3 de la tarde de este día, Eduardo espera el ómnibus que lo trasladará hasta su futuro albergue.
La historia del 744 con los ciclones es larga. Eduardo recuerda que “en varias ocasiones han venido a evacuar, pero los vecinos no aceptan porque quieren una oferta mejor”. Después de las evacuaciones vienen los albergues transitorios y nada es menos transitorio en Cuba que un albergue. Tras periodos prolongados de espera, el Estado distribuye viviendas en urbanizaciones ubicadas en la periferia de la capital y con terminaciones tan deficientes que ya presentan daños antes de ser habitadas. Los vecinos saben esto, por eso quizás no aceptan. O porque piensan que pueden jugar la carta de sus vidas, el foco delirante del gobierno durante el paso del huracán; aunque ya no se sabe bien si es por respeto a la vida humana o para recalcar que en Cuba no hay ningún muerto o que, incluso si los hubiera, la cifra sería menor que en otras islas del Caribe o en el mismísimo Estados Unidos.
Que lo de preservar vidas humanas se convierte, a veces, en un slogan me lo recuerda un taxista que cubre la ruta Playa – La Habana este martes 12 de septiembre. “En mi casa hay una mata de mamey”, dice, “y antes del ciclón no había quien la tumbara”. El taxista, que puede pagarlo, buscó al desmochador de su cuadra, una figura legal del trabajo por cuenta propia. Cuando una vecina vio al desmochador temerario, sin arnés ni soga, llamó al taxista por teléfono, le dijo que había llamado la secretaria del Partido, que a la secretaria del Partido le habían dicho que no se podía perder ni una vida humana y que aunque el carro de la poda ya no iba a pasar por la zona porque habían otras prioridades, nadie debía encaramarse en las matas.
“¿Y a mí quién me hubiera devuelto mi placa si la mata de mamey me la hubiera tumbado?”, dice el taxista con una lógica aplastante.
Durante el huracán, el país ordena a sus ciudadanos “prohibido morir”. Roydis y Walfrido Antonio Valdés Pérez ignoraron la disposición. Antes del huracán, el país ordena a sus ciudadanos evacuarse. Alberto Manzano Martínez, otro de los fallecidos, ignoró la disposición. Si lo de preservar vidas humanas no fuera, a veces, un slogan para la propaganda política, el Estado comprendería que evacuarse no es cuestión de poner un ómnibus en la esquina San Lázaro; sino un ejercicio de convencimiento que no comienza tres días antes del huracán.
La gente no se evacúa porque teme perder lo poco que tiene. En un país donde escasean hasta las piezas de repuesto es difícil persuadir a algún ser humano de que lo poco que tiene es suficientemente poco como para dejarlo atrás. Por eso cuesta que las familias de las cuadras cercanas al hospital Amejeiras abandonen sus viviendas. Tanto así, que María Lombillo jura que nadie pasó por su casa. “Nadie, aquí no vino nadie, ¿evacuarse?, pshhhh”. Hasta que su hermano, un joven de alrededor de 20 años le grita: “Mija, si por aquí pasaron y tú dijiste que no te ibas a evacuar”.
Los vecinos del 744 probablemente llevan casi toda su vida en el 744. Por eso no les asusta y no se evacúan. Eduardo no. Se da cuenta de que “estar ahí es entregar la vida” y quiere que lo saquen “para donde sea”. Antes del ciclón, le tenía tanto miedo a su casa que dormía en el parque Maceo, a tres cuadras del edificio aproximadamente. Eduardo viene de Alamar, una urbanización construida sin ganas, pero que todavía no ha cumplido los 80 años de vida útil. Los edificios más longevos de Alamar tienen 47 años. Cuando Alamar, que fue construido con materiales peores y mano de obra menos calificada, cumpla los 60 años, será Centro Habana.
En este reportaje colaboró Julio Batista.